20 de diciembre de 2014

"Hágase en mí según tu Palabra"

DOMINGO IV ADV -B-  2 Sm 7,1-5.8-11.17/Rom 16,25-27/Lc 1,26-38

El pasaje del Evangelio nos relata la Anunciación. Nos centramos en las palabras de María: «… hágase en mí según tu palabra». Con estas palabras María hizo su acto de fe. Acogió a Dios en su vida, se confió a Dios. Es como si María hubiera dicho: «Heme aquí, soy como una tablilla encerada: que Dios escriba en mí todo lo que quiera». Hoy: «Soy un papel en blanco: que Dios escriba en mí todo lo que desee». Y aunque el sueño de toda joven hebrea era convertirse en madre del Mesías, no fue nada fácil este acto de fe. ¿A quién puede explicar María lo que ocurre en ella? ¿Quién le creerá cuando diga que el niño que lleva en su seno es «obra del Espíritu Santo»? Esto no había sucedido jamás antes de ella, ni sucederá nunca después de ella. Y María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica: una joven que el día de las nupcias no fuera hallada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente ante la puerta de la casa paterna y lapidada (Dt 22,20ss). ¡María  conoció «el riesgo de la fe»!

 

Pero, la fe de María no consistió en el hecho de que dio su asentimiento a un cierto número de verdades, sino en el hecho de que se fio de Dios; pronuncio su «Sí» a ojos cerrados, creyendo que «nada es imposible para Dios». Su “Amén” (palabra hebrea que probablemente salió de sus labios)  expresaba su asentimiento a Dios, la plena adhesión a su plan de salvación.  María no dio su consentimiento con triste resignación, como quien dice para sí: «Si es que no se puede evitar, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El amen de María fue como el «sí» total y gozoso que la esposa dice al esposo el día de la boda. Pensando en aquel momento, ella entona poco después el Magnificat, que es todo un canto de exultación y de alegría. La fe hace felices, ¡creer es bello!

 

La fe es el secreto para hacer una verdadera Navidad. San Agustín dijo que «María concibió por fe y dio a luz por fe»; más aún, que «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, en cambio, imitarla en concebirle y darle a luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir», es dar carne a la palabra. Lo asegura Jesús mismo diciendo que quien acoge su palabra se convierte para él en «hermano, hermana y madre» (Mc 3,33). Concibe a Cristo la persona que toma la decisión de cambiar de conducta, las actitudes de su vida (si blasfemaba, ya no lo hace; si tenía una relación ilícita, la corta; se cultivaba un rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve a ellos…).

 

Las promesas de Dios a David  (“te daré una dinastía”) se verifican en un pueblo desconocido de las montañas de Galilea;  una casa pobre en una aldea sin relieve alguno, llamada «Nazaret», de donde nadie espera que pueda salir nada bueno. Años más tarde, estos pueblos humildes acogerán el mensaje de Jesús anunciando la bondad de Dios. Jerusalén por el contrario lo rechazará. Jesús se hará presente allí donde las gentes viven, trabajan, gozan y sufren. Vive entre ellos aliviando el sufrimiento y ofreciendo el perdón del Padre. Dios se ha hecho carne  para «poner su morada entre los hombres» y compartir nuestra vida. Que podamos vivir “en la obediencia de la fe”, la fe que salva, la fe que nos capacita para decir que “somos hijos de Dios” y nos fortalece para vivir como hermanos  (Cáritas). Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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