5 de abril de 2013

"Señor mío y Dios mío"

II DOMINGO DE PASCUA  -C-  Hch 5,12-16 / Ap 1, 9-11.17-19 / Jn 20, 19-31

 

La fe pascual nace de la Resurrección de Jesucristo y se funda en la experiencia histórica de aquellos  hombres y mujeres que han atestiguado haber visto a Jesús después de la muerte; y que explican esta experiencia remitiendo a la resurrección. Así fundan su fe pascual. Con su testimonio, estos testigos nos dicen que el Resucitado no ha quedado oculto, sino que ha salido al encuentro de unos hombres y esto dentro de unas ciertas coordenadas de espacio y tiempo.  La resurrección es algo que rebasa y trasciende la marcha de este mundo: es el inicio de una nueva creación y de un nuevo mundo que ciertamente nos sobrepasa pero que no es una fantasía porque el Resucitado es el mismo que el crucificado y porque, además, cambia radicalmente nuestra vida y nuestra historia... si no les creemos difícilmente creeremos en Cristo o cambiaremos de vida.

 

¡Cómo nos cuesta aceptar la realidad que no se puede aprehender y comprender, que no se puede fotografiar o filmar!. Y no obstante, la mayoría de los acontecimientos -esos que de verdad marcan nuestra vida y dejan un poso en nuestro ser- tenemos que reconocer que suceden en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra; donde las palabras se nos hacen demasiado pobres y torpes para expresar la grandeza de la vivencia que estamos experimentando. Maravillosamente lo expresaba Pascal cuando escribía: “Fuego, Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de Jesucristo, no el dios de los filósofos o los sabios. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz”..., eran razones del corazón que “la razón no entiende”, pero que lo entiende aquel que lo ha sentido...; también el  zorro al Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el corazón”. Recordemos: Lo esencial de un cirio no es la cera -aunque sea necesaria- sino la luz -sin la cual el cirio no sirve para nada-.

 

Tomás: No es que fuera un caso especial, ni el único apóstol que, con la muerte de Jesús, hubiera perdido la fe. El Evangelio nos dice que prácticamente todos se alejaron  en el momento de la crucifixión de Jesús y estaban llenos de miedo. El error de Tomás, su falta de fe, estaba en no creer a los once; él, Tomás, no creía a la comunidad. Tomás dice: aunque todos hayáis visto, aunque todos hayáis tocado, si yo no veo y si yo no toco, no creo.  De alguna manera, Tomás nos representa;  es el prototipo de aquellos que tendríamos que creer sin ver ni tocar;  que tendríamos que fiarnos del testimonio de la comunidad primera para creer en Cristo, para creer en la resurrección.

 

Es a ese Tomás incrédulo, al de ayer y al de hoy, que sigue anidando en el corazón de cada uno de nosotros, al que Jesús le sigue diciendo hoy: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Dichosas esas generaciones de XXI siglos de cristianismo, dichosos esos millones de hombres y mujeres que han creído y creen en Jesús Resucitado aunque no lo han visto con los ojos ni han metido los dedos en sus llagas... Dichosos aquellos que tienen los ojos limpios, que ven con los ojos iluminados del corazón a Jesús...Dichosos los que han tenido la gracia de descubrir en ese espacio, en el que no han entrado nuestras palabras, al que es la Palabra de Vida, y sienten en su corazón la misma visión de Juan en el último libro del Nuevo Testamento: “No temas. Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos”. Jesús, el viviente, nos hace partícipes de “su resurrección y su vida”.

 

Ojalá le sintamos con “los ojos iluminados del corazón” y le digamos, con el buen Tomás, al que es camino, verdad y vida, la misma espléndida profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”. Desde esa afirmación de fe recibiremos la paz que el Señor nos deja, la alegría del corazón y tendremos la fuerza necesaria para  hacerle presente entre los hombres, en la historia,  con la fuerza del Espíritu, al igual que hicieron, como nos describe hoy los Hechos de los apóstoles,  los primeros cristianos que, en nombre de Jesús, curaban las enfermedades del cuerpo y del espíritu. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

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