2 de octubre de 2009

"SERÁN LOS DOS UNA SOLA CARNE"

DOMINGO XXVII -B- 1- Gn 2,18-24/Heb 2,9-11/Mc 10,2-16

 

            El divorcio es una realidad incontestable en nuestra cultura. Ha desaparecido la controversia que acompañó al debate público de su legalización en España hace más de veinticinco años pero se ha impuesto socialmente en la vida real. Hoy, sin embargo, las estadísticas marcan la tendencia en otra dirección: el descenso de número de matrimonios y el ascenso considerable de uniones de "pareja de hecho" de todo tipo, sin  vínculos legales, que buscan la realización individual en libertad al margen de compromisos definitivos. El descenso, constatable en cualquier parroquia, y, en cualquier caso, el aplazamiento en formalizar el matrimonio civil o religioso después de años de convivencia, nos obligan a una reflexión. En muchos jóvenes es más importante tener a mano la posibilidad de divorciarse que aspirar a amarse con más plenitud y a fondo perdido. En realidad no confían en sí mismos o en su pareja y se favorece un cambio hacia valores más individualistas.

            La Palabra de Dios hoy nos plantea directamente la cuestión del divorcio. La legislación judía en tiempos de Jesús reconocía al varón capacidad jurídica para divorciarse de su mujer. El divorcio era decisión exclusiva del esposo, nunca de la esposa ni de una autoridad judicial externa, por eso era claramente discriminatoria con la mujer. Las escuelas discutían sobre los motivos y supuestos que podía alegar el varón, pero no sobre el hecho y la licitud de derecho que tenía para conceder el divorcio. La pregunta de los fariseos a Jesús, tal como la presenta el evangelista Marcos, rebasa el planteamiento judío. Pregunta malintencionada, de la que seguramente ya sabían la respuesta: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?" Jesús aborda la cuestión en dos momentos distintos.

            En primer lugar reivindica la igualdad y dignidad de la mujer. A los fariseos les responde a partir de la legislación y con principios rotundos. Ellos se amparan en la ley, pero Jesús la interpreta, aclara y corrige con una autoridad sorprendente, argumentando a partir del Génesis: "Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer". Dios los crea en igualdad profunda y para la unidad plena: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!" La legislación muestra la incapacidad para entender el proyecto de Dios: "Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto". Pero sus palabras no son jurídicas sino proféticas y evangélicas. El proyecto de Dios es un proyecto de amor, de ayuda mutua, de unión estable y permanente hasta la muerte. En un sociedad machista Jesús lanza una impresionante denuncia contra la opresión de la mujer y manifiesta que es posible que un hombre y una mujer, iguales en naturaleza y dignidad, mantengan una relación de amor hasta la muerte.

            Tampoco los discípulos acababan de entender y, ya en casa, "volvieron a preguntarle sobre lo mismo". Y aclara con un nuevo principio: también la mujer habría de tener la misma capacidad jurídica para divorciarse de su esposo, pero por ello mismo su divorcio queda desautorizado en nombre de Dios: "si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro comete adulterio".  Jesús, en un segundo momento,  amplía su enseñanza en el círculo de los discípulos  con una escena gráfica y un gesto que entra por los ojos: el niño por definición se abre al otro, acoge el don gratuito, confía. El divorcio es un mal que perderá su poder cuando hombres y mujeres adquieran la calidad personal del niño; la unidad querida por Dios se alcanzará en la medida en que tengan la capacidad de acogida y la limpieza de miras de los niños. 

No olvidamos que la fragilidad humana hace que muchas veces el ideal de la unidad no se pueda vivir y la convivencia termina siendo un infierno..., que existen situaciones extremadamente duras y difíciles, que cuesta aceptar las exigencias y sacrificios de una vida en común..., sobre todo cuando de raíz falta lo fundamental: la madurez en el amor, la libertad o la verdad. En estos casos la Iglesia tiene que ser comprensiva y ayudar a que las personas puedan rehacer su vida y no se sientan apartadas de la comunión eclesial ("Madre y Maestra", no indiferente sino misericordiosa). La comunidad cristiana debe acompañar, fortalecer, animar... Que así sea con la Gracia de Dios.

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