21 de julio de 2015

"Venid a un sitio tranquilo y descansad un poco..."

XVI TO – B-  Jer 23, 1- Ef 2, 13-18- Mc 6, 30-34

 

Los apóstoles, enviados por Jesús a los pueblos y aldeas de alrededor, vuelven a reunirse con él y le cuentan todo lo que han hecho, enseñado, vivido. Jesús, tras su experiencia enriquecedora en medio de la gente,  les acoge y les invita a ir a un lugar tranquilo; es como si, tras la misión,  quisiera enseñarles que hay que saber pasar  de la compañía a la soledad, de la multitud al silencio, del trabajo apostólico a la contemplación. Es necesario recuperar el sentido de la misión y de todo aquello que se hace, por eso, todos necesitamos tiempos de descanso para fortalecer el cuerpo y también el espíritu; para entrar en nosotros mismos y cultivar el sentido de nuestra dignidad y vocación; para gozar de la libertad frente a las cosas y las prisas; para estar juntos desde la gratuidad y el compartir.

 

. “Venid a un sitio tranquilo y descansad un poco…”: Baltasar Gracián (1601-1658),  en una de sus reglas de vida titulada: “Comprender la vida repartida racionalmente”, proponía tres viajes para hacer en tiempo de descanso: el primero es el viaje a los muertos para recordar la fragilidad humana frente a la eternidad  divina que hará renacer nuestras cenizas; el segundo es el viaje a los vivos para abrir bien los ojos y ser capaces de ver lo bueno que hay en el mundo, la amistad, el encuentro, el compartir... todo aquello que no es fácil valorar en el ajetreo cotidiano y el tercero es el viaje al interior de uno mismo para descubrir el recogimiento, la mirada profunda, auténtica, el rostro y la Palabra de Dios que nos susurra al oído... No todo es trabajo. No demos vueltas al círculo. La barca de nuestra vida tiene dos remos, los del lema de san Benito: “Ora et labora”, reza y trabaja. Si no manejamos más que un remo,  no avanzamos y damos vueltas en el mismo sitio. Por eso, mantengamos un equilibrio en el remar de nuestra vida.

 

 

. Pero, “eran tantos los que iban y venían...como ovejas sin pastor”. La actividad pastoril es propia de los pueblos mediterráneos. La Biblia compara en muchas ocasiones la relación de Dios con su Pueblo como la de un pastor que apacienta su rebaño (Salmo 22: «el Señor es mi pastor, hada me falta»). Esta imagen es aplicada también a los dirigentes del pueblo de Israel. Así, leemos en la primera lectura (Jr 23, 1-6) la queja que Dios remite a los que debiendo pastorear a su Pueblo le dispersan y dejan perecer las ovejas; no ejercen la misión encomendada por Dios tal como Él espera que la hicieran.

Pastorear no es otra cosa que acercar las personas a Dios y facilitar su encuentro. Es una tarea que fomenta la comunión entre Dios y los seres humanos y de ellos entre sí. Cuando Jesús ve la multitud que andaba como ovejas sin pastor, constata la necesidad que tenían de que alguien les guiara y les acompañara. La misión de los Doce, narrada en este capítulo, también fue una actividad por medio de la cual acercaban el pueblo a Dios.

Esta tarea, en la Nueva Alianza,  no se limita a la actividad de la jerarquía, sino que es propia de todo el pueblo cristiano. Todo bautizado es mediador entre Dios y los hombres, a razón de su dignidad bautismal. Acercar a las personas hacia Dios es tarea de todos y de todas, así como acompañarles en su caminar. Esta tarea pastoral, para que realmente produzca los frutos que Dios espera, ha de ser motivada por la misericordia y la compasión. Sin estos valores corremos el riesgo de buscar nuestros propios intereses.  Para ser verdaderos pastores hay que ponerse en los zapatos de los demás, estar unidos en un mismo corazón y buscar siempre el bien ajeno por encima del propio.

Que la actitud de Jesús, de servicio y entrega hasta la muerte; de reconciliación y de paz, como nos ha dicho san Pablo en el texto a los Efesios, sea la referencia primera y última del actuar  de todos los miembros de la Iglesia, en particular de los llamados al ministerio de acompañar y guiar como buenos pastores, a la comunidad. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

30 de mayo de 2015

"...somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos"

TRINIDAD  -B-  Dt 4,32-40 /Rom 8,14-17/ Mt 28, 16-20

Cuando se habla de la Trinidad lo que más se subraya es el hecho de que es un misterio incomprensible. Y eso hace que nos desentendamos: ¡si no se puede entender, mejor no pensar en ello! Sin embargo, ¡no es así! El Papa emérito Benedicto XVI, en una de sus catequesis, explicó que, cuando la Iglesia dice «misterio», no quiere decir "algo oscuro y difícil", sino "realidad luminosa y bella, aunque inabarcable". Nuestra propia vida, nuestras relaciones, son misteriosas, en el mismo sentido en el que Dios es misterioso. Descubrir que Dios es un misterio de  comunión de Personas tiene dos consecuencias enormes para la vida humana: la primera es que Dios ya no es un ser solitario, es un desbordar de Amor; la Creación no es para cubrir ningún vacío de Dios, sino para comunicarse; y la segunda es  que nos ayuda a entender que la vida y el ideal de la vida humana es donación;  que la persona humana es, ante todo, relación. El ideal de una sociedad constituida como una comunidad de personas que se aman, en la diferencia,  sólo puede construirse sobre la Trinidad.

El rostro de Dios que nos ha revelado Jesucristo es que Dios, comunión de vida y de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,  no vive para sí: ha querido hacer partícipe de su misma vida de amor al hombre, creado  a su imagen y semejanza. El ser humano no es fruto del azar, sino que es creado por amor y para el amor, que tiene su fuente y su meta en el Dios Uno y Trino. Hemos de recuperar este sentido de Dios Trinidad en nuestras vidas, porque lo importante, lo decisivo, la única y verdadera realidad es Dios y la vida en Dios, que es el Amor.  Nuestra fe no es para vivirla con miedo ni con temor, sino con alegría y esperanza, porque nos permite dirigirnos a Dios como hijos, sabiendo que de antemano somos amados, esperados y queridos por el Padre. No creemos en un Dios que se desentiende de nosotros, sino que nos acompaña, nos habla y nos escucha sobre todo aquello que nuestro corazón tiene necesidad de confiarle. Jesús nos ha comunicado su Espíritu para que nos ayude a orar y a conversar con el Padre tal como Él lo hacía. Si resulta admirable que nos podamos dirigir a Dios como Padre, no lo es menos que nos podamos sentir hijos, y aún, llenos de su mismo Espíritu.

«Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra». No estamos solos ante nuestros problemas y conflictos. No vivimos olvidados, Dios es nuestro «Padre» querido. Así lo llamaba Jesús y así lo llamamos nosotros. Él es el origen y la meta de nuestra vida. Nos ha creado a todos solo por amor, y nos espera a todos con corazón de Padre al final de nuestra peregrinación por este mundo. Aunque vivamos llenos de dudas, no hemos de perder la fe en un Dios Creador y Padre,  nuestra última esperanza.

«Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo. Él nos ha contado cómo es el Padre. Mirándolo a él, vemos al Padre: en sus gestos captamos su ternura y comprensión. En él podemos sentir a Dios humano, cercano, amigo, que nos indica el camino: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».

 

«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Este misterio de Dios está presente en el fondo de cada uno de nosotros. Lo podemos captar como Espíritu que alienta nuestras vidas,  lo mejor que hay dentro de nosotros.

 

En este día de oración por la vida contemplativa recordamos nuestros monasterios, donde las hermanas se ganan el pan de cada día trabajando con sus manos. No son piezas de museo; nos recuerdan que ahí existe siempre el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco, reflejos del amor gratuito e incondicional del Señor. Su vida fraterna quiere ser, aunque pobre y humildemente, profecía y anticipo de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo hacia la que nos encaminamos.

 

Himno de la Trinidad:

Padre, en tu gracia y ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y hermanos todos en tu Iglesia.

Al Padre, al Hijo y al Espíritu,
acorde melodía eterna,
honor y gloria por los siglos
canten los cielos y la tierra.

Que así sea con la Gracia de Dios.