30 de octubre de 2021

"Amará a Dios... y al prójimo como a ti mismo".

DOMINGO XXXI TO -B- Dt 6,2-6/ He 7,23-28/Mc 12, 28b-34

Para la tradición bíblica, el so-fer ("escriba") gozaba de prestigio intelectual en Israel, ya que estaba consagrado a estudiar, interpretar y aplicar la Ley. Su intervención en cuestiones de legislación civil, religiosa y ritual le daba autoridad y respeto. La pregunta que dirige a Jesús no versa sobre su conocimiento o desconocimiento de la Ley, sino sobre la forma cómo enseña, interpreta y aplica la Ley. Seguramente el escriba se siente cuestionado por la autoridad y la libertad de Jesús frente a la Ley, a las tradiciones y a las instituciones judías, por conocer la fuente de la autoridad y de la libertad de Jesús.

Jesús no es un transgresor ni un evasor de la Ley. Lo revolucionario de la actitud de Jesús radica en que en su observancia de la Ley se combinan su libertad, su fidelidad y su compromiso con el Padre, con el Reino y con aquellos que el sistema margina. La libertad, la fidelidad y el compromiso de Jesús están potenciados por la misma Ley que invita a amar a Dios (cf. Dt 6,5) y al prójimo (cf. Lv 19,18).

La respuesta de Jesús al escriba revela el espíritu más profundo de la Ley: no hay santidad real sin un amor exclusivo, total y preferente a Dios, y que, al mismo tiempo, se traduzca en un amor solidario y comprometido con prójimo. Sin un amor real y concreto por el prójimo (que es imagen de Dios), todo intento de amor a Dios se reduce al plano de las ideas, de las intenciones y de los discursos. Dios ha creado al ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27) para que toda búsqueda de Dios comience por el rostro y el corazón del prójimo. En su misterio más profundo, cada persona puede revelar a Dios. En este sentido, el prójimo tiene una función mediadora: es la forma concreta de visibilizar el amor a Dios. El prójimo es un punto de encuentro con Dios en la historia.   

Sin abolir la Ley, ni los mandamientos, ni los preceptos, Jesús centraliza el espíritu de la Ley en un único mandamiento con dos aspectos necesariamente complementarios. El amor al prójimo siempre será el criterio de credibilidad del amor a Dios. En términos del autor de 1 Jn: "El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?" (1 Jn 4,20). Una religiosidad sin solidaridad y una espiritualidad sin caridad son realidades autorreferenciales y vacías. Una verdadera religiosidad y una auténtica espiritualidad hacen que la experiencia de Dios se traduzca en gestos concretos de amor, perdón y cercanía. Estos gestos hacen visible y posible el Reino de Dios. Y esto, se afirma, vale más "que todos los holocaustos y sacrificios", recordando las palabras de los profetas ("Misericordia quiero y no sacrificios", había dicho Oseas criticando el culto exterior vacío de amor).

La Ley tiene la función de orientar el corazón hacia Dios y hacia el prójimo. Pero también tiene la función de iluminar la libertad para que el culto a Dios sea "en espíritu y en verdad" (cf. Jn 4, 23); y para que el vínculo con el prójimo sea de una fraternidad en la caridad y la dignidad. Elegir amar a Dios es elegir amar al prójimo. Sólo así, el Reino se hace presente en la historia y en el corazón humano. El amor es la Ley del Reino. Amar a Dios; amar al prójimo como a uno mismo… no son dos amores, ni tres… es uno que solo llega a ser pleno al crecer en las tres dimensiones. Que así sea con la Gracia de Dios.

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