2020. SANTÍSIMA TRINIDAD Ex 34,4b-6.8-9 / 2 Cor 13, 11-13 / Jn 3,16-18
Ante Dios inclinamos el rostro, la rodilla, la mirada... pero mantenemos la capacidad de pensar, buscar, interrogarnos, comprender... Decía Chesterton. “Al entrar en la Iglesia nos quitamos el sombrero no la cabeza”. La pregunta sobre Dios, como la pregunta sobre uno mismo o sobre la vida, siempre ha sido y será inseparable de nuestra condición humana. Y hoy, la liturgia nos invita a situarnos ante el Misterio de un Dios que es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo...; sabemos que el Misterio de Dios, como el nuestro, nos sobrepasa, pero no por ello pensamos que es algo indiferente sobre lo que no vale la pena pensar. De hecho, muchos a lo largo de los siglos lo han hecho (San Agustín, San Patricio: la comparaba con un trébol para “aclarar” este Misterio: tres hojas –personas-, un solo tallo -una naturaleza-). Sin embargo, escribía San Bernardo: “Pretender “probar” el misterio trinitario no deja de ser una osadía, penetrar en su conocimiento es vida eterna”.
La fiesta de la Trinidad no es un "día" de ideas o conceptos, difíciles de explicar, sino que es fiesta de un misterio entrañable de vida y comunión, fiesta de un misterio de fe y de adoración. La Palabra de Dios nos muestra a un Dios comprensivo y misericordioso; tan cercano que en Cristo ofrece su amistad al hombre, su comunión, su amor, la posibilidad de una vida sin fin. Dios no es una palabra abstracta, un motor inmóvil ni una estrella solitaria. Dios es la fuente de la vida y del amor. “La Trinidad de Dios es el misterio de su belleza. Negarla es tener a un Dios sin resplandor, sin alegría, un Dios sin belleza” (K. Barth). No puede bastarnos saber cosas de Dios y hablar de El. Hemos de llegar a encontrarnos, a conversar con Dios mediante la oración-diálogo. De este contacto vivo y personal con Dios surgirá la valoración del hombre, la vida, las relaciones humanas. Dios UNO y TRINO, que es amor comunitario, al introducirnos en su órbita nos enseña que la vida es amor compartido, comunidad, aceptación mutua, porque “Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia y lealtad” (Éxodo).
Cuando Jesús nos reveló el misterio trinitario de un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu quiso mostrarnos, ante todo, un misterio de vida no un rompecabezas teológico... por eso camino no llegaríamos a ninguna parte. Todo ello lo resume extraordinariamente la frase de Jesús en el evangelio, extraído del comentario que hace Jesús después del diálogo con Nicodemo, rabino que, a tientas, busca la verdad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que el mundo se salve por él”. La esencia de Dios es el amor, don gratuito, comprensible a quienes creen y se fían de él... El Padre envió al Hijo, “no para juzgar sino para salvar”; para que fuera el faro que ilumina la realidad y la vida. El Espíritu nos enseña a guardar la Palabra del Hijo y, al hacerlo se hacen realidad en nosotros las palabras de Jesús: “Mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.
En el corazón del discípulo que se deja guiar por la luz resplandecen las huellas de la Trinidad. Por eso puede vivir como pide Pablo: “trabajad por vuestra perfección; tened un mismo sentir y vivid en paz”. Que así sea con la Gracia de Dios.
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