8 de diciembre de 2011

"NO ERA ÉL LA LUZ, SINO TESTIGO DE LA LUZ"

III DOM ADV -B- 3- Is 61,1-2a.10-11/1 Tes 5,16-24-Jn 1,6-8.19-28

 

Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios” (Is), “se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Salmo),”estad siempre alegres” (Pablo), la liturgia de hoy nos habla de alegría recordándonos que como el suelo echa sus brotes, del mismo modo la venida del Señor hará brotar en la tierra la justicia y el consuelo de los hombres, el año de gracia del Señor y la liberación de todo mal. Ahora bien, desde el realismo más crudo que estamos viviendo podemos preguntarnos: ¿Es posible la alegría cuando vemos la realidad que tantas veces nos supera con sus desgracias? ¿Es posible la alegría en la situación de crisis que estamos viviendo? ¿Es posible la alegría ante la incertidumbre del futuro?. En el  evangelio, Juan, el Precursor, señala la razón de toda alegría: “en medio de vosotros está”. A Isaías, María, Pablo y Juan, a los cristianos, nos une un mismo gozo: nuestros ojos han descubierto al Señor, a quien no son capaces de descubrir los levitas y sacerdotes del templo de Jerusalén que interrogan a Juan, ni los hombres y mujeres que se cierran al don de la fe.

Todos nosotros estamos llamados a compartir esa misma alegría, -que nace del encuentro con Jesús, el Mesías-  para dar testimonio de ella a cuantos no encuentran ninguna razón para alegrarse. Así hicieron los santos. Así tenemos que hacer los hombres y mujeres de fe en nuestros días y en medio de las situaciones que nos toca vivir.  La alegría no es consecuencia de una situación personal de prosperidad, ni de un par de copas, ni viene del exterior; es un don de Dios que puede ser experimentado incluso en el dolor, el fracaso o la persecución. El fundamento sólido de la alegría es la presencia de Dios en medio de nosotros, la salvación que él nos ofrece a pesar de todos nuestros fallos y miedos. La alegría cristiana no se apoya en nuestras virtudes o triunfos, sino en la victoria de Cristo que permanece viva para todos nosotros: el pecado y la muerte fueron vencidos y con ellos las principales raíces de nuestra tristeza.  Dios es fiel y la vida y mi vida tienen sentido.

Sin despreciar el valor de las satisfacciones humanas, la alegría cristiana es la  del caminante,  del que busca sin encontrar todavía, del que lucha sin haber conseguido el triunfo final, del insatisfecho porque no ha alcanzado la meta, del que está en tinieblas pero sabe que no se ha apagado el sol, del que se levanta de nuevo después de haber caído..., en palabras de Isaías:”del que venda los corazones rotos, proclama a los prisioneros la libertad, dignifica al hombre abandonado...”.  Alegría, dice Pablo,  del que “lo examina todo” y se queda con lo bueno y se guarda de toda forma de maldad; del que es testigo de la Luz.

 Estamos llamados a ser testigos, como Juan, de la Luz y la Verdad. Esto nos pide dejarnos iluminar interiormente por la Luz verdadera que es Cristo. Nosotros no somos la Luz pero podemos proyectar la que hemos recibido en el Bautismo. En un mundo oscurecido donde se han borrado las fronteras entre el bien y el mal, el día y la noche, los verdugos y las víctimas esa es una buena tarea para el cristiano: ser  testigo de luz con una vida iluminadora. Esta es la gran responsabilidad de todo creyente, la misión que se nos ha encomendado: preparar los caminos del Señor, cada uno por sus propias sendas pero todos en la misma dirección. No podemos pactar jamás con la mediocridad ambiental. Vivir en la Verdad, transparentar a Cristo Verdad, sin imposiciones porque la Luz y la Verdad no se imponen, pero con la conciencia clara de nuestra humilde misión. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

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