XIX TO –C-Sab 18, 6-9-Sal 32- Heb 11, 1-2.8-19-Lc 12, 32-38
La exhortación: «¡Estad preparados!» no es una invitación a pensar en cada momento en la muerte, a pasar la vida como quien está en la puerta de casa con la maleta en la mano esperando el autobús. Significa más bien "estar en regla" "vivir honestamente" cada día; estar preparados para cualquier "inspección o control" porque actuamos correctamente. En el plano espiritual "estar preparados" significa vivir de manera que no hay que preocuparse por la muerte. Se cuenta que a la pregunta: "¿Qué harías si supieras que dentro de poco vas a morir?», dirigida a quemarropa a San Luis Gonzaga mientras jugaba con sus compañeros, el santo respondió: «¡Seguiría jugando!". La receta para disfrutar de la misma tranquilidad es vivir en gracia de Dios y en paz con uno mismo y los hermanos.
Jesús añade en el evangelio: "Tened ceñida la cintura y encendidas vuestras lámparas" y con esta expresión, Jesús nos invita a vivir en tensión amorosa: con la cintura ceñida —como quien está dispuesto a caminar, a servir, a responder con prontitud— y con la lámpara encendida —como quien no se resigna a la oscuridad, sino que vela, espera y ama con intensidad—.
La comodidad no forma parte del Evangelio. La vida cristiana es un camino, y por eso implica siempre un movimiento interior que requiere disciplina, voluntad, esfuerzo y perseverancia. No se trata de caer en el activismo ni de convertirnos en personas rígidas, sino de comprender que el amor verdadero se demuestra con obras. Y esas obras, a menudo, suponen superar la pereza, salir del propio círculo de intereses personales, y emplear las propias fuerzas en bien de los demás. Superar esa indolencia que adormece el alma y nos impide crecer, entregarnos, vivir con pasión, hacernos responsables de los demás y del mundo.
Si no vivimos la vida como un reto, como una misión que nos empuja a ensanchar el corazón cada día un poco más, seremos cómplices de una sociedad blanda, indiferente, apática. Una sociedad que evita el sacrificio, que no quiere implicarse, que huye del sufrimiento, que se protege en su espacio de confort y que se desentiende del prójimo. Una sociedad así no solo pierde vigor, sino que se vuelve incapaz de responder a los grandes desafíos de la historia.
Antiguamente, a esta actitud se le llamaba pereza. Hoy podríamos hablar también de comodidad espiritual: no rezar, no enfrentarse a las propias preguntas, no discernir, no implicarse en la vida del otro. Pero el Evangelio nos urge: estar en vela significa vivir despiertos, con el alma alerta, atentos a la voz de Jesús que cada día llama a nuestra puerta. Porque el Señor no se cansa de pedirnos que demos lo mejor, y ese «mejor» siempre tiene el rostro concreto de aquel que está con el que sufre, el que necesita, el que espera. Que así sea con la Gracia de Dios.