29 de junio de 2019

"Para la libertad nos ha liberado Cristo"

XIII TO –C- 1 Re 19, 16b.19-21 / Gal 5, 1.13-18 / Lc 9, 51-62

 

Cristo fue libre y radical en su vida y en la expresión de sus creencias. Fue libre para oponerse a las autoridades religiosas y civiles de su tiempo; fue libre para acoger a pecadores y a personas marginadas por la sociedad de su tiempo; fue libre para tratar y relacionarse con las mujeres; fue libre para interpretar y practicar muchas normas y ritos de la ley mosaica; fue libre ante sus padres y parientes; fue libre...  Y que fue radical en su vida y en la expresión de sus opiniones y creencias también resulta evidente: recordamos el evangelio: deja que los muertos entierren a sus muertos; el que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de los cielos. Seguramente que los fariseos que hablaron y trataron a Jesús no tenían la más mínima duda sobre la libertad y la radicalidad de Jesús de Nazaret. En su seguimiento los cristianos, los deberemos ser igualmente libres y radicales.

La palabra libertad la usamos con muchos significados; si hablamos no de la libertad en sentido general, sino de la libertad cristiana, parece aún más evidente que la palabra “libertad” debe entenderse en el sentido en el que Cristo la predicó y la usó. Es el sentido en el que la usa Pablo en el texto de la carta a los Gálatas, “Carta Magna” de la libertad cristiana. La primera frase que hoy leemos es para ponerla en un marco y meditarla todos los días: para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Y, para que quede claro el sentido que él da a la palabra libertad, añade: vuestra vocación es la libertad... sed esclavos unos de otros por amor. Es difícil decirlo más claro y mejor con menos palabras: libertad con amor, sí; libertad sin amor, no. Por supuesto, que San Agustín dijo esto mismo de muchas formas y en muchas ocasiones. Si amas, en sentido cristiano, se entiende, haz lo que quieras, porque no puedes desear nunca hacer algo malo a la persona que amas. La libertad con amor nos lleva al servicio y a la veneración del prójimo. La libertad sin amor siembra siempre discordias y hace imposible una buena convivencia. La libertad asume positivamente las normas en cuanto son la garantía de la libertad y el respeto de todos y, además, va unida a la responsabilidad que es la capacidad de responder de aquello que hemos hecho o dejado de hacer...

 

La libertad cristiana, por tanto, no es ni mucho menos albedrío; es seguimiento de Cristo en el don de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió la cumbre de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: «Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!», él demostró su libertad de Hijo quedándose precisamente en ese patíbulo para cumplir hasta el final con la voluntad misericordiosa del Padre. Esta experiencia la han compartido otros muchos testigos de la verdad: hombres y mujeres que han demostrado ser libres incluso en la celda de una cárcel o bajo las amenazas de la tortura. «La verdad os hará libres». Quien pertenece a la verdad nunca será esclavo de ningún poder, sino que sabrá siempre hacerse libremente siervo de los hermanos.

 

La radicalidad es necesaria, porque se trata de ser fieles a la raíz de la que hemos brotado y crecido. Nuestra raíz es Cristo y ser radical es ser fiel a Cristo. El radicalismo, en cambio, se refiere, a una actitud intransigente, fundamentalista y muchas veces violenta y agresiva, ante creencias o actitudes distintas de las nuestras. Ya sé que en épocas anteriores los cristianos hemos pecado de radicalismo e intransigencia ante creencias y actitudes personales y públicas que contradecían nuestras propias creencias religiosas. De ello se ha pedido y hay que pedir perdón sin miedo ni temor. En la sociedad en la que hoy vivimos debemos predicar y vivir nuestra fe con radicalidad, pero no con radicalismo. Respetamos y amamos cristianamente a todas las personas y el amor cristiano nos impide actuar con radicalismo e intransigencia. No queremos que baje fuego del cielo para acabar con nuestros enemigos. Porque, volviendo a San Pablo, sabemos que, si nos mordemos y devoramos unos a otros, terminaremos por destruirnos mutuamente. El camino es proponer, denunciar, vivir... sin desánimo, poniendo toda la existencia, como Eliseo y los grandes profetas, a disposición de Dios. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

22 de junio de 2019

"Dadles vosotros de comer..."

CORPUS CHRISTI- Gn 14, 18-20/1 Cor 11, 23-26/Lc 9, 11-17

 

La Iglesia celebra la eucaristía, lo hemos escuchado en la segunda lectura, según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecerlos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”. Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.

Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para cada uno de nosotros pan de vida y bebida de salvación; memoria de una encarnación, de un Dios buen samaritano de hombres y mujeres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas; memoria de un nacimiento en humildad y pobreza; memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad.  Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios, de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Memoria que mantenemos viva en nuestro corazón, familias, escuela.

 

Para el cristiano, la Eucaristía es, más que una obligación, una necesidad. En ella celebramos la fe, acogemos el don que se nos ofrece y no nos reservamos para nosotros solos la Gracia. Con espíritu abierto invitamos a todos a saborear el pan y a vivir la Presencia de Dios entre nosotros, único que sacia el hambre de verdad y la sed de plenitud que habita en el corazón del hombre.  Ante la actitud de los apóstoles (“Despide a la gente; que vayan a las aldeas a buscar alojamiento y comida”) Jesús responde: “Dadles vosotros de comer”. Ellos hacen cálculos y las cuentas no salen (“No tenemos más que cinco panes y dos peces”). Jesús después de bendecir “lo que tienen” parte, divide y reparte entre todos. Es todo un signo para que aprendamos a realizar el milagro de compartir: “Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”.

 

Y es que, el gran milagro es “compartir” los dones que Dios nos ha dado. El milagro de la multiplicación de los panes está en los cuatro evangelistas. El número de cinco panes y dos peces (5 + 2 = 7) significa la plenitud del don de Dios. Y las «doce canastas» de sobras están significando la superabundancia de los dones de Dios. El número 5.000 representa simbólicamente una gran muchedumbre. Los apóstoles, acomodando a las gentes, repartiendo el pan y recogiendo las sobras, hacen referencia a la Iglesia, dispensadora del pan de los pobres y del pan de la Palabra y la Eucaristía.

 

En este milagro de la multiplicación de los panes se ven como diseñadas las tareas pastorales de la Iglesia: predicar la palabra, repartir el pan eucarístico y servir el pan a los pobres. Unos a otros “nos damos de comer”: padres, profesores, alumnos, sacerdotes… voluntarios, Cáritas… Y no nos reservemos para nosotros la gracia recibida. Son doce los cestos sobrantes, somos nosotros ahora los discípulos de Jesús, invitemos a todos a saborear y a vivir el gran don de la presencia de Dios entre nosotros. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de junio de 2019

Pentecostés

VIGILIA 2019.  Pentecostés- Gn 11, 1-9, Rom 8, 22-27; Jn 7, 37-39

 

La palabra sincera, honesta… es un instrumento de unión, nos humaniza, facilita en entendimiento, construye fraternidad. Por ello, deberíamos cuidar su buen uso en las conversaciones, diálogos, debates, conferencias, en los medios, redes sociales... En nuestros días somos conscientes que en muchos casos se devalúa la palabra y su significado, se abusa de ella, se usa superficialmente, se manipula (mentiras, fake news) incluso se “desprecia” su buen uso… y olvidamos que, si no nos entendemos hablando, dialogando ¿cómo podremos entendernos, vivir juntos, conocernos?...

La Biblia nos habla hoy de la confusión de lenguas en Babel que llevó a la dispersión y a la división entre los pueblos y, al mismo tiempo, nos habla también de la fuerza del espíritu, de Pentecostés, como experiencia de unidad y entendimiento aun en la diversidad de lenguas y de pueblos. Los Hechos hablan que, tras la venida del Espíritu todos oían las maravillas de Dios en sus propias lenguas. Cuando los hombres, por sí solos y confiando solo en ellos y en sus propias fuerzas, intentan conquistar el cielo acaban en la confusión, la manipulación, el engaño. Las ideologías y los grandes totalitarismos de la historia son un buen ejemplo de ello.  Cuando los hombres, asumiendo su realidad diversa y mortal se abren dócilmente a la sorprendente gracia de Dios pueden construir la fraternidad desde el diálogo, el respeto, la diversidad. Cuando recibimos el mismo Espíritu, nos entendemos, aunque hablemos diferentes idiomas. 

Los cristianos somos portadores de una Palabra, un mensaje que debemos anunciar a todo el mundo, pero, con frecuencia, cada vez con más frecuencia en occidente, advertimos que pocos nos escuchan, nos entienden o que, quizás, no conseguimos hacernos entender… A los apóstoles, en esta fiesta, mediante el signo de las lenguas de fuego se les concedió el don de “reforzar la propia debilidad” (Pablo) para tener el valor de hablar y confesar en público que Jesús es el Señor. Porque "nadie puede decir que Jesús es el Señor a no ser por el Espíritu Santo".

 

Ahora bien, un modo nuevo de hablar no tiene sentido si no es expresión de una vida nueva. Por ello, la comunicación es, en el fondo, no solo una cuestión de “palabras” sino de vida, de fe, de obras. Una palabra que no vaya acompañada de obras, de gestos concretos de cercanía, de comprensión, de perdón, de ayuda… es como una fe que está muerta porque no se expresa en obras de amor y, por lo tanto, no solo no puede decir nada al mundo, sino que creará más confusión a la que ya existe y no contribuirá a la convivencia y entendimiento entre los hombres. Jesús “sacia nuestra sed” más profunda, como nos recuerda el evangelio; ha sido enviado para que los hombres tengamos vida, y la tengamos en abundancia. No es solo una prolongación de la vida mortal, sino la vida eterna, que no es sólo "vivir para siempre" sino vivir con el gozo infinito de quienes son hijos Dios...  vivir en intimidad y familiaridad con Dios ... Jesús tiene esa vida, y ha venido a dárnosla a raudales, en abundancia tal que salte en nuestros corazones como torrentes de agua viva... Y esto debemos vivirlo, experimentarlo, comunicarlo sin miedo en nuestro mundo.

 

Pentecostés no es un hecho del pasado, no es una simple página de la historia. La Iglesia vive "en estado de Pentecostés", porque Jesús sigue entregando el Espíritu a su Iglesia, y la fuerza de este Espíritu, nos hace experimentar la presencia y el amor Dios, ser verdaderos "testigos", hablar de lo que hemos "visto y oído",  no de cosas aprendidas en los libros. Es ese Espíritu el que nos abre a una comunicación nueva y más profunda con Dios, con nosotros mismos y con los demás. . Es ese Espíritu el que nos invade con una alegría secreta, dándonos una trasparencia interior, una confianza en nosotros mismos y una amistad nueva con las cosas. Es ese Espíritu el que nos libra del vacío interior y la difícil soledad, devolviéndonos la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amados. Es ese Espíritu el que nos enseña a estar atentos a todo lo bueno y sencillo…  el que nos hace renacer cada día y nos permite un nuevo comienzo a pesar del desgaste, el pecado y el deterioro del vivir diario. Este Espíritu es la vida misma de Dios que se nos ofrece como don que acogemos con sencillez de corazón…