28 de julio de 2009

"DANOS SIEMPRE DE ESE PAN"

 XVIII TO –B-  Ex 12, 2-4.12-15/Ef 4, 17.20-24/Jn 6, 24-35

 

            Los textos de este domingo nos invitan a buscar la vida en plenitud.  Cuenta el libro del Éxodo que, cuando los israelitas caminaban con grandes  dificultades por el desierto hacia la libertad, comenzó a oírse este grito de protesta: "Con el faraón vivíamos mejor"; algunos añoraban la esclavitud porque les daba seguridad y alimento, pero alguien les enseñó a cazar codornices  y a descubrir el maná ("¿qué es esto?") don de Dios para alimento diario, y siguieron caminando hacia la tierra prometida de la libertad. El maná debían recogerlo como un don cotidiano, cada mañana, sin acumularlo; era una prueba  para que la confianza en Dios fuera creciendo en el corazón del pueblo, así como la corrección del ansia de poseer. El texto nos recuerda que  la libertad "regalada" por Dios al pueblo se encuentra ahora frente a la realidad dura del desierto; en este contexto,  Dios ha de educar el corazón de Israel (y de cada persona) para que no fundamente la relación con Él en la gratificación del deseo (hambre, seguridad…) sino en la fe.

El dicho clásico de Aristóteles: "Primun vivere, deinde filosofare", recuerda que lo primero es satisfacer las necesidades básicas de la persona;  cierto es que, como decía Santo Tomás, "con un estómago vacío los oídos no escuchan",  pero lo es también  que el hombre no es sólo "estómago". La vida nos muestra que la persona puede nadar en la abundancia y estar, sin embargo, verdaderamente insatisfecha, positivamente hambrienta o sedienta.  No se puede vivir solo de "cosas"; es necesario encontrar y  vivir con un sentido espiritual en el sentido más amplio del término… no se puede vivir sin poesía, sin color, sin amistad, sin gozo, sin amor… A lo largo de la historia, sobre todo en los períodos de prosperidad, el hombre ha sufrido la tentación de reducir su ser y su hambre a una parte de sí mismo, queriendo saciar solo con pan –cosas- otras hambres de su ser que las cosas materiales no pueden satisfacer. En la persona hay un deseo natural de "algo más" que el consumo, los mercados, los objetos… Hay un hambre, en la persona, que solo se satisface con amor, con bondad, fe, sentido de la vida, ideal, ilusión, esperanza… Santo Tomás afirmaba que " en todas estas apetencias" afloraba, lo que él llamaba, "el deseo natural de ver a Dios, un deseo que muchas veces no sabe explícitamente lo que quiere aunque distingue muy bien lo que no le satisface". San Agustín, siglos antes, había pensado también en esto al escribir: "Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón  está inquieto hasta que no repose en Ti"

            Jesús se presenta hoy como el Pan de vida que da la vida eterna, la  santificación del hombre, la satisfacción de su hambre infinita, la salvación del pecado y de sus consecuencias sociales… la  plenitud  del corazón humano dándole luz, sentido, trascendencia. Él es el alimento que no perece y nos permite no perecer. No reduzcamos al hambre material todas las apetencias de nuestro ser y, al mismo tiempo,  no separemos indebidamente el hambre material del espiritual.  El hambre de Dios está conectada, en el evangelio, con el hambre y la sed de justicia, del Reino. Lo que verdaderamente viene de Dios y enriquece la vida de los hombres, lo que da plenitud a las relaciones y al mundo,  es precisamente lo que abre al hombre sacándole de sí mismo: el amor, la sensibilidad, la generosidad, la entrega… como desarrollo existencial en la vida. Pablo  invitaba a los cristianos de Éfeso a vivir libres de la esclavitud consumista y hedonista, de la vaciedad de criterios de los gentiles,  y a vestirse de la nueva condición  humana, a vivir plenamente como hombres  y mujeres nuevos que, fundamentados en Cristo Jesús en quien se encuentra la verdad,  tienen actitudes de bondad, misericordia, santidad… como hijos de Dios. Que así sea con la Gracia de Dios

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