25 de enero de 2020

"Convertíos..."

III DOMINGO T.O.-A-  Is 8,23-9,3/1Cor 1,17-13.17/Mt 4,12-23

La cosa empezó en la “Galilea de las gentes”. Nazaret, que no estaba en los planes de nadie, salvo en los de Dios, era un lugar desconocido. Tal vez por eso, José y María pensaron que era el mejor sitio posible para criar al niño que iba creciendo. Nadie sospecharía, salvo los vecinos, que aquel hogar, uno de tantos…, era una lámpara en la que brillaba una gran luz… la única luz. Pero como en cualquier proceso de crecimiento humano, era necesario un tiempo de maduración para que esa luz cogiera consistencia y credibilidad, antes de exponerla a la intemperie de los caminos y a las oscuridades humanas. En el hogar de Nazaret no había divisiones y juntos, en familia, aprendieron a tener un mismo pensar y sentir. Jesús no era “propiedad” de María y José; lo era de Dios y ellos eran sus custodios y responsables primeros de su formación, una formación para la libertad.

Cuando Jesús salió del agua del Jordán, señalado por Juan el Bautista como “el Hijo de Dios”, tenía plena conciencia de su identidad y de por dónde había de empezar. No fue casualidad el cambio de residencia: Cafarnaúm. Si el Reino de Dios ha de ser anunciado a todos, sin excepción, mejor un cruce de caminos y de culturas, un sitio significativo y que facilite el encuentro con hombres y mujeres que multipliquen el efecto de la misión. No se trata de una misión de contenido ideológico, ni de conveniencias. Se trata del encuentro con Dios allí donde Él se muestra tal cual es: Jesucristo. Cafarnaúm era una ciudad de mujeres y hombres acostumbrados al trabajo y al trato con diferentes personas. Allí ser judío, romano, recaudador de impuestos, pescador, prostituta o jefe de la sinagoga se entremezclaba: vidas cruzadas. La de Jesús, Dios-con-nosotros, se entremezcló también. Y allí, encontró a los primeros a quienes invitó a seguirle…

Andrés, Simón, Santiago, Juan, Mateo…  estaban avezados a echar las redes y al trabajo duro. Jesús sabía que aquellas personas, como todas las que se encuentran al borde del camino de la vida, tenían un fondo de grandeza, una inquietud. Es fácil entender que antes de invitarles a la aventura, los conociera personalmente.  Jesús sabe que su misión predicadora tendrá éxito si logra implicar a otros en ella; sabe también que no es solo activismo social… La invitación de Jesús, siempre personal, por tu nombre, hecha desde   el camino mismo por el que se ha de andar. La vida cristiana es una llamada a ponerse en camino. Cada uno con su mochila… y atento a la de los otros. Cada uno con el mismo objetivo. Cada uno con la misma invitación. Cada uno con la mirada puesta en el único que da sentido a todo y que ilumina toda andadura, aunque parezca uno más.

Lo primero de todo un cambio personal. No mantenerse en el camino equivocado y tomar la decisión de ponerse en la dirección correcta, que es la de Jesús que siempre va delante. De lo mío hacia lo de El para implicarnos en lo suyo, que es la cercanía del Reino de Dios, que se hace vida de todos. Varias palabras que iluminan las opciones: convertíos… ven… sígueme… dejarlo todo inmediatamente… recorrer los caminos… anunciar el Reino… sanar las dolencias del pueblo.

Pero, en este camino, personal y comunitario a la vez, no podemos repetir errores como los de la comunidad de Corinto.  Si somos cristianos, lo somos, porque seguimos a Jesucristo allá a donde Él va. Pero, a veces, obispos, sacerdotes, laicos…, nos enredamos en divisiones por intereses variados, mensajes equivocados o que no “molesten” al mundo, confusión y defensa de “banderas propias” (a favor o contra el santo Padre), confusión que nos mantiene en el “lío” …. Tenemos que recordar que no es Jesús quien tiene que seguir a la Iglesia… sino la Iglesia a Jesús. No es la Iglesia la luz, sólo un candelabro… Jesús es la Luz. Aprendamos la lección del Maestro: conviértete, ven, sígueme y así estará más cerca el Reino de Dios. Que así sea con su Gracia.

 

 

17 de enero de 2020

"Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo..."

II DOMINGO TO -A- Is 49, 3.5-6/1Cor 1,1-3/Jn 1, 29-34

Juan presenta la escena del bautismo de forma original; no lo hace como un relato (sinópticos) sino como un testimonio solemne de Juan Bautista sobre Jesús que “da a conocer su identidad”.  Dos títulos le otorgan:

. Cordero de Dios: El Cordero Pascual, que los judíos sacrificaban cada año para celebrar su liberación de Egipto y el paso del Mar Rojo, es figura de Jesús. El cordero es el animal manso, que es llevado al matadero y no abre la boca, es el inocente sacrificado y que acepta pacíficamente el sacrificio. Con su muerte y resurrección Jesús nos hace pasar, a través del agua del bautismo, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. La imagen empleada por Juan nos sirve también a nosotros de reflexión en la Eucaristía. Decimos en el Gloria y por tres veces antes de comulgar: "¡Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros!". Dirigimos nuestra mirada a Jesús, el nuevo cordero pascual que nos libera de la esclavitud del pecado, que salva como aquel cordero pascual liberó a los israelitas de la esclavitud en Egipto. 

Actualizar esta dimensión salvadora, reconocer hoy y aquí este poder liberador, significa que Jesús “dice algo importante” a nuestra vida humana: nos permite escuchar su amor que se expresa en variedad de registros, él acompaña la soledad, cura nuestras heridas, fortalece y anima la fidelidad, nos ayuda a ser bondadosos, responsables, a vivir el camino de la vida desde la sencillez y el servicio. Ante este Cordero se impone la humildad, pilar fundamental de toda regeneración y centro de vida interior; se reconoce lo que somos: pecadores y se encuentran fuerzas para vencer al pecado, al derrotismo, la mediocridad; para ser hombres y mujeres capaces de renacer de nuevo...

. Hijo de Dios: Juan el Bautista es el primero que lo reconoce. Para Juan evangelista la filiación divina constituye el hecho más decisivo para descifrar el misterio de la persona, palabras y signos de Jesús. Conocer a Jesús, amar a Jesús, experimentar la Presencia de quien es nuestra vida y nuestra luz, cultivar nuestro espíritu interior, dar testimonio valiente de la bondad de Aquel en quien hemos sido bautizados...

Sólo hay un modo de dar a conocer a Cristo al mundo, de hacer posible que sea amado: la invencible alegría de una persona, familia, comunidad, Iglesia que “ha visto”, que tiene la experiencia de la Redención, que ha descubierto “esa mirada humana” que cambia la vida, que se deja iluminar, sin temor, por quien es la “luz de la vida”, la belleza de la liturgia, del canto.... todavía no se ha emborrachado nadie teorizando sobre el vino...

Todos conocemos suficientemente nuestra debilidad, nuestro pecado y -más aún- el peso del pecado del mundo en nosotros, que nos impide avanzar por el camino recto. Pero podemos hacerlo. Juan afirma de Jesús: en Él está el Espíritu de Dios. Y esto se puede decir también de nosotros: en nosotros está el Espíritu de Dios. No somos sabios, a veces tampoco buenos, o fuertes..., pero por gracia de Dios en nosotros habita su Espíritu y su fuerza nos sostiene en el camino de la vida y del bien. Dice el Papa Francisco, animándonos a vivir la evangelización: “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra... no es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la propia razón”. Podemos ser más; podemos ser luz. Que así sea con la Gracia de Dios.