31 de agosto de 2024

"Escuchad y entended..."

Domingo XXII TO - Dt 4,1-2.6-8/St 1,17-18.21b-22.27/Mc 7,1-8.14-15.21-23

 

La Palabra nos invita hoy a escuchar-acoger la sabiduría de Dios que habla al corazón del hombre ("Escucha Israel..."), y, al mismo tiempo, es un lamento ante la superficialidad y distracción: "Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está muy lejos de mí", que conducen a un vacío interior que lleva a vivir falsamente la relación con Dios.

 

. Se subraya el valor de la interioridad, de ir a lo esencial, de la pureza del corazón como espacio de encuentro y de culto sincero a Dios. Ya lo escribía S. Agustín, eterno buscador de la verdad y de la autenticidad de la vida: "¡Tarde te amé, ¡Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así, por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo (…). Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti". Agustín conoció, experimentó la presencia interior del Señor; se convirtió y fue santo. No importa lo pecador que haya sido un hombre cuando encuentra la hermosura interior de la relación con el Señor. A esto nos llama hoy, contra todos esos vacíos, de hacer consistir la religión en cosas exteriores ("Observar y cumplir los mandamientos es vuestra sabiduría", hemos escuchado en la primera lectura).

 

. El mero cumplimiento del culto externo merece la dura descalificación de Isaías repetida por Jesús: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí". El culto, si no sale del corazón, del amor, se hace hipocresía. A Dios solo le agrada el culto vivido en el amor efectivo a Él y al prójimo, pues en eso consiste la verdadera religión, que es la fuente de la auténtica felicidad, de la santidad y de la salvación. La intención profunda, que brota del corazón, es la que hace grandes o perversas nuestras obras, palabras, culto, alegrías, penas y nuestra misma persona. Todo lo que Dios ha creado es bueno. Nuestro corazón, con sus intenciones, puede consagrar la bondad de las cosas en función del amor a Dios y al prójimo; o pervertirlas con el egoísmo, la hipocresía, la idolatría, que brotan del corazón y expulsan de la vida al Dios del amor, de la libertad, de la alegría, de la salvación.

 

. El apóstol Santiago es el hombre práctico que dice a los cristianos convertidos del judaísmo, precisamente, con todas estas tradiciones de los fariseos: "¡Mucho cuidado! No hagáis consistir su religión sólo en cosas teóricas. Acoged con docilidad la Palabra, injertarla en vosotros y ponerla en práctica. Esto es una religiosidad auténtica.  Y pone dos ejemplos: "Visitar a las viudas y a los huérfanos, y conservarse limpio y puro en el mundo".   

 

. Acojamos la verdad y la revelación de Dios que nos muestra Jesús, antes que las tradiciones de los hombres, que necesarias e importantes para configurar nuestro ser social y cultura, pueden, sin embargo, llegar a ocultar la razón de las mismas o el sentido original del mensaje que está detrás.  Vivamos una relación viva con Dios que penetre, purifique y transforme nuestros sentimientos, pensamientos y actitudes… todo nuestro ser.  Que así sea con la Gracia de Dios.  

10 de agosto de 2024

"Levántate, come..."

2024. XIX TO –B- Re 19, 4-8/Ef 4, 30-5, 2/Jn 6, 41-51

 

Hay momentos en los que pensamos que ya hemos terminado el camino. El cansancio puede más que nuestras fuerzas; hemos luchado, hemos puesto de nuestra parte todo que podíamos poner y más…, pero sentimos que todo terminó, nos faltan ánimos para continuar y nos justificamos diciendo que "ya no podemos más". Es entonces cuando nos hace falta, como a Elías, "el ángel del Señor" que nos ofrezca tantas veces cuanto sean necesarias, el alimento básico porque "el camino es superior a nuestras fuerzas". Nos puede ocurrir a nosotros y también a los demás, por eso, debemos ser "ángeles del Señor" que, sin demasiados discursos y sin querer hacer el camino de cada cual ha de hacer, ofrezcamos al que lo necesita "un pan cocido y un cántaro de agua", diciendo con sencillez: "¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas".    Ese alimento que nos hace falta y que  podemos ofrecer es Jesús,  pan vivo, pan de la vida,  pan que nos da fuerzas.

 

Terminaba el evangelio el domingo pasado: "Yo soy el pan vivo". Hoy, el punto de partida es la murmuración de los interlocutores frente a esta afirmación. En un primer momento la crítica no es tanto sobre el pan cuanto sobre el "origen" de ese pan. Se plantea de nuevo (como en los evangelios sinópticos cuando narran la presencia de Jesús en Nazaret) la dificultad de reconocer a Jesús y llegar a la fe. En este caso la pregunta sobre el origen apunta al verdadero valor de Jesús como expresión de lo que es Dios, a su autoridad como revelador del rostro de Dios. La obstinación de los judíos les impide reconocer más allá de su propio mundo, de su propio interés, están cerrados en   sí mismos. Jesús, con sus palabras, critica la actitud del desierto, la murmuración como contrapuesta a la del verdadero discípulo que escucha, que se abre, que recibe y aprende, que se alimenta.

 

La mención al pan y al vino apunta también a la "carne" de Jesús. Esta expresión alude primariamente a la Encarnación; es una reivindicación de la existencia de Jesús como Palabra hecha carne e historia en Jesús. Y Jesús promete vida eterna al que come su cuerpo y bebe su sangre. Es verdad que "es duro este lenguaje", que "muchos discípulos se volvieron atrás y o andaban con él", pero Jesús quiere subrayar: Dios está en los signos sencillos de pan y de vino, símbolos de los bienes de la tierra y del trabajo de los hombres, signos de comunión y de entrega total, de hospitalidad, amistad, encuentro, fiesta alrededor de la misma mesa, fuente de unidad, lugar privilegiado para la construcción de una Iglesia fraterna y reconciliada...  

 

No solo, algunos Padres de la Iglesia llamaban a la Eucaristía "medicina de la inmortalidad". El hecho de saber que hemos sido llamados a la vida eterna debería cambiar nuestro juicio sobre las cosas, acontecimientos, personas… pues la última palabra la tiene el Señor y el destino es la eternidad junto a Él. En la comunión es Jesús quien nos da su Gracia, su fuerza… pues somos débiles ("No soy digno de que entres en mi casa", repetía el Centurión, pero basta una palabra tuya para ser salvado). El Señor nos da, SE DA con todo su Amor y Misericordia para unirnos eternamente a Él.

 

Y la vida eterna, todo aquello que lleva vida empieza por cosas tan simples como las que nos ha recordado hoy san Pablo: "Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados… sed buenos, comprensivos…". Aunque sea más fácil decirlo que practicarlo sólo haciéndolo mostramos que hemos encontrado y comido el Pan de vida; podremos levantar al cansado para continuar el camino, contagiar a los demás los ánimos y la fuerza necesaria para no desfallecer en la lucha, a veces dura, de la vida. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

4 de agosto de 2024

Fwd: "¿Qué tenemos que hacer?

2024. XVIII TO –B-  Ex 12, 2-4.12-15/Ef 4, 17.20-24/Jn 6, 24-35

Seguimos la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan. Nos encontramos en la sinagoga de Cafarnaúm donde Jesús está pronunciando su conocido discurso después de la multiplicación de los panes. La gente había tratado de hacerlo rey, pero Jesús se había retirado, primero al monte con Dios, con el Padre, y luego a Cafarnaúm. Al no verlo, se había puesto a buscarlo, había subido a las barcas para alcanzar la otra orilla del lago y por fin lo había encontrado. Pero Jesús sabía bien el porqué de tanto entusiasmo al seguirlo y lo dice también con claridad: "Me buscáis no porque habéis visto signos (porque vuestro corazón quedó impresionado), sino porque comisteis pan hasta saciaros" (v. 26).

Jesús quiere ayudar a la gente a ir más allá de la satisfacción inmediata de sus necesidades materiales, por más importantes que sean. Quiere abrir a un horizonte de la existencia que no sea simplemente el de las preocupaciones diarias de comer, de vestir, de la carrera. Jesús habla de un alimento que no perece, que es importante buscar y acoger. Afirma: "Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre" (v. 27). La muchedumbre no comprende, cree que Jesús pide observar preceptos para poder obtener la continuación de aquel milagro, y pregunta: "¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?" (v. 28).

La respuesta de Jesús es clara: "La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado" (v. 29). El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo. También nosotros preguntamos: "¿Qué tenemos que hacer para alcanzar la vida eterna?". Y Jesús dice: «Creed en mí». La fe es lo fundamental. Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, de dejarse conquistar totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte de la fe. Exige sólo una obra: acoger el plan de Dios, es decir, "creer en el que él ha enviado" (cf. v. 29). Moisés había dado a Israel el maná, el pan del cielo, con el que Dios mismo había alimentado a su pueblo. Jesús no da algo, se da a sí mismo: él es el "pan verdadero, bajado del cielo", él la Palabra viva del Padre; en el encuentro con él encontramos al Dios vivo.

«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28) pregunta la muchedumbre, dispuesta a actuar, para que el milagro del pan continúe. Pero Jesús, verdadero pan de vida que sacia nuestra hambre de sentido, de verdad, no se puede "ganar" con el trabajo humano; sólo viene a nosotros como don del amor de Dios, como obra de Dios que es preciso pedir y acoger. El Señor nos invita a no olvidar que, aunque es necesario preocuparnos por el pan material y recuperar las fuerzas, más fundamental aún es hacer que crezca la relación con él, reforzar nuestra fe en Aquel que es el "pan de vida", que colma nuestro deseo de verdad y de amor.

Por eso San Pablo nos invita a que "no andemos ya como los gentiles, en la vaciedad de sus ideas", a "despojarnos del hombre viejo y de su anterior modo de vida…, y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios". Para ello se nos da a Cristo como Pan en quien "creemos", y luego se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Pan Eucarístico con el que nos "alimentamos". Ambos Panes, el de la Palabra y La Eucaristía, nos dan la "vida eterna". Que así sea con la Gracia de Dios.

(Palabras del papa Benedicto XVI)