8 de noviembre de 2019

"... porque para Él todos están vivos"

DOMINGO XXXII TO -C-  2Mac 7,1-2.9-14/Tes 2,16-3,5/Lc 20,27-38

 

Quizás, el problema que el ser humano tiene, que tenemos,  no sea su muerte, sino la  vida, el modo de afrontarla, de vivirla. La propia y la ajena. El reto está en vivir, en hacerlo cada día con esperanza e ilusión, desde la entrega y el amor, gozando de este regalo único que se nos ha dado. Compartiéndola con otros, cuidando vidas que también nos pertenecen, haciéndonos responsables, maduros, solidarios. Protegiendo la vida, acogiéndola… En Jesús de Nazaret tenemos no sólo el modelo del hombre que experimentó la resurrección final, sino de aquel que hizo de su existencia una vida con sentido y plenitud. Es verdad, que la muerte nos enfrenta a una experiencia real, que requiere madurez humana y evangélica para ser abordada, y también para interpretarla. A la luz de la Palabra, de la escucha del  Dios que nos ama, la respuesta que se nos pide es de confianza. La doctrina de la Iglesia en este aspecto no entra en detalles de ningún tipo: es madura, vuelve a lo esencial y básico. Al final, más allá de imágenes, se pide una respuesta de fe. Jesús no da respuestas casuísticas como le piden en el evangelio. No es Dios de muertos sino de vivos.

 

Desde esta convicción, vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará Sucedió en el s. II a.C. El episodio del martirio de toda una familia judía piadosa nos lleva a tomar conciencia de cómo se sigue repitiendo este hecho. A pesar de los siglos trascurridos ha sido una constante en la Historia. El testimonio de los mártires nos invita a superar la instintiva fijación en los medios, en el dolor, en la situación injusta. Lo que verdaderamente es una provocación es el sentido que ellos le dan a su muerte, aceptada en todos los casos. Se puede morir por accidente, por enfermedad o de forma trágica. Pero también se puede morir entregando la vida por un bien mayor. Y esto, siempre, cuestiona. Quizás la vida tenga más valor que “pasarla”. Quizás valga más el sentido que le damos a la existencia, que el cuerpo que nos contiene, las relaciones o influencias sociales que nos mueven, o la Historia y sus vaivenes. Esto es lo que realmente merece ser pensado: ¿Qué vale más que la vida? ¿Por qué o por quien soy capaz de ponerla en juego?

 

Muerte y vida están estrechamente ligadas. Dicen que se muere como se vive, no puede ser de otra forma. Y el final no se improvisa: podemos vivir con sentido, de acuerdo a un proyecto que elegimos y que nos marca. Cuando todo está ordenado así, cuando los golpes no desencajan ese horizonte vital deseado, entonces la muerte es más que un trágico final, impredecible y cruel. Puede convertirse en la guinda que corona una vida, el silencio final que hace comprender toda la partitura que ha estado sonando. No es la frustración de un proyecto, sino su culminación final. Eso no significa que deje de ser una experiencia de dolor, y que en ocasiones nos “rompe” interiormente… Es una realidad que forma parte de nuestra antropología, de la condición humana. Porque hemos dado sentido a la vida, nuestra muerte tiene también una palabra que decir cuando llega el silencio final… 

 

Lo que en el fondo la muerte pone en juego, lo que realmente nos cuestiona es lo que pasa con el amor. Las realidades contingentes sabemos que caducan, pero, ¿y lo que hay en nosotros de inmortal? Sí, la muerte toca a nuestra capacidad de amor, eso que intuimos que no se puede terminar;  ofrece una respuesta a nuestro amor desde el amor. Porque al final, después de la última puerta, cuando todo parece oscuro, la fe nos dice que nos recibe el que es Amor, Dios mismo.  “Morir solo es morir”, “es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba” “tener la paz, la luz, la casa juntas”, como escribió Martín Descalzo afrontando su final.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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