16 de marzo de 2024

"... y no recuerde ya sus pecados" (Jer)

2024. DOMINGO V DE CUARESMA -B- Jer 31,31-34 / Heb 5, 7-9 / Jn 12, 20-33

 

Anthony de Mello en uno de sus libros cuenta que un sacerdote estaba harto de una mujer que día tras día venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía. La feligresa entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje. El cura, queriendo descubrir lo que había de superstición en aquellas supuestas revelaciones, dijo a la mujer: Mira, la próxima vez que veas a Dios dile, para que yo esté seguro de que es El quien te habla, que te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco.  El cura pensó que así la mujer callaría para siempre. Pero a los pocos días apareció de nuevo. ¿Hablaste con Dios?, Sí.  ¿Y te dijo mis pecados?  Me dijo que no me los podía decir porque los había olvidado.  Al oír esta respuesta el sacerdote no pudo concluir si las apariciones eran verdaderas o falsas, pero descubrió que la teología de aquella mujer era profunda; porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que una vez perdonados los olvida, es decir los perdona del todo.

 

. Lo dice el profeta Jeremías en la 1º lectura: "Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: "Conoced al Señor", pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor –oráculo del Señor-, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados".

 

. El Papa Francisco recientemente habló sobre el "acto de dolor" de la confesión en tres puntos que ayudan a meditar sobre nuestra relación con la misericordia de Dios: el arrepentimiento, la confianza en Él y la resolución de no recaer.

 

. El arrepentimiento. No es fruto del autoanálisis ni de un sentimiento psíquico de culpa, sino que brota de la conciencia de nuestra miseria ante el amor infinito de Dios, su misericordia sin límites. En realidad, en la persona, el sentido del pecado es proporcional precisamente a la percepción del amor infinito de Dios: cuanto más sentimos su ternura, más deseamos estar en plena comunión con Él, y más se nos hace evidente la fealdad del mal en nuestra vida.

 

. La confianza.  Es hermoso escuchar, en labios de un penitente, el reconocimiento de la bondad infinita de Dios y la primacía, en la propia vida, del amor a Él. Amar «sobre todas las cosas», en efecto, significa poner a Dios en el centro de todo, como luz en el camino y fundamento de todo orden de valores, confiándole todo a Él.

 

. La intención. Manifestamos esta actitud diciendo: «Me propongo, con tu santa ayuda, no volver a ofenderte». Estas palabras expresan un propósito, no una promesa. En efecto, ninguno de nosotros puede prometer a Dios que no volverá a pecar, y lo que se requiere para recibir el perdón no es una garantía de impecabilidad, sino un propósito presente, hecho con recta intención en el momento de la confesión.  Además, es un compromiso que hacemos siempre con humildad. San Juan María Vianney, el Cura de Ars, solía repetir que «Dios nos perdona, aunque sabe que volveremos a pecar». Y además, sin su gracia, ninguna conversión sería posible.

. En estos griegos que le piden a Felipe «ver» a Jesús se muestra precisamente eso. Para ver a Dios hay que mirar el sentido de amor, de perdón, de misterio, que esconde la cruz. El misterio de que en Jesús estamos toda la humanidad de todos los tiempos, el misterio de que en la cruz Jesús nos atrae a todos en su amor. El misterio del sufrimiento por amor. La entrega, aunque implique sufrimientos, dolores y lágrimas, es fecunda, como el grano de trigo que cae, muere, pero no es un fracaso, renace en la espiga, dando vida y alimento.  Para dar vida, para que la vida sea verdaderamente fecunda, se ha de morir; hay que darlo todo por amor. Por eso, "el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guarda para la vida eterna". Todo encaja desde esta óptica. Todo el sentido de la vida y el dolor se realiza allí donde está el amor..., un amor que se entrega, que acepta la dinámica del grano de trigo que, tras morir, da fruto. La muerte de la que nos habla Jesús no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de entrega de sí mismo, sin reservas, sin condiciones... Es verdad: no hay Pascua sin Cruz, pero no salva el dolor, la cruz sola, el sufrimiento..., salva el Amor. Que así sea con la Gracia de Dios.

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