16 de noviembre de 2019

"Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas"

XXXIII TO-C- Mal 3, 19-20 (4,1-2) / 2Tes 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

El género apocalíptico está presente en los textos de este domingo.  Apocalipsis significa revelación: se trata de un desvelar los sucesos que acontecerán en el futuro, al final de los tiempos.  Se proyectan las realidades que hacen daño al ser humano y ponen en peligro su existencia, y la del mundo, potenciándolas hacia el futuro. Por esta razón, la cuestión sobre cuándo sucederá y cuál señal anunciará la destrucción del Templo de Jerusalén es respondida con el anuncio de guerras, terremotos, epidemias y hambre. Sin embargo, el texto evangélico que hemos escuchado no es utilizado como medio para atemorizar a nadie, como ninguna apocalíptica bíblica; ante el anuncio del fin siempre sobresale en las Escrituras el tema de las promesas de Dios, de la esperanza.

Inevitablemente lo finito tendrá un final, no obstante, Dios propone al ser humano su plan. Por lo cual, Jesús dirige a sus discípulos unas palabras sobre el desenlace final de la vida de los que han decido seguirle. Sean cuales fuere las situaciones adversas, tanto las propias de la inmanencia del mundo como las que vienen anejas al seguimiento de Jesucristo, todas son ocasión para dar testimonio. Vivir la vida acogiendo su causa conllevará también acoger su destino. Por esto, si bien habrá persecuciones, cárcel, traiciones y muerte, la promesa de la salvación es más real. Esta promesa despierta la confianza de los discípulos, incluso ante la posibilidad de desastres naturales o la probabilidad de sufrimientos por la causa del Reino. Jesús promete que “con nuestra perseverancia salvaremos nuestras almas”.

Jesús insinúa en sus palabras del Evangelio, la caducidad de las cosas de este mundo que pasa, incluso de aquellas que consideramos más sagradas, como era entonces el caso del templo de Jerusalén. Sólo hay algo que permanece siempre: la verdad; ésta es inseparable del amor. Las palabras de Jesús no pasan. Ellas son verdad, y son la expresión del amor más fuerte que la muerte. Cuando todo se hunde, solo la verdad y el amor permanecen. Sin embargo, con frecuencia ponemos toda nuestra energía en apropiarnos de lo perecedero. Nos equivocamos en la valoración de la realidad. Jesús nos invita a poner el corazón en lo importante, en lo que no pasa, en lo eterno, en Dios. Lejos de desentendernos de las cosas de nuestro mundo, las valoramos justamente cuando las ponemos al servicio del reino de Dios; sólo así estarán de verdad al servicio de la humanidad.

Jesús recomienda: “Que nadie os engañe”. Él no huyó nunca de la vida y de sus dificultades. Incluso en los momentos más críticos y decisivos se mantuvo fiel: “Padre no se haga mui voluntad sino la tuya”.  Y el libro del Apocalipsis se refiera a Jesús como “el testigo fiel”. Por eso la pregunta: “¿cómo esperar el fin?”.  Si actuamos confiados en la promesa de Dios, que ante la inminencia de un fin terrenal existe un futuro salvífico, tanto la paz como la tranquilidad han de embargar nuestro interior. También el profeta Malaquías en la primera lectura habla de este final: “pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

Pero, cuidado con confundir tranquilidad con no hacer nada, denuncia que expresa la segunda lectura, debido a que, en la comunidad de Tesalónica, ante la inminencia del fin su decisión fue la de “sentarse a esperar”. La espera confiada en las promesas de Dios no excluye el compromiso cristiano, todo lo contrario, lo potencia. Es la seguridad que tenemos no sólo en el final prometido sino en el camino propuesto: el seguimiento del Señor. Que todo sea ocasión para dar testimonio de nuestra opción acogiendo la causa del Señor, testimonio de santidad que es el más convincente. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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