26 de noviembre de 2021

"Estad, pues, despiertos..."

I DOMINGO ADVIENTO -C- Jer 33,14-16/Tes 3,12-4,2/Lc 21,25-28.34

 

Los seres humanos siempre estamos a la espera de algo. Por ejemplo, tenemos la esperanza de superar la pandemia y tener salud, mantener el trabajo o encontrarlo, obtener resultados excelentes en los estudios o proyectos, de hallar la persona amada, de alcanzar la plena realización de nuestras vidas. Desde esta perspectiva, podemos decir que «el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza» (B XVI). Pero, la virtud de la esperanza nunca debe confundirse con el optimismo humano, que es una actitud más relacionada con el estado de ánimo.

 

Benedicto XVI, en la carta encíclica Spe Salvi, propone tres "lugares" para el aprendizaje y el ejercicio de la esperanza cristiana que corre el riesgo de ser debilitada por el miedo, el fatalismo, materialismo o el consumismo exagerado, la incertidumbre del futuro. El primer "lugar" es la oración. En el diálogo íntimo y personal con Dios experimentamos la realidad y la cercanía de un Padre que escucha y nos habla. El contacto frecuente con el Señor, en la oración, reaviva y renueva nuestra esperanza porque nos acercamos con la convicción de que Dios siempre atiende nuestras súplicas y está dispuesto a ayudarnos, pues «cuando no puedo hablar con ninguno (…) siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme (…) Él puede ayudarme».

 

El segundo "lugar" es la rectitud del obrar y el sufrimiento. El dolor y los padecimientos, tanto físicos como morales, son realidades connaturales a nuestra existencia humana. Cuando las tribulaciones se aceptan, no con una vana resignación, sino con fe y esperanza encontramos un camino de maduración y purificación. Desde esta óptica, el sufrimiento adquiere un auténtico sentido sólo a la luz del misterio de Cristo y, así mismo, los padecimientos se pueden enfrentar con realismo y sin desesperación. Y, en tercer "lugar" está la reflexión constante sobre el juicio final. En este sentido, la realidad del juicio nos ayuda a ordenar la vida presente de cara al futuro, a la eternidad. La Palabra de hoy ilumina esta reflexión invitándonos a levantarnos, a no tener miedo, pues se acerca nuestra liberación y el juicio de Dios.

 

¿Cuál debe ser nuestra preocupación entonces? Lo ha dicho claramente la segunda lectura: "que el Señor os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, para que cuando vuelva acompañado de sus santos, os presentéis irreprensibles ante Dios, nuestro Padre". En esta línea, escucharemos en el prefacio, que luego proclamaremos, que el Señor glorioso que vendrá al final de los tiempos, "viene ahora a nuestro encuentro en cada persona y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino".

 

La esperanza es Jesús en persona, es su fuerza de liberar y volver a hacer nueva cada vida, de purificar y ordenar nuestras acciones hacia Dios, fuente perfecta del amor y la plenitud que puede colmar plenamente nuestros anhelos.  "Mi esperanza, decía Benedicto XVI, no soy yo, ni las cosas, es Dios". ¡Ven Señor Jesús!, Ven a nuestro corazón y al corazón del mundo. Amén

20 de noviembre de 2021

"Tú lo dices, soy rey..."

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO -B- Dn 7,13-14/Ap 1,5-8/Jn 18,33-37

 

. Pilato y Jesús representan dos concepciones contrapuestas del rey y de la realeza. Pilato no puede concebir otro rey ni otro reino que un hombre con poder absoluto como el emperador Tiberio o por lo menos con poder limitado a un territorio y a unos súbditos, como Herodes el Grande. Jesús, sin embargo, habla de un reino que no es de este mundo, que no proviene de los hombres sino de Dios. Pilato piensa en un reino que se funda sobre un poder que se impone por la fuerza del ejército, mientras que Jesús tiene en mente un reino impuesto no por la fuerza militar (en ese caso "mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos"), sino por la fuerza de la verdad y del amor. Pilato no puede concebir de ninguna manera un rey que es condenado a muerte por sus mismos súbditos sin que oponga resistencia, y Jesús está convencido y seguro de que sobre el madero de la cruz va a instaurar de modo definitivo y perfecto su misterioso reino. Para Pilato decir que alguien reina después de muerto es un contrasentido y un absurdo, para Jesús, sin embargo, está perfectamente claro que es la más verdadera realidad, porque la muerte no puede destruir el reino del espíritu.

 

. A Pilato, representante del sistema imperial de Roma, le preocupa el poder, a Jesús, un reo indefenso, la verdad. Dos concepciones diferentes del reino, que siguen presentes en la historia.  El reino de Jesús es un reino en el que se cumple lo que los profetas de siglos anteriores habían prometido de parte de Dios; goza de una gran singularidad: no es de este mundo, pero está presente en este mundo, aunque no se vea porque pertenece al reino del espíritu.  En un momento del diálogo con Pilato Jesús proclama con solemnidad: «Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz». Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad, y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos. Por eso Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos, que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios, que la defienden por obligación, aunque no crean en ella.  Se define como "testigo de la verdad" de Dios que Él encarna y nos invita a escuchar su voz para "ser de la verdad". Por eso Jesús es un rey totalmente libre y nosotros también: el mundo no tiene poder sobre él ni debería tenerlo sobre nosotros.  La paradoja consiste en que esta naturaleza se hace visible en la Pasión, allí donde somos débiles, heridos, enfermos..., es entonces cuando se manifiesta un espacio que nadie puede dañar: nuestra dignidad real que nace de la filiación divina.

 

. Jesús no es rey del espacio, sino del tiempo. El texto del Apocalipsis nos revela que Jesús, el primogénito de entre los muertos, es "alfa y omega", principio y fin, el que da sentido a la historia.  Es "el que es, el que era y el que viene"; "aquel que nos amó" y "nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre". Más aún: el que "nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre".  De esta manera, los cristianos participamos de la misión real de Jesús; somos una comunidad soberana y libre, no esclavos de nada ni de nadie; que visibiliza la realeza de Cristo no mediante el poder, el prestigio o el esplendor sino mediante la lucha por la justicia, por la reconciliación y por la paz en el mundo. Somos "testigos" de la verdad llamados a vivir el evangelio y a comunicar y compartir, no imponer, esta experiencia de vida; tampoco a controlar la fe de los demás, pero sí a contagiar el amor por la verdad con nuestra vida santa, a poner en todas partes la verdad de Jesús. No olvidemos la lección de la historia: por muy poderosos que parezcan los imperios son efímeros, caen. Por eso, ojalá que solo ante Dios nos arrodillemos. Que así sea con la Gracia de Dios.

12 de noviembre de 2021

"... mis palabras no pasarán"

. DOMINGO XXXIII T. O. -B- Dan 12,1-3/Heb 10,11-14.18/Mc 13,24

 

Cada cierto tiempo suelen surgir voces fundamentalistas pregonando catástrofes de lo más fantasiosas como señal de la proximidad del fin del mundo. Voces que activan con atractivo implacable el morbo todavía presente en amplios sectores de la sociedad. Acostumbran a escarbar en ciertas inquietudes religiosas, ancladas en lo más profundo del ser humano, sobre el cuándo y cómo del final de la historia humana. Inquietudes que suelen irrumpir sobre todo en momentos de graves crisis sociales, cuando se masca cierta tensión colectiva, cuando el virus de la excitación apocalíptica corre el riesgo de extenderse como una pandemia.

La Biblia no entiende de ciencias naturales ni históricas, no alecciona sobre el movimiento de los astros ni ayuda a leer el horóscopo del destino humano. Ahora bien, el lenguaje bíblico, como en el evangelio de hoy, se reviste de metáforas, de símbolos y de signos para introducirnos en el santuario íntimo de nuestras relaciones personales con el Dios de la alianza. Cuando el hombre sufre las pruebas y tribulaciones de la vida tiene la sensación de que el cielo se le cae encima: que "el sol se oscurece, que la luna se oculta y que las estrellas se desploman". No sólo el hombre, también el creyente ha de transitar en más de una ocasión por trances oscuros en los que el Reino de Dios sufre violencia y dolores de parto.

Mientras el hombre sea hombre seguirá preguntándose sobre su futuro. Pero ¿por qué ha de hacerlo bajo el temor y el miedo a signos catastróficos? No es ése ciertamente el horizonte motivador y esperanzador de Jesús, el horizonte del Dios de la vida. El evangelio nos remite a una lectura confiada de ese combate, personificado en las fuerzas del bien y del mal, que tiene lugar en el seno de todo discípulo de Jesús. Combate en el que el Hijo del hombre ya ha triunfado y que desciende ahora de entre las nubes para tomar posesión de su Reino. Reino al que convoca por medio de sus ángeles a todos los hijos dispersos para compartir plenamente el decisivo comienzo de la nueva humanidad.

Mientras tanto y, desde el realismo de la vida, sabemos también que mientras el mundo exista no dejarán de suceder los signos de los que habla Jesús, fruto de la locura y de la barbarie de los hombres: guerras, odio, desolación y muerte. Es la cara oscura del pecado que asola la tierra y muchas veces, sumerge a los creyentes en la duda sobre la victoria final. Es preciso velar, resistir la tentación del sueño, porque la palabra de Cristo -eso es lo cierto- no dejará de cumplirse, como las yemas de la higuera que anuncian el verano. Esta es la verdad definitiva: el cielo y la tierra pasarán, las palabras de Cristo no pasarán. Y estas palabras nos sitúan sabiamente ante la esperanza para tiempos difíciles, sembrados de pruebas a superar, pero confiados siempre en el Dios de la promesa.

 

El futuro está en manos de Dios ("Y mañana Dios dirá…", decimos en lenguaje coloquial). Sin embargo, nosotros, debemos construirlo, no desde la angustia o el miedo, sino viviendo el presente que está en nuestras manos con una actitud vigilante, positiva, esperanzadora. Para nosotros, creyentes, el final de la historia no es catástrofe sino salvación para los elegidos, el acontecimiento último de la historia de la salvación. Para eso Cristo murió en la cruz, "ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio" y ahora, junto al Padre, nos espera para darnos, cuando Él quiera, el abrazo de la comunión definitiva y perfecta, del amor. Que así sea con su Gracia.