20 de noviembre de 2019

"Hoy estarás conmigo en el paraíso"

CRISTO REY -C- 2 Sam 5, 1-13/Col 1, 12-20/Lc 23, 35-43

En la cultura del sigo I, en la cuenca del Mediterráneo por donde se expandían los primeros cristianos, el emperador o el rey era alguien poderoso, con autoridad, riquezas, temido, servido y hasta adorado por casi todos los súbditos del imperio. Jesús, el Cristo Rey es contracultural, es otro tipo de rey. El rey de los judíos, título que recibió como burla y manifestado en la cruz, es diverso, no se parece en nada a los reyes de ese mundo ni el nuestro. Esta es la imagen de Cristo rey que nos ofrece Lucas: crucificado en medio de bandidos; burlado por los jefes y soldados; abandonado por sus discípulos que se mantenían a distancia; contemplado por las mujeres y a la vista de todo el pueblo. Un final infeliz en todos los sentidos y que no tiene nada que ver con las películas en donde los buenos siempre ganan. Un rey no puede terminar así, un maestro no puede terminar así, un buen hombre no puede terminar así; «algo habrá hecho», sería uno de los argumentos para excusarse de esta triste final.

A lo largo del Evangelio de Lucas que hemos leído y celebrado en el año litúrgico que termina, había una constante: las malas compañías de Jesús. Varias veces el Evangelista remarcaba que Jesús se juntaba con prostitutas y publicanos; pecadores y marginados social y religiosamente. Durante su ministerio, Jesús siempre acogió a todos, comprendió a todos y ofreció la misericordia a aquellos que lo necesitaban y reconocían. Ahora en el desenlace de su vida lo pone ante dos malhechores (uno le reconoce como Mesías, aunque en un tono desafiante e insultante; el otro le defiende y reconoce implícitamente como rey al decirle: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino") a los que sigue acogiendo y prometiendo salvación ("Hoy estarás conmigo en el paraíso"). Vemos que Jesús no responde a las ofensas y ultrajes de los jefes, soldados o uno de los ladrones, pero ahora se digna responder y recibir en su reino al otro ladrón, al que reconoce su culpa y teme a Dios, al que se arrepiente, al que llamamos "el buen ladrón".

Recordemos las palabras de un Padre de la iglesia (San Juan Crisóstomo, De cruce et latrone, I 2s: PG 49,401ss) a propósito de esto:

"Me dirás: ¿Qué hizo de extraordinario este ladrón para merecer, después de la cruz, el paraíso? ‟. Ya te respondo:  En cuanto, en el suelo, Pedro negaba al Maestro; él, en lo alto de la cruz lo proclamaba „Señor‟ (…). El discípulo no supo aguantar la amenaza de una criada; el ladrón, ante todo un pueblo que lo circundaba, gritaba y ofendía, no se intimidó, no se detuvo en la apariencia vil de un crucificado, superó todo con los ojos de la fe, reconoció al Rey del Cielo y con ánimo inclinado ante él dijo: "Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino‟. Por favor, no subestimemos a este ladrón y no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel a quien el Señor no tuvo vergüenza de introducir, delante de todos, en el paraíso; no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel que, ante toda la creación, fue considerado digno de la convivencia y la felicidad celestial. Pero reflexionemos atentamente, sobre todo, para que podamos percibir el poder de la cruz"

El rey que nos propone el Evangelista salva hoy, no mañana ni pasado. Celebrar la solemnidad hoy es una clara invitación a proponer el Evangelio de Jesús a todas las personas; un Evangelio vivido por una iglesia en salida, "que prefiere accidentarse en vez de estar enferma o bien conservada" (Francisco). Si Cristo es el rey del universo, antes prefiere serlo de cada uno de nosotros; su trono quiere ser nuestro corazón, si lo dejamos, si le permitimos que nos salve de nuestros egoísmos, maldades… si le decimos: "Jesús, acuérdate de mí".

Y seamos también capaces de dar gracias a Dios Padre que nos hecho capaces de compartir el Reino de Jesucristo, un reino de amor y misericordia; un reino que busca justicia y paz; un reino donde el más importante es el que sirve, el que se hace pequeño y servidor de sus hermanos y hermanas; un reino que acoge a todas las personas que aceptan con sinceridad el Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

16 de noviembre de 2019

"Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas"

XXXIII TO-C- Mal 3, 19-20 (4,1-2) / 2Tes 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

El género apocalíptico está presente en los textos de este domingo.  Apocalipsis significa revelación: se trata de un desvelar los sucesos que acontecerán en el futuro, al final de los tiempos.  Se proyectan las realidades que hacen daño al ser humano y ponen en peligro su existencia, y la del mundo, potenciándolas hacia el futuro. Por esta razón, la cuestión sobre cuándo sucederá y cuál señal anunciará la destrucción del Templo de Jerusalén es respondida con el anuncio de guerras, terremotos, epidemias y hambre. Sin embargo, el texto evangélico que hemos escuchado no es utilizado como medio para atemorizar a nadie, como ninguna apocalíptica bíblica; ante el anuncio del fin siempre sobresale en las Escrituras el tema de las promesas de Dios, de la esperanza.

Inevitablemente lo finito tendrá un final, no obstante, Dios propone al ser humano su plan. Por lo cual, Jesús dirige a sus discípulos unas palabras sobre el desenlace final de la vida de los que han decido seguirle. Sean cuales fuere las situaciones adversas, tanto las propias de la inmanencia del mundo como las que vienen anejas al seguimiento de Jesucristo, todas son ocasión para dar testimonio. Vivir la vida acogiendo su causa conllevará también acoger su destino. Por esto, si bien habrá persecuciones, cárcel, traiciones y muerte, la promesa de la salvación es más real. Esta promesa despierta la confianza de los discípulos, incluso ante la posibilidad de desastres naturales o la probabilidad de sufrimientos por la causa del Reino. Jesús promete que “con nuestra perseverancia salvaremos nuestras almas”.

Jesús insinúa en sus palabras del Evangelio, la caducidad de las cosas de este mundo que pasa, incluso de aquellas que consideramos más sagradas, como era entonces el caso del templo de Jerusalén. Sólo hay algo que permanece siempre: la verdad; ésta es inseparable del amor. Las palabras de Jesús no pasan. Ellas son verdad, y son la expresión del amor más fuerte que la muerte. Cuando todo se hunde, solo la verdad y el amor permanecen. Sin embargo, con frecuencia ponemos toda nuestra energía en apropiarnos de lo perecedero. Nos equivocamos en la valoración de la realidad. Jesús nos invita a poner el corazón en lo importante, en lo que no pasa, en lo eterno, en Dios. Lejos de desentendernos de las cosas de nuestro mundo, las valoramos justamente cuando las ponemos al servicio del reino de Dios; sólo así estarán de verdad al servicio de la humanidad.

Jesús recomienda: “Que nadie os engañe”. Él no huyó nunca de la vida y de sus dificultades. Incluso en los momentos más críticos y decisivos se mantuvo fiel: “Padre no se haga mui voluntad sino la tuya”.  Y el libro del Apocalipsis se refiera a Jesús como “el testigo fiel”. Por eso la pregunta: “¿cómo esperar el fin?”.  Si actuamos confiados en la promesa de Dios, que ante la inminencia de un fin terrenal existe un futuro salvífico, tanto la paz como la tranquilidad han de embargar nuestro interior. También el profeta Malaquías en la primera lectura habla de este final: “pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

Pero, cuidado con confundir tranquilidad con no hacer nada, denuncia que expresa la segunda lectura, debido a que, en la comunidad de Tesalónica, ante la inminencia del fin su decisión fue la de “sentarse a esperar”. La espera confiada en las promesas de Dios no excluye el compromiso cristiano, todo lo contrario, lo potencia. Es la seguridad que tenemos no sólo en el final prometido sino en el camino propuesto: el seguimiento del Señor. Que todo sea ocasión para dar testimonio de nuestra opción acogiendo la causa del Señor, testimonio de santidad que es el más convincente. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de noviembre de 2019

"... porque para Él todos están vivos"

DOMINGO XXXII TO -C-  2Mac 7,1-2.9-14/Tes 2,16-3,5/Lc 20,27-38

 

Quizás, el problema que el ser humano tiene, que tenemos,  no sea su muerte, sino la  vida, el modo de afrontarla, de vivirla. La propia y la ajena. El reto está en vivir, en hacerlo cada día con esperanza e ilusión, desde la entrega y el amor, gozando de este regalo único que se nos ha dado. Compartiéndola con otros, cuidando vidas que también nos pertenecen, haciéndonos responsables, maduros, solidarios. Protegiendo la vida, acogiéndola… En Jesús de Nazaret tenemos no sólo el modelo del hombre que experimentó la resurrección final, sino de aquel que hizo de su existencia una vida con sentido y plenitud. Es verdad, que la muerte nos enfrenta a una experiencia real, que requiere madurez humana y evangélica para ser abordada, y también para interpretarla. A la luz de la Palabra, de la escucha del  Dios que nos ama, la respuesta que se nos pide es de confianza. La doctrina de la Iglesia en este aspecto no entra en detalles de ningún tipo: es madura, vuelve a lo esencial y básico. Al final, más allá de imágenes, se pide una respuesta de fe. Jesús no da respuestas casuísticas como le piden en el evangelio. No es Dios de muertos sino de vivos.

 

Desde esta convicción, vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará Sucedió en el s. II a.C. El episodio del martirio de toda una familia judía piadosa nos lleva a tomar conciencia de cómo se sigue repitiendo este hecho. A pesar de los siglos trascurridos ha sido una constante en la Historia. El testimonio de los mártires nos invita a superar la instintiva fijación en los medios, en el dolor, en la situación injusta. Lo que verdaderamente es una provocación es el sentido que ellos le dan a su muerte, aceptada en todos los casos. Se puede morir por accidente, por enfermedad o de forma trágica. Pero también se puede morir entregando la vida por un bien mayor. Y esto, siempre, cuestiona. Quizás la vida tenga más valor que “pasarla”. Quizás valga más el sentido que le damos a la existencia, que el cuerpo que nos contiene, las relaciones o influencias sociales que nos mueven, o la Historia y sus vaivenes. Esto es lo que realmente merece ser pensado: ¿Qué vale más que la vida? ¿Por qué o por quien soy capaz de ponerla en juego?

 

Muerte y vida están estrechamente ligadas. Dicen que se muere como se vive, no puede ser de otra forma. Y el final no se improvisa: podemos vivir con sentido, de acuerdo a un proyecto que elegimos y que nos marca. Cuando todo está ordenado así, cuando los golpes no desencajan ese horizonte vital deseado, entonces la muerte es más que un trágico final, impredecible y cruel. Puede convertirse en la guinda que corona una vida, el silencio final que hace comprender toda la partitura que ha estado sonando. No es la frustración de un proyecto, sino su culminación final. Eso no significa que deje de ser una experiencia de dolor, y que en ocasiones nos “rompe” interiormente… Es una realidad que forma parte de nuestra antropología, de la condición humana. Porque hemos dado sentido a la vida, nuestra muerte tiene también una palabra que decir cuando llega el silencio final… 

 

Lo que en el fondo la muerte pone en juego, lo que realmente nos cuestiona es lo que pasa con el amor. Las realidades contingentes sabemos que caducan, pero, ¿y lo que hay en nosotros de inmortal? Sí, la muerte toca a nuestra capacidad de amor, eso que intuimos que no se puede terminar;  ofrece una respuesta a nuestro amor desde el amor. Porque al final, después de la última puerta, cuando todo parece oscuro, la fe nos dice que nos recibe el que es Amor, Dios mismo.  “Morir solo es morir”, “es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba” “tener la paz, la luz, la casa juntas”, como escribió Martín Descalzo afrontando su final.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

2 de noviembre de 2019

"... Señor, amigo de la vida"

DOMINGO XXXI TO -C- Sb 11, 23-12, 2/2 Ts 1, 11-2, 2/Lc 19, 1-10

 

El texto del libro de la Sabiduría es hermoso y consolador: Dios no solo es el “creador” en el sentido de ser el origen de todo y de todos. Dios es el que “mantiene”, “sostiene”, “sustenta” la vida. Es, ¡qué hermosa expresión!, “amigo” de la vida. Sabemos que ante el Señor no somos más que un grano de arena en la balanza, una gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra; conocemos por propia experiencia nuestra debilidad y nuestro pecado, nuestro efímero pasar por la existencia. Pero también sabemos, porque la Palabra de Dios así nos lo dice, que el Señor se compadece de todos, a todos perdona y “corrige poco a poco” y a todos amos, porque somos suyos y Él no “odia” nada de lo que ha hecho.  Cada ser humano, aunque pueda parecer despreciable lleva, en palabras del libro de la Sabiduría, “el soplo incorruptible” del Dios vivo, cuya   omnipotencia le inclina a la compasión; es capaz de acoger a Dos cuando se siente amado, perdonado, incluso cuando no tiene nada que ofrecerle o se sienta solo un pobre pecador.

 

Un magnífico ejemplo de esta pedagogía divina la encontramos en el evangelio de hoy.  Hay veces en que no vivimos una vida sana, hemos dejado perder nuestra vida. Jesús, se nos acerca con una mirada compasiva, sin agobiar, sin querer arrasar sino con unas entrañas verdaderamente de misericordia; en un gesto provocador, se invita a sí mismo, manifestando que su misión es: “salvar lo perdido”. Deja a la multitud de admiradores que lo reciben en Jericó y va a casa de un pecador despreciado.  Y Zaqueo “bajó en seguida y lo recibió muy contento”. Cuando se dejó encontrar por Dios, cambió toda su vida. Hasta entonces su casa, su existencia, había estado llena de egoísmo e intereses materiales; desde que Dios entró en su corazón... todo cambió, todo se dejó iluminar por una luz nueva: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. El encuentro con Jesús es pacificador y transformador: Zaqueo recupera su dignidad de hijo de Dios y cambia su vida: su mirada está ahora puesta en el prójimo... Ha experimentado el amor misericordioso e incondicional de Dios y esto le llena de alegría y le da una nueva visión de las cosas. 

 

No caigamos en la tentación de pensar que Dios nos ha abandonado o que, por las razones que sean, hemos dejado de ser “dignos de su amor y de su perdón”. Sé que no es fácil “mantener la confianza inquebrantable en su amistad” pero no debemos caminar tristes y sin esperanza por la vida. Hoy nos dice Jesús, “voy a hospedarme en tu casa”- “quiero entrar en lo más íntimo de tu vida” (no nos dice en primer lugar: “Eres un pecador, un ladrón, un adúltero...”). No cerrar las puertas a estas palabras de Jesús, nos llevará a transformar nuestras actitudes. No tengamos miedo, demos el primer paso: dejémonos encontrar por Dios y toda nuestra vida cambiará. Porque también nosotros somos hijos de Abrahán. Y el Hijo del hombre ha venido a salvarnos, a liberarnos del temor, a darnos vida, a “hospedarse, si le dejamos, en nuestra casa”.

 

Es verdad que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia forma de ser. Pero todos y cada uno, nos recuerda Pablo, desde nuestra debilidad, estamos llamados a desarrollar nuestra vocación, cumpliendo “los mejores deseos y la tarea de la fe, para que así nuestro Señor sea glorificado en nosotros y nosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo”.  Tenemos que ofrecer al mundo el rostro compasivo, alegre, cercano al hermano, sea quien sea. Pidamos a Dios que nos haga dignos de nuestra vocación y nos ayude a cumplir la tarea de la fe. Nuestras vidas han de ser la Gloria de Dios.  Que así sea con su Gracia.

 

Todos los Santos

TODOS LOS SANTOS -  Ap 7, 2-4.9-14 ; 1Jn 3, 1-3 ; Mt 5, 1-12a -

La santidad es una llamada para todos nosotros, todos los que hemos sido bautizados tenemos que aspirar esa meta tan alta y tan hermosa, la comunión total con nuestro Señor. Esa que S. Pablo describía diciendo: "ya no soy yo quien vive, sino Cristo vive en mi", abrazado en perfecta unión con su voluntad. El Papa Emérito recordaba: «El cristiano, ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente”.

 

A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más, podríamos decir, de cada hombre! Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios (San Juan), en esa “semejanza” a Él, según la cual, hemos sido creados.  Todos los seres humanos somos hijos de Dios, y todos tenemos que llegar a ser, a vivir lo que somos, a través del camino exigente de la libertad.

 

A veces creemos que para ser santos tenemos que ser perfectos y que es una realidad inalcanzable con todas nuestras flaquezas y defectos, pero, de nuevo el Papa Benedicto nos recuerda: «"Los santos no son personas que nunca han cometido errores o pecados, sino quienes se arrepienten y se reconcilian. Por tanto, también entre los santos se dan contrastes, discordias, controversias...Son hombres como nosotros, con problemas complicados... La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón". "Y todos podemos aprender este camino de santidad".»

 

La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, si bien sigue caminos diferentes, siempre pasa por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Las biografías de los santos describen a hombres y mujeres que, siendo dóciles a los designios divinos, afrontaron en ocasiones pruebas y sufrimientos inenarrables, persecuciones y martirios. El ejemplo de los santos es para nosotros un aliento a seguir los mismos pasos y a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, pues la única causa de tristeza y de infelicidad para el hombre se debe al hecho de vivir lejos de Él. El camino que conduce a la santidad es presentado por el camino de las Bienaventuranzas. En la medida en que acogemos la propuesta de Cristo y le seguimos -cada uno en sus circunstancias- también nosotros podemos participar en la bienaventuranza del cielo.

 

Perseverar en la santidad es mantenerse en comunión con Cristo quien salva y da vida eterna. Es sentirse fascinados por la belleza de Dios, por la verdad revelada en Cristo, por su mensaje de amor y estar dispuestos, por esa belleza y esa verdad, a renunciar a todo, también a uno mismo. Le es suficiente el amor de Dios que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo. Es vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia.  Para ser Santos no hay que hacer cosas extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales, sólo hay que hacer las cosas ordinarias con un extraordinario amor, como decía la Madre Teresa de Calcuta. Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, esto es santidad: “Luces amables en medio de la oscuridad del mundo” (Francisco).