26 de junio de 2020

"... el que pierda su vida por mí, la encontrará"

XIII-TO-A- 2 Re 4,8-11.14-16 /Salmo 88 / Rm 6,3-4.8-11 / Mt 10, 37- 42

. “El que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí”, dice Jesús en el evangelio. La fuerza de este enunciado está en la palabra “cruz” que el cristiano asocia a la entrega total de Jesús por nosotros. Por eso la cruz no puede ser interpretada solo como un instrumento de tortura, que lo es, o un peso insoportable en la vida, que en ocasiones también lo es (¡Qué cruz me mandas, ¡Señor”, decimos), sino que, desde el profundo realismo cristiano, ha de verse en la cruz la grandeza de un acontecimiento que nos ha dado vida y salvación! Este es el sentido profundo de las palabras del evangelio de hoy, tan claras y radicales, al mismo tiempo. Dicho de otro modo, las exigencias del discipulado han de ser vistas en el horizonte de la meta, la recompensa que se nos ha comunicado mediante el bautismo y los sacramentos, como nos ha recordado San Pablo en la segunda lectura.

. La llamada del evangelio no es tanto a abandonar la familia sino a abandonarse en manos del Señor. De hecho, todos, en algún momento, “abandonamos a la familia” para formar la propia familia o seguir la vocación a la vida consagrada o sacerdotal… y esto no significa dejar de quererles, sino buscar y realizar la propia vida. Esto es así… se deja el nido para volar respondiendo a los propios sueños y deseos… y el hogar de los padres “permanece” y el mandamiento del amor y respeto a los mismos. La clave está en entender que la fidelidad a Jesús ha de superar cualquier otra, incluso la familiar; porque lejos de discriminar dará verdadero sentido a todas las demás fidelidades.

. Perder, ganar la vida… es tener la disposición interior de la entrega, sin buscar o esperar nada a cambio. El abandono total en manos de Dios, nos enseñan los santos, nunca ha ido acompañado de tristeza o de la sensación de haber perdido algo en la vida, sino, por el contrario, de la mayor alegría y paz que el hombre puede experimentar. Cuando uno quiere a alguien, todo esfuerzo y sacrificio, toda “pérdida”, le parece poco. Cuando a uno le es indiferente otra tercera persona, cualquier detalle, le parece un privilegio concedido injustamente.

. En línea con la primera lectura que narra la historia de la mujer que acogía en su casa al profeta Eliseo, el evangelio contiene unas palabras significativas sobre la acogida de sus enviados: apóstoles, profetas, justos, pequeños… todos discípulos de Cristo que, a su manera, a nuestra manera, anuncian la Buena Noticia con generosidad y disponibilidad… pero, no es solo hospitalidad siendo ésta un valor tan necesario, Jesús va más allá al afirmar que “el que os recibe a vosotros me recibe a mí, y a Aquel que me recibe al que me ha enviado…”. 

. Hemos de aprender a dar. Regalar lo que está vivo en nosotros y puede hacer bien a los demás. Dar nuestra alegría, nuestra comprensión, aliento, esperanza, acogida y cercanía. Muchas veces, no se trata de cosas grandes ni espectaculares. Sencillamente, "un vaso de agua fresca". Una sonrisa acogedora, un escuchar sin prisas, una ayuda a levantar el ánimo decaído, un gesto de solidaridad, una visita, un signo de apoyo y amistad.

. No lo olvidemos. En el fondo de la vida hay una gran fuerza que bendice, acoge y recompensa todo gesto de amor por pequeño que nos pueda parecer. Se llama Dios Nuestro Padre.  El bien no quedará sin recompensa. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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