IV DOMINGO DE ADVIENTO –C-3- Miq 5,1-4/Heb 10,5-10/Lc 1,39-48
En este IV domingo de Adviento, el Evangelio narra la visita de María a su pariente Isabel. Este episodio no representa un simple gesto de cortesía, sino que reconoce con gran sencillez el encuentro del Antiguo con el Nuevo Testamento. Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan, en efecto, la espera y el Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel que espera al Mesías, mientras que la joven María lleva en sí la realización de tal espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen, ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo. El júbilo de Juan en el seno de Isabel es el signo del cumplimiento de la espera: Dios está a punto de visitar a su pueblo.
Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está realizando la promesa de Dios a la humanidad y exclama: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?". María, joven pacífica que va a engendrar al Salvador del mundo. Así también el estremecimiento de alegría de Juan remite a la danza que el rey David hizo cuando acompañó el ingreso del Arca de la Alianza en Jerusalén. El Arca, que contenía las tablas de la Ley, el maná y el cetro de Aarón, era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El que está por nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la nueva Alianza, que lleva en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
Para María la fe se traduce en disponibilidad ("He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según ti palabra"). Ella experimenta que en sus entrañas se hace realidad el milagro de la vida y se pone en camino. Su propósito, tremendamente humano, es ayudar a su prima Isabel ante el inminente nacimiento de su hijo, al que pondrán por nombre Juan. Para Isabel la fe se traduce en capacidad de agradecimiento. Le sorprende y agrada la presencia de María. La proclama dichosa por haber creído a Dios y reconoce la grandeza de María, por ser la madre de su Señor.
La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él. El que cree en la encarnación de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado a vivir de otra manera. No se trata de hacer «cosas grandes». Quizá, sencillamente, ofrecer nuestra amistad y cercanía a personas que se sienten solas, visitar a quien se encuentra enfermo o , al menos, interesarnos por su estado, tener paciencia con esas personas que buscan y necesitan ser escuchadas, compartir momentos de alegría y darnos un abrazo… Este amor que nos lleva a compartir las cargas y el peso que tiene que soportar el hermano es un amor siempre un amor "salvador", porque libera de la soledad e introduce una esperanza nueva en quien sufre, pues se siente acompañado en su aflicción. La navidad se prepara siempre en el encuentro, la hospitalidad, la sencillez… Ahí está Dios.
En este tiempo de Adviento, los cristianos estamos llamados a vivir la alegría y la acción de gracias ante un Dios que, en el misterio de la Encarnación, hace realidad el cumplimiento de sus promesas. Cada uno de nosotros está invitado a vivir en estado de buena esperanza y a dar a luz a Jesucristo, haciéndole presente en nuestro mundo de hoy con nuestra forma de ser y de actuar. "He aquí que vengo para hacer tu voluntad". Que así sea con la Gracia de Dios.
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