19 de octubre de 2019

"Cuando venga en Hijo del Hombre ¿encontrará fe en la tierra?"

XXIX TO -C- Ex 17, 8-13 / 2 Tim 3, 14-4, 2 / Lc 18, 1-8

 

Objetico de la parábola: “Enseñarles que hay que orar siempre” y dos personajes extremos: un juez “que no teme a Dios”, corrupto y una mujer, viuda, indefensa sin protección ni jurídica ni económica. El razonamiento es sencillo: si hasta el juez sin escrúpulos oye a quien nada cuenta ni importa en la sociedad cuánto más Dios nos atenderá a nosotros, que somos sus hijos.  La primera lectura, presentado a Moisés, como modelo de oración de intercesión, refuerza la necesidad de la oración que siempre será eficaz, aunque la acción de Dios no sea inmediata.

 

Escribe San Agustín "la fe es la fuente de la oración, no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua". Es decir, quien pide es porque cree y confía. Pero, al mismo tiempo la oración alimenta nuestra fe, por eso le pedimos a Dios que "ayude nuestra incredulidad".   La oración nace de la fe y alimenta la fe, por ello, es tan necesario recuperar la oración personal, familiar, comunitaria... para mantener la llama encendida y seguir creyendo y experimentando que “Todo es posible para el que cree”. Nos dice san Pablo que la Palabra, recibida de Dios y leída con fe, nos educa en la virtud y nos capacita para buscar y obrar el bien, orienta nuestras opciones en la vida.

 

San Agustín escribía: “En lo esencial unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad”. La cuestión está en discernir, guiados por la luz de la fe y animados por la oración qué es lo esencial y qué es lo dudoso. De hecho, muchas veces se confunden fines con medios o bien por poner como fines ídolos vacíos o bien por convertir los medios, que son eso, medios, en fines, absolutizando lo que, por su propia naturaleza es relativo. Para los cristianos lo esencial es la comunión con Jesús, “la piedra que rechazaron los arquitectos es ahora la piedra angular”, como dice el Salmo 118, y con los hermanos: “Amaos como yo os he amado”). Sólo así, teniendo como fundamente la fe en Nuestro Señor podremos construir sobre bases sólidas nuestra fraternidad y convivencia, prosperaremos en el bien de todos y en el propio.

 

Pero, las cosas nunca son fáciles. De hecho, remueven las entrañas las palabras conclusivas de Jesús: “Cuando vuelva el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?”. Sin duda no está pensando en la fe como adhesión a una doctrina sino como aliento de vida, de perseverancia, de oración, de coraje para reclamar justicia a los corruptos. “¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”.  Este es el punto: Miramos a nuestro alrededor y encontramos indiferencia, violencia, gente que ha perdido el norte, cualquier orientación nacida no solo de la fe, también de la moral… …  sí, pero también hombres y mujeres de profunda fe, convicciones, lucha honesta y pacífica. Pues de estos debemos ser y a estos debemos seguir…  aquellos que viven los valores, especialmente del saber compartir, de la solidaridad, de ser productivos, de la cultura y de la religión.

 

La misión del cristiano se hace concreta cimentada en la fe:  animarse y animar a seguir el camino de Jesús; superar enfrentamientos y divisiones; el sufrimiento hasta donde se pueda; la insolidaridad… Fe que ilumine todo un proyecto salvador y que implante la justicia divina en favor de las súplicas de los urgidos y necesitados y que destierre esas otras “justicias cansinas” que lo único que hacen es prolongar el sufrimiento y la desesperación de los mismos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

Mensaje del Papa-Domund 2019: “Bautizados y enviados”:

La Iglesia está en misión en el mundo: la fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5,3; Mt 28,19; Hch 1,8; Rm 10,18). Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada, esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad (cf. 2 Co 5,14-21). Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar (cf. Carta apost.  Maximum illud).

 

2 de octubre de 2019

"Señor auméntanos la fe"

DOMINGO XXVII TO -C- Habacuc 1,2-3,2,2-4/2 Tim 1,6-8.13-14/Lc 17,5-10

 

Dice el dicho japonés: “el camino es según el compañero”. El camino supuestamente más cómodo por las mejores autopistas y con el mejor de los coches, puede ser incómodo, desagradable y aburrido si lo es el compañero que va con nosotros. Y el camino de montaña, sembrado de piedras y raíces, empinado entre riscos, puede convertirse en el recuerdo más maravilloso de nuestra vida según la mano del compañero en el que nos apoyamos y confiamos. Esto es lo que nos da la fe. No nos da un camino privilegiado y cómodo.  Nos da un compañero que nos enseña desde el comienzo cuál y cómo va a ser el camino.  Un compañero que se define a Sí mismo como Pastor que camina delante por senderos de montaña, Pastor cuya mano fuerte está siempre al alcance de la nuestra por si resbalamos en el camino, que conoce bien sus caminos, aunque a nosotros no nos lo parezca.

 

La fe es un don de Dios que nos permite descubrir su presencia en el vivir de cada día, en nuestra historia. Es la respuesta libre a la iniciativa de Dios que se revela y manifiesta. No nos hemos dado la fe a nosotros mismos, como no nos hemos dado la vida. Es un don que hemos recibido de otro y que tenemos la responsabilidad de transmitir a otros. Es un acto personal ciertamente pero no es un acto aislado. Debemos vivirla con los demás. Por ello, pedir hoy el don de la fe es pedirle a Dios que nos ayude a reconocerlo en nuestras vidas, en nuestra historia y poder así vivir su presencia y su palabra con mayor plenitud; que nos ayude para poder entender los acontecimientos de nuestra vida, del mundo, para que podamos orar con esperanza por la paz y la justicia, para que no cesemos de hacer presente su amor y su perdón con nuestro testimonio.

 

Fe y vida o se sostienen juntas o juntas se derrumban. Una fe basada en una humildad profunda (reconocimiento de la propia pequeñez frente a Dios: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”); en una fe esperanzada en la intervención de Dios que no disminuye frente a las tribulaciones y sufrimientos; que actúa con justicia y para bien de los que ama y una fe testimoniada porque es don, pero también tarea y responsabilidad. La fe hace milagros: pequeños si es poca la fe; grandes si el creyente se hace tan pequeño y confiado que manifiesta la gloria y la fuerza de Dios.

 

Precisamente el Papa Francisco nos recuerda en el mensaje para este mes de octubre, mes misionero extraordinario que somos “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo. La celebración de este mes nos ayudará en primer lugar a volver a encontrar el sentido misionero de nuestra adhesión de fe a Jesucristo, fe que hemos recibido gratuitamente como un don en el bautismo. Nuestra pertenencia filial a Dios no es un acto individual sino eclesial: la comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es fuente de una vida nueva junto a tantos otros hermanos y hermanas. Y esta vida divina no es un producto para vender —nosotros no hacemos proselitismo— sino una riqueza para dar, para comunicar, para anunciar; este es el sentido de la misión. Gratuitamente hemos recibido este don y gratuitamente lo compartimos (cf. Mt 10,8), sin excluir a nadie. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y a la experiencia de su misericordia, por medio de la Iglesia, sacramento universal de salvación (cf. 1 Tm 2,4; 3,15; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 48).

Son muy hermosas las palabras de Pablo a Timoteo en la segunda lectura.   Reaviva el don que recibiste, no te avergüences de dar testimonio, toma parte en los duros trabajos del evangelio, vive con fe y amor en Cristo Jesús… porque Dios nos ha dado un espíritu de energía, amor y buen juicio. Y mantén siempre la humildad (“Señor aumenta mi fe”) y la confianza total (“He hecho lo que tenía que hacer”). Todo por amor y con amor al Señor en los hermanos. Que así sea con la Gracia de Dios.