III DOMIN. DE PASCUA -C- Hch 5,27-32.40-41/Ap 5, 11-14/Jn 21, 1-19
. En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres". Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles eran personas sencillas que anuncian con audacia aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Como ellos, también nosotros estamos llamados e invitados a llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida. La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio. Esta historia de la primera comunidad cristiana nos recuerda algo importante, válida para la Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, responde como Jesús en su Pasión: con el amor y la fuerza de la verdad.
. Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los santos de la vida ordinaria. San Francisco de Asís aconsejaba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy. Hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que "ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor" (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como "el Señor".
. El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Adorar a Dios significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida. Que así sea con la Gracia de Dios.