24 de diciembre de 2013

"HABITABAN EN TIERRA DE SOMBRA, Y UNA LUZ LES BRILLÓ"

Navidad-Misa de medianoche- Is 9, 1-3.5-6 /  Tt 2, 11-14 /  Lc 2, 1-4

¿Cuál es el mensaje de la Navidad para las personas de hoy?

Dice el Papa Francisco que la Navidad  nos habla de la ternura y de la esperanza. Dios, al encontrarse con nosotros, nos dice: no tengan miedo de la ternura. Cuando los cristianos se olvidan de la ternura se vuelve una Iglesia fría, que no sabe dónde ir y se enreda en las ideologías, en las actitudes mundanas. Mientras la sencillez de Dios te dice: sigue adelante, yo soy un Padre que te acaricia. Tengo miedo cuando los cristianos pierden  la capacidad de abrazar y acariciar. Tal vez por esto, viendo hacia el futuro, hablo a menudo sobre los niños y los ancianos, es decir los más indefensos. En mi vida como sacerdote, yendo a la parroquia, siempre traté de transmitir esta ternura, sobre todo a los niños y a los ancianos. Me hace bien, y pienso en la ternura que Dios tiene por nosotros.

 

No me digan, por favor, en esta noche,  que la ternura  es un retroceso a épocas pasadas de la vida; al contrario,  supone aflorar lo mejor que hay en nosotros: cambiar nuestra mirada inquisitiva,  censuradora, con flecos de superioridad, por la del amor, por la mirada de quien se ve uno más entre los otros, débiles como ellos, necesitado de calor afectivo y capaz de darlo. La ternura es fruto de la inteligencia que descubre nuestra verdad  y del amor en su estado más puro y más sencillo y… más generoso, el amor de quien, ante el cuidado o la caricia al niño o al anciano, sólo espera de él su sonrisa.

 

Nos habla de esperanza: tengan esperanza. Dios siempre abre las puertas, no las cierra nunca. Es el papá que nos abre las puertas La fe cristiana cree que esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida para abrir a todos el camino del amor. Por eso la encarnación del Hijo de Dios la piedra angular de la fe cristiana.  Porque la encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido alegrías y tristezas, triunfos y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito de la cruz, experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Abbà, testimonia el increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el valor inestimable que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto, está llamado a hacer suya la mirada y la elección del amor de Jesús, para entrar en su manera de ser, de pensar y de actuar.

 

Celebramos el nacimiento de Jesús de Nazaret, para nosotros, cristianos, el Hijo de Dios; para otros, cuanto menos, un ser excepcional y extraordinario por su mensaje de amor al prójimo, por su lucha contra el mal y el pecado, por tender la mano a los más necesitados y desheredados  y regalarles el sueño de la esperanza. No hay nada en el mensaje de Jesús que pueda molestar a  alguien… nos alegramos de celebrar su nacimiento incluso en los momentos tristes de la vida, en la crisis… él camina con nosotros, a nuestro lado… su luz nos ilumina… basta abrir los ojos con fe… Dios al encontrarse con nosotros nos dice: tened esperanza y no tengáis  miedo de la ternura.

 

La Palabra de Dios nos recuerda que la gloria de Dios va  en relación a la vida ordinaria no a las empresas excepcionales… la contemplación del rostro de Dios en los acontecimientos diarios de las personas, en la corporeidad... por eso la experiencia de la Navidad  resulta auténtica si  sabe traducir  la visión de Dios en la vida cotidiana. La celebración de la Navidad suscita estupor, maravilla…: venir a la luz, vivir es un milagro… la voluntad de Dios es la de permanecer, en Cristo, en medio de esta humanidad. Nuestro reconocimiento se convierte en disponibilidad al descubrimiento de esta presencia en medio nuestro sobre todo en los rostros de las personas más cercanas y familiares… celebrando al Navidad nos sentimos llamados a seguir transformando este mundo para que sea  “lleno de gracia y de verdad”.

 

¿Cuál es el mensaje de la Navidad para las personas de hoy?

 “Un  grupo de alumnos del colegio, que celebra los 50 años,  estudiaban las siete maravillas del mundo antiguo. El profesor les pidió que hicieran una lista de las que ellos consideraban debían ser  actualmente las siete maravillas… y fueron votando (unos la Sagrada Familia, otros el Cristo Salvador  de Río, la alhambra de Granada…) … una niña permanecía callada y muy ensimismada en su lista; el maestro la preguntó si tenía dificultad para terminar de hacer su elección y la niña tímidamente  respondió: “Sí, un poco…”. Bueno dijo el maestro, dinos lo que has escrito  y tal vez podamos comentarlo y ayudarte. La niña titubeó y después leyó: Creo que las siete maravillas del mundo son: poder ver, poder escuchar, poder tocar, poder saborear, poder sentir, poder reís y… poder amar y ser amado”. No nos acostumbramos a las maravillas y milagros que Dios nos regala cada día.  Sepamos acoger, descubrir su presencia y su amor que nos envuelven. 

 

En medio de la sociedad secular de nuestros días, “la experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre”. El misterio último de la vida es un misterio de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de todos y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la alegría de la Navidad.  Misa de Nochebuena; misa, en medio de la noche,  del  triunfo de la esperanza que se nos da en un niño recién nacido….Es la noche de Dios con nosotros. Feliz Navidad.

 

 

3 de noviembre de 2013

"Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida"

DOMINGO XXXI TO -C- Sb 11, 23-12, 2/2 Ts 1, 11-2, 2/Lc 19, 1-10

 

El texto del libro de la Sabiduría es hermoso y consolador: Dios no solo es el “creador” en el sentido de ser el origen de todo y de todos. Dios es el que “mantiene”, “sostiene”, “sustenta” la vida. Es, ¡qué hermosa expresión!,  “amigo” de la vida. Sabemos que ante el Señor no somos más que un grano de arena en la balanza, una gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra;  conocemos por propia experiencia nuestra debilidad y nuestro pecado, nuestro efímero pasar por la existencia. Pero también sabemos, porque la Palabra de Dios así nos lo dice, que el Señor se compadece de todos, a todos perdona y “corrige poco a poco” y a todos ama, porque somos suyos y Él no “odia” nada de lo que  ha hecho.  Cada ser humano, aunque pueda parecer despreciable lleva, en palabras del libro de la Sabiduría,  “el soplo incorruptible” del Dios vivo,  cuya   omnipotencia le inclina a la compasión; es capaz de acoger a Dos cuando se siente amado, perdonado, incluso cuando no tiene nada  que ofrecerle o se sienta solo un pobre pecador.

 

Un magnífico ejemplo de esta pedagogía divina la encontramos en el evangelio de hoy.  Hay veces en que no vivimos una vida sana, hemos dejado perder nuestra vida. Jesús, se nos acerca con una mirada compasiva,  sin agobiar, sin querer arrasar sino con unas entrañas verdaderamente de misericordia;  en un gesto provocador, se invita a sí mismo, manifestando que su misión es: “salvar lo perdido”. Deja a la multitud de admiradores que lo reciben en Jericó y va a casa de un pecador despreciado.  Y Zaqueo “bajó en seguida y lo recibió muy contento”. Cuando se dejó encontrar por Dios, cambió toda su vida. Hasta entonces su casa, su existencia, había estado llena de egoísmo e intereses materiales; desde que Dios entró en su  corazón... todo cambió, todo se dejó iluminar por una luz nueva: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. El encuentro con Jesús es pacificador y transformador: Zaqueo recupera su dignidad de hijo de Dios y cambia su vida: su mirada está ahora puesta en el prójimo... Ha experimentado el amor misericordioso e incondicional de Dios y esto le llena de alegría y le da una nueva visión de las cosas. 

 

No caigamos en la tentación de pensar que Dios nos ha abandonado o que, por las razones que sean, hemos dejado de ser “dignos de su amor y de su perdón”. Sé que no es fácil “mantener la confianza inquebrantable en su amistad” pero no debemos caminar  tristes y sin esperanza por la vida. Hoy nos dice Jesús, “voy a hospedarme en tu casa”-“quiero entrar en lo más íntimo de tu vida” (no nos dice en primer lugar: “Eres un pecador, un ladrón, un adúltero...”). No cerrar las puertas a estas palabras de Jesús, nos llevará a transformar nuestras actitudes. No tengamos miedo, demos el primer paso: dejémonos encontrar por Dios y toda nuestra vida cambiará. Porque también nosotros somos hijos de Abrahán. Y el Hijo del hombre ha venido a salvarnos, a liberarnos del temor, a darnos vida, a “hospedarse, si le dejamos, en nuestra casa”.

 

Es verdad que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia  forma de ser. Pero todos y cada uno, nos recuerda Pablo, desde nuestra debilidad, estamos llamados a desarrollar nuestra vocación, cumpliendo “los mejores deseos y la tarea de la fe, para que así nuestro Señor sea glorificado en nosotros y nosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo”.  Tenemos que ofrecer al mundo el rostro compasivo, alegre, cercano al hermano, sea quien sea. Pidamos a Dios que nos haga dignos de nuestra vocación y  nos ayude a cumplir la tarea de la fe. Nuestras vidas han de ser la Gloria de Dios.  Que así sea con su Gracia.

 

1 de noviembre de 2013

"Sabemos que cuando Él se manifieste seremos semejantes a Él..."

TODOS LOS SANTOS -  Ap 7, 2-4.9-14 ; 1Jn 3, 1-3 ; Mt 5, 1-12a -

Los primeros cristianos quisieron reservar un día para la celebración de tantos mártires anónimos, que habían sido acogidos en el cielo por Aquel por quien dieron su vida. Surge así la fiesta de Todos los santos. Hoy recordamos no sólo aquellos primeros mártires, sino tantos y tantas hijos e hijas de Dios a lo largo de la historia Dios les ha premiado con el cielo. Es la fiesta de la Iglesia triunfante que no trivializa la muerte, escondiéndola bajo un disfraz, sino que   la asume con la esperanza del cielo. Venerar su memoria y sentirnos interpelados por su vida y ejemplo para vivir  la santidad en la entrega discreta del día a día, sin hacer ruido transitando la senda de la humildad y de la justicia.

Escribe el Papa Francisco: “Hay santos ocultos, una especie de clase media de la santidad, esa clase media de la santidad de la que todos podemos formar parte”. No se trata de una élite de la santidad sino de la posibilidad de que todos los bautizados que tratan de seguir a Jesús en las diferentes dimensiones de su vida tenemos que alcanzar  la cima del encuentro con Jesús”. Para muchos un santo es un tipo aburrido que sólo hace que sufrir y orar. En realidad  ser santo no es más que ser lo que tenemos que ser, buenos; y serlo cada uno de nosotros, con nuestras propias características, psicológicas, familiares, sociales…

Las personas que aman a Dios, sencillas y entregadas, normales y fieles. Que forman y construyen la Iglesia de todos los días, la que camina a nuestro lado, la de la Misa diaria, el rosario, la bendición de la mesa, la visita a los enfermos… la vida cristiana es en el fondo una vocación, una llamada a la santidad como respuesta al amor de Dios que nos da sus dones y su Gracia. Hemos recibido la vocación de vivir de creyentes cada día, humilde referencia a Jesús y a su evangelio. Para alcanzar la cima de la santidad se puede subir, como las cabras, por los escarpados o por el camino que va haciendo zig-zag… lo importante es llegar a la cima o, al menos, intentarlo… en cualquier caso la humildad es la  senda más segura sabiendo que “Cristo es el camino y la puerta, la escalera y el vehículo”.

No se trata de proponer algo exótico, mágico o taumatúrgico, sino algo bien humano. No obstante, es verdad que se plantea un auténtico esfuerzo por conquistar la gloria, la libertad y la paz. Por eso en el evangelio se propone la pobreza que libera el corazón de muchas ataduras, la misericordia que introduce en las relaciones humanas la benevolencia y el perdón, la limpieza de corazón para juzgar y ser juzgados, la lucha por la justicia, porque Dios es justo. Se proclaman bienaventurados por haber elegido lo que el mundo no elige, simplemente porque odia; por haberse decidido por el sentido mejor de la vida. Se trata de una posibilidad de santidad que se debe vivir ya desde ahora, aquí en nuestra historia; no queda para después de que todo haya acabado.

Muchos santos, desconocidos para nosotros, lo son porque han sabido guardar sencillamente la imagen de hijos de Dios en sus vidas. Por eso, la expresión “veremos a Dios tal cual es” viene a ser una de las afirmaciones más teológicas. El misterio de Dios se hará luz y “hijos de Dios” no tendremos miedo de contemplar el “rostro” de Dios, la intimidad de Dios, la misericordia de Dios. Para eso se nos ha creado y para eso hemos nacido. ¡Vivamos con esperanza! Que así sea con la Gracia de Dios.

 

6 de octubre de 2013

"El justo vivirá por su fe"

DOMINGO XXVII TO -C- Habacuc 1,2-3,2,2-4/2 Tim 1,6-8.13-14/Lc 17,5-10

 

La fe es un don de Dios que nos permite descubrir su presencia en el vivir de cada día, en nuestra historia. Es la respuesta libre a la iniciativa de Dios que se revela y manifiesta. No nos hemos dado la fe a nosotros mismos, como no nos hemos dado la vida. Es un  don que hemos recibido de otro y que tenemos la responsabilidad de transmitir a otros. Es un acto personal ciertamente pero no es un acto aislado. Debemos vivirla con los demás. Por ello, pedir hoy el don de la fe es pedirle a Dios que nos ayude a reconocerlo en nuestras vidas, en nuestra historia y poder así vivir su presencia y su palabra con mayor plenitud; que nos ayude para poder entender los acontecimientos de  nuestra vida, del mundo,  para que podamos orar con esperanza por la paz y la justicia, para que no cesemos de hacer presente su amor y su perdón con nuestro testimonio.

 

“Ser cristianos consiste en una relación viva con la persona de Jesús, en revestirse de Él…; desnudarnos de los ídolos y falsas seguridades, que nos dejemos plasmar por Él” (Francisco). La fe no nos da  necesariamente  un camino privilegiado y cómodo.  Nos da un compañero que nos enseña desde el comienzo cuál y cómo va a ser el camino.  Un compañero que se define a Sí mismo como Pastor que camina delante por senderos  llanos o de  montaña, Pastor cuya mano fuerte está siempre al alcance de la nuestra por si resbalamos en el camino o nos perdemos, que conoce bien la meta, aunque a nosotros no nos lo parezca…. La Fe da sentido al camino porque el Señor va delante y sabe a dónde va...  La Fe nos da la alegría de caminar hombro con hombro con el Señor, de “abandonarnos” en el Misterio de su Ser.

 

Fe y vida o se sostienen juntas o juntas se derrumban. Una fe basada en una humildad profunda (reconocimiento de la propia pequeñez frente a Dios: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”); en una fe esperanzada en la intervención de Dios que no disminuye frente a las tribulaciones y sufrimientos; que actúa  con justicia  y para bien de los que ama y una fe testimoniada porque es don pero también  tarea y responsabilidad. La fe hace milagros: pequeños si es poca la fe; grandes si el creyente se hace tan pequeño y confiado que manifiesta la gloria y la fuerza de Dios. Que Dios siga haciendo en nosotros el “milagro de la fe” (perdón, servicio, entrega...). Sólo así viviremos la serenidad y la paz interior que nacen de la confianza plena.

 

Dios requiere de los suyos, en palabras de San Pablo,  “la obediencia de la fe” (Rm 1,5), no entendida como sumisión (Jesús jamás nos pide actitudes serviles) sino como adhesión libre y agradecida a su propuesta de salvación. Por eso el  creyente acoge su misión como una verdadera bendición de Dios.  Sólo le queda implorar cada mañana: “Señor, aumenta mi fe”: enséñame a creer en Ti, a abrirme a tu Espíritu, dejarme alcanzar por tu Palabra, a aprender a vivir con tu estilo de vida y seguir tus pasos; a vivir centrado en  lo esencial del Evangelio, a colaborar con realismo y convicción  en hacer la vida más humana.  Yo le pido al Señor que aumente mi fe. Que haga volver mi corazón una y otra vez a Él, que me convierta, “que me haga sentir y gustar las cosas internamente” (San Ignacio). Que pueda apoyar mi vida en su poder misericordioso, que construya mi casa sobre roca. Lo pido para mí y para todos. ¡Una gota, sólo una gota! Una gota de fe cambiaría el mundo. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

30 de junio de 2013

"Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado"

XIII TO –C- 1 Re 19, 16b.19-21 / Gal 5, 1.13-18 / Lc 9, 51-62

 

Cristo fue libre y  radical en su vida y en la expresión de sus creencias. Fue libre para oponerse a las autoridades religiosas y civiles de su tiempo; fue libre para acoger a pecadores y a personas marginadas por la sociedad de su tiempo; fue libre para tratar y relacionarse con las mujeres; fue libre para interpretar y practicar muchas normas y ritos de la ley mosaica; fue libre ante sus padres y parientes; fue libre...  Y que fue radical en su vida y en la expresión de sus opiniones y creencias también resulta evidente: recordamos el evangelio: deja que los muertos entierren a sus muertos; el que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de los cielos. Seguramente que los fariseos que hablaron y trataron a Jesús no tenían la más mínima duda sobre la libertad y la radicalidad de Jesús de Nazaret. En su seguimiento los cristianos, los  deberemos ser igualmente libres y radicales.

La palabra “libertad” la usamos con muchos significados. Cuando el adolescente le dice al padre o al maestro que le dejen en paz, porque él es libre de hacer lo que quiera; cuando el conductor se salta alegremente las reglas de tráfico, porque nadie le va a decir a él cómo tiene que conducir; cuando, en fin, uno hace lo que le da la gana, porque a él solo le importa el provecho o bienestar propio, no está usando la palabra libertad en sentido correcto, pues nunca la libertad puede ser entendida como  un pretexto para el egoísmo. Y, si hablamos no de la libertad en sentido general, sino de la libertad cristiana, parece aún más evidente que la palabra “libertad” debe entenderse en el sentido en el que Cristo la predicó y la usó. Es el sentido en el que la usa  Pablo en el texto de la carta a los Gálatas,  “carta Magna” de la libertad cristiana.

 

La primera frase que hoy leemos es para ponerla en un marco y meditarla todos los días: “para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”. Y, para que quede claro el sentido que él da a la palabra libertad, añade: “vuestra vocación es la libertad... sed esclavos unos de otros por amor”. Es difícil decirlo más claro y mejor con menos palabras: libertad con amor, sí; libertad sin amor, no. Por supuesto, que San Agustín dijo esto mismo de muchas formas y en muchas ocasiones. Si amas, en sentido cristiano, se entiende, haz lo que quieras, porque no puedes desear nunca hacer algo malo a la persona que amas. La libertad con amor nos lleva al servicio y a la veneración del prójimo. La libertad sin amor siembra siempre discordias y hace imposible una buena convivencia. La libertad asume positivamente las normas en cuanto son la garantía de la libertad y el respeto de todos y, además, va unida a la responsabilidad que es la capacidad de responder de aquello que hemos hecho o dejado de hacer... y a la verdad porque “es la verdad la que nos hace libres” de cualquier forma de poder o manipulación.

 

La radicalidad es necesaria, porque se trata de ser fieles a la raíz de la que hemos brotado y crecido. Nuestra raíz es Cristo y ser radical es ser fiel a Cristo. El radicalismo, en cambio, se refiere, a una actitud intransigente, fundamentalista y muchas veces violenta y agresiva, ante creencias o actitudes distintas de las nuestras. En la sociedad en la que hoy vivimos debemos predicar y vivir nuestra fe con radicalidad, pero no con radicalismo.  No queremos que baje fuego del cielo para acabar con nuestros enemigos. Porque, volviendo a San Pablo, sabemos que si nos mordemos y devoramos unos a otros, terminaremos por destruirnos mutuamente. El camino es proponer, denunciar, vivir... sin desánimo, poniendo toda la existencia, como Eliseo y los grandes profetas, a disposición de Dios. Que así sea con su Gracia.

 

14 de junio de 2013

"Tu fe te ha salvado, vete en paz"

XI-TO- C- Sam 12, 7-10.13/Gal 2, 16.19-21/Lc 7, 36-8, 3

 

Me pidieron un artículo para la revista “La Sagrada Familia”, abril 2013,  sobre el papa Francisco y lo titulé con las palabras de su lema papal: “Miserando adque eligendo”-Le miró con misericordia y le escogió”.  Es verdad que no se refiere al episodio evangélico de este domingo pero lo es también que puede aplicarse sin forzar el texto. La mirada de Jesús a la mujer que se acerca, besa sus pies,  los unge con perfume y los riega  con sus lágrimas es misericordiosa, llena de ternura, no es de desprecio ni solo moralista; va más allá, se dirige al corazón arrepentido de la mujer, ve en ella a una persona necesitada de amor, reconciliación, paz interior.

 

No es cristiano adoptar una postura de rechazo o condena o juzgar a una persona  reduciéndola, por ejemplo, sólo a su sexualidad, sin tener en cuenta otros valores y dimensiones de su personalidad. A todos debemos anunciar y ofrecer la posibilidad de descubrir en Jesús la propia dignidad, la acogida liberadora, la aceptación de su propia realidad.  Jesús mismo, antes de aceptar los gestos de la mujer,  se ha sentado a comer en la mesa de un fariseo que seguramente quería discutir temas de la Ley con él Simón no podía prever lo que sucede durante el banquete pero no entiende la escena que está viendo en su propia casa: a aquella mujer impura hay que apartarla inmediatamente  de Jesús, es un escándalo. Y, sin embargo, Jesús se deja querer, con ternura le ofrece el perdón de Dios, la invita a descubrir dentro de su corazón una fe que la está salvando: “Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado…Vete en paz”.

 

Jesús dice en el evangelio de Lucas “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (6, 36). El primer rasgo de Dios es la compasión (“El Señor ha perdonado ya tu pecado,  no morirás”, dice Natán a David) por eso la actitud primera  no es el desprecio o la separación de los “impuros” como pensaba el fariseo Simón,  sino el amor compasivo. Jesús toca a los leprosos, considerados “impuros e indignos del culto”, acoge a los pecadores, come con los publicanos… su mesa está abierta a todos, nadie queda excluido porque nadie está excluido del corazón de Dios, un corazón de Padre que  quiere renovar la vida, transformarla, hacerla más digna, abrirla hasta el horizonte infinito de su amor: “Tu fe te ha salvado… vete en paz”. La misericordia cambia el mundo, lo hace menos frío, más justo.

 

La salvación se juega en el encuentro personal, en el  interior de la persona, no en lo exterior. San Pablo lo dice con rotundidad: la salvación es un don de Dios que se nos ha dado en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. No es pues una cuestión de mínimos, o de cumplimiento de unas normas externas, frías. Pablo vive de la fe en el Hijo de Dios, porque sabe que Dios le amó hasta entregarse por él. Es el convencimiento de que Dios le ha amado el que le anima a vivir por Él, con Él y para Él, hasta el punto que se atreve a decir que ya no vive él, sino que es Cristo quien vive en él. Al sentirse amado y perdonado por Dios, él se siente en la gozosa obligación de amar y perdonar a todos los demás. Pablo confiesa: estoy tan unido a Cristo que se que su salvación es por mí y para mí: “me amó y se entregó por mí”. Para Pablo y para todos los creyentes no es una cuestión secundaria sino principal: el pecado mayor consiste en el creer que pueda existir un pecado  más grande que la misericordia del Padre. Dios nos libre de este pecado que, a fin de cuentas, es el único pecado que  no puede perdonar  porque  le rechazamos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de junio de 2013

"No llores"

X TO –C-  1 Re 17, 17-24 – Gal 1, 11-19 – Lc 7, 11-17

 

Tarde o temprano llega un día en el que un acontecimiento inesperado, la crisis, la muerte, el desamor, una enfermedad…   rompe nuestra seguridad. Vivíamos tranquilos, sin problemas ni preocupaciones, todo parecía asegurado para siempre. Esto sucede y crea en nosotros un espacio para hacernos preguntas, liberarnos de engaños y arraigar nuestra vida en lo que es realmente esencial para la misma. Los evangelistas nos presentan a Jesús como fuente de esperanza en medio de las crisis y dificultades del ser humano.  El relato e Lucas nos narra que Jesús se encuentra  con un entierro en las afueras de Naín. Sus ojos se fijan en aquella mujer rota por el dolor: una viuda sola ay desamparada que acaba de perder a su hijo. “No llores”, la dice. Siempre es posible la esperanza incluso ante la muerte.

 

Para ello es importante ir al núcleo de la fe: desprenderse de las falsas ideas que impiden el encuentro con Dios y vivir una experiencia nueva. El mundo que pertenece a Dios (creencias, ritos, celebraciones…) y el mundo propiamente nuestro, en el que nos movemos, trabajamos y nos divertimos, el que nos interesa a nosotros… no van separados.  A Dios le interesa nuestra vida que es “lo más sagrado” y su gloria somos nosotros viviendo en plenitud nuestro ser y nuestra vocación.

 

Pocas experiencia son tan dolorosas en la vida como la pérdida de un ser querido. El amor , la amistad… tarde o temprano llega el momento del adiós.-  Y de pronto todo se hunde, desconsuelo: impotencia, pena, desconsuelo… nuestra vida ya no podrá ser nunca más como antes… y, sin embargo, hay que recuperar de nuevo el sentido de la vida. Para ello  debemos recordar que liberarnos del dolor no quiere decir olvidar a un ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es  una ofensa a quien nos ha dejado para siempre.  De alguna manera esa persona sigue viviendo en nosotros: su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo lago de los años y ahora, en su memoria debemos seguir mirando hacia delante con confianza.  Es el “ahora” lo que nos queda y lo que podemos transformar.

 

Seguro que en nuestro interior se acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos a un ser querido. Momentos de gozo y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas, penas compartidas, proyectos realizados o que se han quedado a medias…  no olvidemos que nuestro amor es siempre imperfecto por lo que no podemos torturarnos por lo que dejamos de hacer o podríamos haber hecho mejor… lo importante es siempre perdonarnos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios. Dios no rechaza nuestras quejas, dudas, temores… las entiende y se hace cercano.  Jesús se conmueve y de su corazón salen dos palabras que hemos de escuchar desde el fondo de nuestro corazón: “No llores”.  En Jesús descubrimos que solo quien tiene capacidad de gozar profundamente del amor del Padre a los pequeños tiene capacidad  de sufrir con ellos y de aliviar su dolor, de liberar del sufrimiento.

 

Es así que la intervención de Dios frente a ese mal primeramente se produce trayendo esa esperanza. Si en tiempos antiguos lo hizo a través de profetas como Elías, como nos cuenta la primera lectura, con Jesús es el mismo Dios el que viene a mostrar los senderos de la vida. Nos muestra, con su propia vida, con signos como hoy, pero también con su propia muerte, con la Resurrección, que nada de lo que llena de dolor al ser humano, de sufrimiento y muerte, nada de eso tiene la última palabra para Dios. Dios es un Dios de vida, no de muerte. Lleva consigo la vida. Esa es la enseñanza  que Jesús, profeta de la compasión de Dios,  muestra con la resurrección del hijo de la viuda de Nain, Dios se compadece del dolor y la muerte y lleva consigo la vida y, al mismo tiempo, nos enseña y ayuda a combatir el mal, el dolor y el sufrimiento.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

31 de mayo de 2013

"Dadles vosotros de comer"

CORPUS CHRISTI- Gn 14, 18-20/1 Cor 11, 23-26/Lc 9, 11-17

 

La Iglesia celebra la eucaristía, lo hemos escuchado en la segunda lectura,  según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecerlos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”. Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.

Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para cada uno de nosotros  pan de vida y bebida de salvación: memoria de obediencia filial y súplica confiada; memoria de la santidad divina arrodillada a los  pies de los discípulos  para lavarlos; memoria del Señor hecho siervo de todos; memoria de una pobreza abrazada para enriquecernos con ella; memoria de una locura, que hizo de la tierra a Dios para hacernos  a nosotros del  cielo.

Ésta es la memoria de una encarnación, de un descenso de Dios al abismo de nuestra morada; memoria de Dios hecho prójimo del hombre, buen samaritano de hombres y mujeres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas. Ésta es la memoria de un nacimiento en humildad y pobreza;  memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; ésta es la memoria de la salvación que se ha hecho cercana a los fieles, de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad; ésta es la memoria de un beso entre la justicia y la paz.

 

Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios hecho hombre, memoria de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Ésta es la memoria del Señor. Y nosotros la mantenemos viva en nuestro corazón y en las acciones de nuestra vida.

 

Para el cristiano, la Eucaristía es, más que una obligación, una necesidad. En ella celebramos la fe, acogemos  el don  que se nos ofrece y no nos reservamos para nosotros solos la Gracia. Con espíritu abierto invitamos a todos a saborear el pan y a vivir la Presencia de Dios entre nosotros, único que sacia el hambre  de verdad y la sed de plenitud que habita en el corazón del hombre.  Ante la actitud de los apóstoles (“Despide a la gente; que vayan a las aldeas a buscar alojamiento y comida”) Jesús responde: “Dadles vosotros de comer”. Ellos hacen cálculos y la cuentas no salen (“No tenemos más que cinco panes y dos peces”). Jesús después de bendecir “lo que tienen” parte, divide y reparte entre todos. Es todo un signo para que aprendamos a realizar el milagro de compartir: “Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”.

 

Jesús comparte su vida, la entrega y esto es lo que nos deja: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y del mismo modo que él nos acompaña, el Sacramento de la Eucaristía nos apremia a mirar  al prójimo con ojos de amor porque una Iglesia eucarística es necesariamente una Iglesia misionera. La Eucaristía nos lleva a que seamos “pan partido” para el servicio de todos, incluso de aquellos que nos han venido al banquete;  la Eucaristía nos recuerda que ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de uno mismo a los demás. No somos peatones  de las nubes; vivimos profundamente la realidad, unidos a Jesús “sacramentado” en el Pan de la Eucaristía y en el corazón de  los hermanos más necesitados.   Que así sea con la Gracia de Dios.

 

19 de mayo de 2013

"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo".

Pentecostés -  Hech 2, 1-11; Rom 8, 8-17;  Jn 14, 15-16.23-26

 

La escena de Pentecostés narrada en  los Hechos de los Apóstoles es muy rica en símbolos con gran significado religioso. Lucas narra la llegada del Espíritu como se explicaban en el Antiguo Testamento las manifestaciones de Dios,  en especial, en los textos en los que Dios hace Alianza con su pueblo en el Sinaí (la fiesta judía de Pentecostés hacía memoria de este acontecimiento), refiriendo fenómenos parecidos: ruidos, vientos recios, estruendos, truenos… Es el momento de la fundación de Israel como pueblo de Dios. Lo mismo acontece en el Nuevo Testamento. Ya reunidos por Jesús, se constituye ahora la comunidad plenamente en Iglesia, en comunidad que ora, predica y convive: sin miedo, con alegría, con paz. Israel recibió en el Sinaí una Ley, tesoro del pueblo y don eminente de Dios. La Iglesia, el día de Pentecostés, recibe también un regalo, el don por antonomasia, la mismísima persona del Espíritu Santo. Es la Nueva Ley, que hace posible la creación de una humanidad y una vida  nueva que es participación anticipada de la vida divina. Una vida de libertad, de paz, de alegría, de perdón y de comunidad.

 

Esa nueva Ley, ese Don,  es el Amor mayúsculo que es Dios. Decía santo Tomás que  no podemos esperar de Dios un regalo mejor que Él mismo. Y así es. Con el Espíritu lo que se nos da es el don del Amor, que no es sino la vida de Dios, Dios mismo. Ese Amor, esa Ley, es lo que nos hace capaces de perdonar, de cerrar las heridas, de vencer el miedo y de construir una sociedad más humana y más justa. Para eso está fundada la Iglesia, esa es su misión. Pablo desglosa admirablemente qué significa el don del amor en su imagen del cuerpo de Cristo. Todos somos incorporados a Cristo por haber bebido de un mismo Espíritu. Igual que el cuerpo posee muchos miembros y sin embargo es uno solo, lo mismo en la Iglesia: hay muchos dones, ministerios y funciones, pero todos destinados a la consecución del bien común. En la creación de una humanidad nueva, de un gran cuerpo del que cada uno de nosotros formamos parte, el Espíritu hace posible la unidad gracias a la diversidad (y no la unidad a pesar de la diversidad): siendo diferentes, teniendo cada uno características personales y gozando de dones distintos, todos tenemos que estar implicados en la construcción de la comunidad humana. Es el Espíritu el que suscita la pluralidad: la variedad y la diferencia son dones  del mismo Dios. No pretendamos uniformar lo que Dios ha hecho diverso. Conjugar la diversidad de lenguas en una gramática universal: el bien común.

 

El regalo ya ha sido hecho. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ahora nos toca ser dóciles a ese Espíritu, escuchar sus mociones, dejarnos aconsejar por la suavidad de su caricia. Su soplo es suave en nuestro rostro, pero es fuego en nuestras entrañas: nos llama a salir, a exponeros al daño que supone amar y dar la vida por la comunión de los hombres y las mujeres de este mundo. A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”. Que así sea con la Gracia de Dios y la Fuerza del Espíritu.

 

2 de mayo de 2013

"Que no tiemble vuestro corazón..."

VI DE PASCUA -C- Hech15,1-2,22-29/Ap 21,10-14.22-23/Jn 14,23-29

           

Es propio del mensaje de Cristo inaugurar un modo nuevo de relación del hombre con Dios. A la idea antigua del Dios lejano, que se presenta con el rayo, el trueno o el fuego, sucede la imagen de un Dios-Padre que ve en el hombre al hijo querido, cuya cercanía busca. Y, de la misma manera que a la persona que amamos la tenemos presente, más aún, dentro de nosotros mismos y la vemos solo con cerrar los ojos, así Dios quiere que le busquemos y recibamos en la intimidad de nuestro ser. Porque es ahí, en el interior, el lugar en el que se libran esas tensiones calladas que nadie más que nosotros conoce; es dentro de nosotros, donde se ganan o se pierden las auténticas batallas de la vida, donde fluyen las intenciones, deseos e impulsos...es ahí donde Dios quiere habitar, el espacio donde él quiere estar presente.

 

No es el cielo o el sagrario su morada principal (no había templo en la visión del Apocalipsis: “Santuario no vi ninguno”); son nuestras personas su lugar más íntimo; nuestro interior se ha convertido, en palabras de Jesús, en la más grande catedral que tiene a Dios mismo como arquitecto...Dios vendrá a morar dentro de nosotros mismos para transformarnos, con la fuerza del Espíritu,  paulatinamente en él, para que podamos entender y guardar las palabras de Jesús y  “enseñarlo” al mundo. El amor se manifiesta cuando aquel a quien amamos vive en el fondo de nuestro corazón y “se manifiesta” en nuestras palabras y en nuestras obras.

Pablo, apóstol de los gentiles, juega un papel importante como describe la lectura de hoy, referida al Concilio de Jerusalén del año 49, primer concilio de la Iglesia, en el que se abordan estos temas. Allí se decide no “imponer más cargas que las indispensables”. Y esto es importante porque, a veces, las cargas, normas, obligaciones, han impedido ver lo esencial. Pablo quiere dejar claro que lo que nos salva, lo que nos pone en paz con Dios, es la fe en Jesucristo, no las obras de la ley. Y, además, deja entrever la necesidad de actualizar el mensaje perenne del evangelio, no para rebajarlo, sino para salir al encuentro de las nuevas culturas y nuevas generaciones. Desde este convencimiento la fe saltó a Asia y se extendió a todos los pueblos del mediterráneo.... es católica, universal.

 

El amor a Dios nos produce paz y alegría, nos hace personas equilibradas y optimistas. No queremos ser ingenuos ni irresponsablemente utópicos, pero no permitimos que nuestro corazón se acobarde ante las innumerables e inevitables dificultades que la vida nos presenta. Una persona en la que mora Dios, que está siempre en comunión con Dios, sabe que lleva encerrada, en el frágil vaso de su cuerpo, la fortaleza de Dios. Evidentemente podrá sentir miedo físico, debilidad psicológica y hasta imperfección espiritual, pero sabrá que la presencia del Dios que mora y vive dentro de él le va a proporcionar la fuerza  necesaria para resistir los achaques del cuerpo y las debilidades de su espíritu.  Jesús vive en nosotros, es paz que debemos contagiar, fuente de reconciliación y de vida, por eso “no tiembla n se acobarda  nuestro corazón”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

28 de abril de 2013

"Como yo os he amado, amaos también entre vosotros"

V DOMINGO PASCUA -C-   Hch 14,21-27/Ap 21,1-5/Jn 13,31-35

           

“Os doy un mandamiento nuevo” afirma Jesús.  Es verdad que el amor, el afecto, el gozo, el cariño, la pasión, como expresión constante del corazón humano, es tan antiguo como el hombre mismo pero Jesús, sin embargo,  lo denomina,  mandamiento nuevo.  Porque se nos propone el amor mismo de Dios manifestado y comunicado en Cristo como modelo. La novedad cristiana del amor está en la referencia: “Como yo os he amado”,  que manifiesta su perfección y su meta. El amor de Cristo es nuevo porque ama al hombre no desde fuera, sino desde dentro del hombre mismo: lo acepta tal como es; cree en el hombre y en sus posibilidades; se da a sí mismo, se entrega totalmente sin medida y sin condiciones; entra en comunión plena con la humanidad, hasta hacerse hombre, vivir como hombre, morir como hombre; fecunda la existencia humana con su vida divina, hasta eternizarlo en su resurrección y en la vida eterna. Es un modo de amar que no se mueve por simpatías o antipatías; que no se mantiene distante del otro; que no termina nunca de darse a sí mismo haciéndose prójimo con el otro, con todo lo que ello entraña de aceptación, acercamiento, compasión, misericordia, hasta alcanzar una verdadera comunión con él... Un amor así es nuevo, absolutamente desconocido, hasta el amor de Jesucristo y  solo es posible con su Gracia.

 

Desde esa  experiencia de amor podemos afirmar con el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”.  El autor imagina a la Iglesia como una ciudad, la “nueva Jerusalén, la morada de Dios con los hombres”. Una Iglesia siempre joven y llena de vida, franca, sin fronteras, con los brazos abiertos acogiendo a todos. Esta Iglesia, tan hermosa y magnífica en su destino, tiene un reflejo, aunque pálido, en la Iglesia histórica, en las comunidades fundadas por los primeros apóstoles y  en las que se encarna  hoy el amor y la fe de los cristianos. ¿Qué es lo que hace brillar ante los hombres el verdadero rostro de la Iglesia, un rostro bello y atractivo? Indudablemente la caridad. La Iglesia docente es necesaria, insustituible, pero a los ojos de los hombres, no es el rostro más atractivo. La Iglesia que celebra los sacramentos es importantísima, y manifiesta la cercanía a sus hijos en diversas situaciones y circunstancias de la vida, pero tampoco es el rostro que más seduce a los cristianos, menos todavía a los que no lo son. Tampoco el rostro más genuino de la Iglesia nos lo ofrecen sus instituciones, a veces tan criticadas por nuestros contemporáneos. El verdadero rostro de la Iglesia nos lo da la Iglesia-Caridad- Comunión, la Iglesia que realmente ama y se dedica a comunicar amor mediante todos y cada uno de sus hijos. No desligamos jamás la caridad de la fe, del dogma, de la liturgia, de la enseñanza y predicación ni de las instituciones, pero que el rostro más bello, genuino y verdadero, que cada uno de nosotros puede  ofrecer  de la  Iglesia, ha de ser  el rostro de la caridad verdadera y del amor sincero. Recordemos lo que san Pablo dice en el himno a la caridad: aunque lo tenga todo, "si no tengo amor, nada soy".

 

Cuando el cristiano ama “como el Señor nos amó” está engendrando vida nueva, haciendo presente el amor de Dios a los hombres. De modo sencillo, nada espectacular, como es el misterio mismo de la vida. Pero en cada sonrisa devuelta, en aquellas ganas de vivir recuperadas, en quien ha encontrado el sentido de la vida,  ha habido un pálpito del amor de Dios que es amor de vida…Cambian las costumbres, las modas, pero el amor permanece siempre idéntico, es decir, siempre mirando hacia el otro, y, al mismo tiempo, siempre distinto, sorprendido y sorprendente. Siempre nuevo, como nuevo es cada día, aunque parezca igual al anterior... Sólo el amor nos hace pasar de la muerte a la vida. Acabo con san Agustín: “la medida del amor es amar sin medida” y “La Sagrada Escritura lo único que manda es amar”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

12 de abril de 2013

"Es el Señor"

III DOMINGO DE PASCUA -C-   Hch 5,27-32.40-41/Ap 5, 11-14/Jn 21, 1-19

“¿Me amas más que estos?”.  Y Pedro ya no se compara con nadie; su respuesta es sencilla, brota de lo mejor de su corazón: “Tú sabes que te amo...tú sabes que te quiero”. Tú conoces mi negación, mi cobardía, mis sentimientos...Tú sabes que, desde la verdad de mi ser, a pesar de todo, te quiero. Jesús examina a Pedro sobre el amor, porque desde el amor habrá de ejercer la autoridad que le concede. Pedro no es la “piedra” porque tiene autoridad-poder, sino porque ama a Jesús y está dispuesto a seguirlo y a dar testimonio de él incluso con la propia vida.

Desde entonces no hay autoridad en la Iglesia si no nace de este amor humilde. Porque solo el amor convierte la autoridad en servicio.  Sólo desde esta actitud de fe y amor,  Pedro y los otros discípulos,  asumen su misión en la Iglesia y su testimonio en el mundo, que ha de ser universal y abierto a todos (como simbolizan la red y el número de peces, 153). Por la palabra de Jesús la red se llena de peces tras una noche confiando en las solas fuerzas;  por su palabra desafían a los judíos afirmando que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”; por su palabra vuelven contentos después de ser ultrajados. Sólo los testigos hablan al corazón de las personas y entregan la vida por el otro, porque hablan de lo que previamente han escuchado a Dios. De la oración contemplativa brota la palabra de vida.

El diálogo entre Jesús y Pedro hay que trasladarlo a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este pasaje evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús interrogaba también a cada uno de nosotros». La pregunta: «¿Me amas?» se dirige a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas; es algo mucho más íntimo y profundo: es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Muchas veces, durante su vida terrena, había preguntado a las personas: «¿Crees?», pero nunca: «¿Me amas?». Lo hace sólo ahora, después de que, en su pasión y muerte, dio la prueba de cuánto nos ha amado Él. 

 

Ojalá sintamos siempre que, a pesar de todo, el Señor nos sigue mirando con cariño, sigue creyendo en nosotros,  nos anima a seguir adelante, nos rehabilita y confirma en la fe; ojalá podamos seguir diciendo, ante la mirada de amor y comprensión del Maestro: “Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que yo te quiero”; ojalá, de sus labios,  podamos también escuchar: “cuida a mis hermanos” para que encuentren y tengan vida. Sabemos que, en ocasiones, preocupados por nuestra debilidad no nos resulta fácil  reconocer entre nosotros la presencia de Jesús Resucitado que nos habla desde el Evangelio  y nos alimenta en la Eucaristía, pero necesitamos ser testigos de Jesús, creyentes capaces de descubrir su presencia en medio de la vida de cada día, del fracaso y la debilidad.  La resurrección de Jesús cambia la vida y el horizonte de los discípulos… que se sienten animados, apasionados para “anunciar el evangelio”.

 

“Al que poco se le perdona, poco ama”, había dicho Jesús a la mujer pecadora pública. El camino del perdón es el camino para crecer en el amor. En nuestra vida religiosa necesitamos en lo hondo esa confianza básica de sentirnos acogidos, desde la realidad inevitable de nuestra vida hecha de luces y sombras, por alguien que nos quiere, que nos comprende y que sigue creyendo en nosotros y nos amina a seguir adelante. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

5 de abril de 2013

"Señor mío y Dios mío"

II DOMINGO DE PASCUA  -C-  Hch 5,12-16 / Ap 1, 9-11.17-19 / Jn 20, 19-31

 

La fe pascual nace de la Resurrección de Jesucristo y se funda en la experiencia histórica de aquellos  hombres y mujeres que han atestiguado haber visto a Jesús después de la muerte; y que explican esta experiencia remitiendo a la resurrección. Así fundan su fe pascual. Con su testimonio, estos testigos nos dicen que el Resucitado no ha quedado oculto, sino que ha salido al encuentro de unos hombres y esto dentro de unas ciertas coordenadas de espacio y tiempo.  La resurrección es algo que rebasa y trasciende la marcha de este mundo: es el inicio de una nueva creación y de un nuevo mundo que ciertamente nos sobrepasa pero que no es una fantasía porque el Resucitado es el mismo que el crucificado y porque, además, cambia radicalmente nuestra vida y nuestra historia... si no les creemos difícilmente creeremos en Cristo o cambiaremos de vida.

 

¡Cómo nos cuesta aceptar la realidad que no se puede aprehender y comprender, que no se puede fotografiar o filmar!. Y no obstante, la mayoría de los acontecimientos -esos que de verdad marcan nuestra vida y dejan un poso en nuestro ser- tenemos que reconocer que suceden en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra; donde las palabras se nos hacen demasiado pobres y torpes para expresar la grandeza de la vivencia que estamos experimentando. Maravillosamente lo expresaba Pascal cuando escribía: “Fuego, Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de Jesucristo, no el dios de los filósofos o los sabios. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz”..., eran razones del corazón que “la razón no entiende”, pero que lo entiende aquel que lo ha sentido...; también el  zorro al Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el corazón”. Recordemos: Lo esencial de un cirio no es la cera -aunque sea necesaria- sino la luz -sin la cual el cirio no sirve para nada-.

 

Tomás: No es que fuera un caso especial, ni el único apóstol que, con la muerte de Jesús, hubiera perdido la fe. El Evangelio nos dice que prácticamente todos se alejaron  en el momento de la crucifixión de Jesús y estaban llenos de miedo. El error de Tomás, su falta de fe, estaba en no creer a los once; él, Tomás, no creía a la comunidad. Tomás dice: aunque todos hayáis visto, aunque todos hayáis tocado, si yo no veo y si yo no toco, no creo.  De alguna manera, Tomás nos representa;  es el prototipo de aquellos que tendríamos que creer sin ver ni tocar;  que tendríamos que fiarnos del testimonio de la comunidad primera para creer en Cristo, para creer en la resurrección.

 

Es a ese Tomás incrédulo, al de ayer y al de hoy, que sigue anidando en el corazón de cada uno de nosotros, al que Jesús le sigue diciendo hoy: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Dichosas esas generaciones de XXI siglos de cristianismo, dichosos esos millones de hombres y mujeres que han creído y creen en Jesús Resucitado aunque no lo han visto con los ojos ni han metido los dedos en sus llagas... Dichosos aquellos que tienen los ojos limpios, que ven con los ojos iluminados del corazón a Jesús...Dichosos los que han tenido la gracia de descubrir en ese espacio, en el que no han entrado nuestras palabras, al que es la Palabra de Vida, y sienten en su corazón la misma visión de Juan en el último libro del Nuevo Testamento: “No temas. Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos”. Jesús, el viviente, nos hace partícipes de “su resurrección y su vida”.

 

Ojalá le sintamos con “los ojos iluminados del corazón” y le digamos, con el buen Tomás, al que es camino, verdad y vida, la misma espléndida profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”. Desde esa afirmación de fe recibiremos la paz que el Señor nos deja, la alegría del corazón y tendremos la fuerza necesaria para  hacerle presente entre los hombres, en la historia,  con la fuerza del Espíritu, al igual que hicieron, como nos describe hoy los Hechos de los apóstoles,  los primeros cristianos que, en nombre de Jesús, curaban las enfermedades del cuerpo y del espíritu. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

9 de marzo de 2013

"Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos encontrado"

IV Cuaresma -C- Josué 5, 9a.10-12; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32

 

El Evangelio del IV domingo de Cuaresma es una página muy hermosa: la parábola del hijo prodigo. Todo, en esta narración, es sorprendente; nunca había sido descrito Dios a los hombres con estos rasgos.  Empieza con estas palabras: «Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos". Entonces Jesús les dijo esta parábola...». Siguiendo esta indicación, reflexionamos sobre la actitud de Jesús hacia los pecadores: les acoge y esto le procura una oposición dura por parte de los defensores de la ley, que le acusaban de ser «un comedor y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús enuncia: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

 

Jesús no niega que exista el pecado y que existan los pecadores. Sobre este punto es más riguroso que sus adversarios. Si estos condenan el adulterio de hecho, Él condena también el adulterio de deseo; si la ley decía no matar, Él dice que no se debe siquiera odiar o insultar al hermano. A los pecadores que se acercan a Él, les dice: «Vete y no peques más»; no dice: «Vete y sigue como antes».  Lo que Jesús condena es establecer por cuenta propia cuál es la verdadera justicia y despreciar a los demás, negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano. «Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quienes, despectivos, condenaban a los pecadores que hacia los pecadores mismos.

 

Pero el hecho más novedoso e inaudito en la relación entre Jesús y los pecadores no es solo su bondad y misericordia hacia ellos.  Hay un elemento común que une entre sí las tres parábolas narradas una tras otra en el capítulo 15 del evangelio de Lucas: la oveja perdida,  la dracma perdida y del hijo pródigo. Tanto el pastor que ha encontrado la oveja perdida como  la mujer que ha encontrado su dracma dicen « ¡Alegraos conmigo!». Y Jesús como conclusión de cada una de las tres parábolas afirma: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de            conversión».  El punto común de las tres parábolas es por lo tanto la alegría de Dios. En nuestra parábola, la alegría se desborda y se convierte en fiesta. Aquel padre no cabe en sí y no sabe qué inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el ternero cebado, y dice a todos: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado».

 

Quien escuche esta parábola desde fuera no entenderá mucho, seguirá caminando por la vida sin Dios; quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y de agradecimiento; sentirá que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría. En una novela suya (El Idiota), Dostoievski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el porqué de aquel gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón». Tal vez alguno, al oír, decida dar por fin a Dios un poco de esta alegría, brindarle una sonrisa antes de morir...  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

1 de marzo de 2013

"Yo cavaré alrededor..."

III Domingo CUARESMA – C - Ex 3,1-8ª / 1 Cor 10,1-6.10-12 / Lc 13,1-9

Yahvé, es un Dios que se da nombre a sí mismo, no lo ha descubierto el hombre escrito en un templo. Es el que hace venir a la existencia lo que no existe; es quien da libertad a quien no la tiene; es quien libera de la esclavitud; es un Dios que se compromete en la historia, con los hombres y con los pueblos.  Esta es la fuerza de la lectura de este domingo de Cuaresma: Yahvé, se manifiesta como un Dios que no solo salva de las amenazas de los enemigos, sino que también viene en ayuda de las cosas más elementales de la vida: libertad, pan, paz y justicia. “He visto, he oído, me he fijado, voy a bajar”).

El evangelio de hoy va es una invitación a contar con Dios en nuestra vida y una llamada a la conversión. Jesús no ve en los samaritanos sacrificados, ni en los obreros de la torre maldad alguna para ser castigados por ello. No es el anuncio del Dios juez el que aquí aparece. Jesús habla de los “signos” de terror de la vida. Es una lectura realista de lo que ocurre y de lo que siempre ocurrirá, unas veces por la maldad humana y otras porque no podemos dominar la naturaleza. Nos recuerda que debemos  estar siempre  preparados. ¿Para qué? No diremos que para morir (aunque pueda parecer que ese es el sentido del texto), sino para vivir con dignidad, con sabiduría, con fe y esperanza. Y si llega la muerte, no nos ha de encontrar  con las manos vacías.

El evangelio propone también la  parábola sobre la higuera estéril con la intención del evangelista de hacernos  entender que la vida es como un tiempo que Dios permite para que demos buenos frutos. Por eso: ¿Para qué una higuera sin higos? Tiene razón el dueño ¿para qué malgastar tiempo, energía… si no hay fruto?  Contra toda aparente sensatez el viñador, sin embargo, propone hacer todo lo posible por salvarla. Sostenida por el amor, la solicitud y los cuidados  la higuera queda invitada a dar fruto. Algunos piensan que nos estamos instalando en una cultura de la intrascendencia. Confundimos lo valioso con lo útil, lo bueno con lo que apetece, la felicidad con el bienestar.

 

Sin embargo no es fácil vivir  sin creatividad ni compromiso alguno, con la sensación extraña de estancamiento. Vivir de manera estéril significa no entrar en el proceso creador de Dios, no entender lo que es el misterio de la vida, negar en nosotros lo que nos hace más semejantes al Creador: el amor creativo y la entrega generosa. Educar a un hijo, construir una familia, cuidar a los padres ancianos, cultivar una amistad, acompañar a una persona necesitada  no es “desaprovechar” la vida, no es ocupar un terreno estéril,   sino vivirla desde su verdad más plena, que da buenos frutos, que es fecunda… pero, claro, necesita ser cuidada, regada… vivir una experiencia profunda de Dios.

 

Dios no quiere la muerte del pecador, sino “que se convierta y viva”. No cabe el pesimismo sombrío; sino la conversión y la esperanza en un cambio fundamental que permita a la persona y a la comunidad humana realizar su destino. No cabe desmoralizarse si las cosas van mal, inhibirse, sino ponerse manos a la obra para enderezar el rumbo torcido y colocar la vida en su ruta verdadera. Dios sabe esperar. Conoce el corazón del hombre y sabe que convertirse no es fácil. Por eso la parábola de la higuera es de gran consuelo para el hombre débil y no pocas veces estéril en sus esfuerzos de conversión. Dios espera y actúa (“cavaré alrededor...). Recordemos otra vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras que el impío cae y permanece en su caída,  se obstina en su pecado. Tenemos que huir de las falsas seguridades (“El que se cree seguro ¡cuidado!, no caiga”, nos ha recordado san Pablo). Que así sea con la Gracia de Dios.