9 de diciembre de 2010

"¡Y DICHOSO EN QUE NO SE ESCANDALICE DE MI!"

III DOMINGO ADV -A-  Is 35,1-10/St 5,7-10/ Mt 11,2-11

 

Juan se lo jugó todo por sus semejantes,  recorrió pueblos y aldeas preparando la llegada del Mesías,  denunció la injusticia y llamó a la conversión..., era un hombre íntegro, ascético... pero está en la cárcel, donde morirá decapitado por orden de Herodes.  Allí recibe noticias que no coinciden con la idea que él se había forjado del Mesías, que no parecen responder a sus expectativas y sacuden los cimientos más sólidos de su inconmovible personalidad. Su idea de justicia de Dios (las severas imágenes del domingo pasado: el hacha, el bieldo, el fuego…) tropieza con la misericordia que se atribuye a Jesús con los pecadores. De ahí nace su pregunta humilde y angustiosa: "¿Eres tú el que ha de venir? ¿Tenemos que esperar a otro?". Es la misma pregunta que a veces nos hacemos nosotros ante determinadas situaciones que no esperamos, que nos desbordan  y que chocan con la idea que nos hemos formado de Dios, no siempre coincidente con la que se nos revela en el evangelio.

 Por eso Jesús, pensando en Juan y también en nosotros responde, no con bellas palabras, sino con obras que hablan de salvar y de dar buenas noticias. Su respuesta  nos reconduce a la primera lectura. Los signos que avalan su identidad mesiánica están por doquier: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y a los pobres se les anuncia la buena noticia…, un mundo al revés, en el que los que no cuentan recobran su dignidad. Y Juan, seguro,  entiende bien la respuesta: ¡es Él y no hay que esperar a otro!. "¿Eres Tú el que ha de venir?": Jesucristo es la respuesta al deseo de felicidad de la persona; solo en  él encontramos la salvación y la plenitud anhelada; solo Él es el Hijo de Dios; sólo él es la fuente de la felicidad que busca el corazón... En Dios se encuentra todo lo que el hombre acostumbra a asociar a la palabra felicidad e infinitamente más, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2,9).

Pero, además, Jesús presenta a Juan "como el mayor de los nacidos de mujer", un elogio  que contrasta, sin embargo con la afirmación, poco después,  de que  "el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él". Lo nuevo supera lo anterior. El Reino de Dios que hace presente Jesús supera el Antiguo Testamento. Donde abundó la maldad Dios respondió haciendo que sobreabundara la gracia, la justificación desinteresada, el perdón. Todo esto rompe muchas expectativas creadas, por eso quizás Jesús termina diciendo:  "Y dichoso el que no se escandalice de mi!". Y es que, no solo Juan, también los discípulos, también nosotros,  sentimos, en ocasiones,  el mismo desconcierto de Juan, ante una vida y unas enseñanzas  que nos muestran que el más importante en el Reino de Dios es el servidor de todos y que asumir la cruz es central en la vida del discípulo como lo fue en la del Maestro. Incluso  hoy día seguimos preguntándonos  acerca del mejor modo de llevar a cabo la misión de Jesús (recientemente se ha creado en Roma un nuevo dicasterio para reflexionar y animar a la Nueva Evangelización de Europa). Sin embargo, en el fondo,  sólo por la fe se puede captar la paradoja de Jesús, es decir la fuerza de Dios en la debilidad de la palabra y de los signos que anuncian el Reino.

Santiago nos exhorta a la espera paciente y activa de la venida del Señor, imitando el ejemplo del que siembra y el aguante de los profetas. Paciencia, esperanza, fe invulnerable al desencanto y siempre en camino. Serenidad y alegría del corazón que nacen de la profunda convicción de que en Cristo, el Señor, el pecado y la muerte han sido derrotados. Y esta certeza  es motivo de una serena alegría. "Ten tu alegría en el Señor, y escuchará lo que pida tu corazón» (Sal 37,4). "Sed fuertes, no temáis. Que las manos débiles no decaigan, que las rodillas vacilantes no cedan... Dios en persona viene, Dios es nuestra salvación y ya está aquí", Que así sea con su Gracia.