12 de diciembre de 2025

"¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!".

III Adv-A- Is 35,1-10/St 5,7-10/ Mt 11,2-11

 

La respuesta de Jesús a la pregunta de Juan (que  había señalado al Señor pero ahora está en la soledad de la cárcel y siente desorientación, silencio, frustración…) no nace del juicio a Juan sino de una delicada comprensión de su situación. En lugar de reclamarle mayor firmeza invita a contemplar lo que ya está sucediendo: la luz recupera espacios donde antes dominaba la sombras, la dignidad vuelve a levantar a quienes antes habían quedado al borde del camino, la esperanza se abre paso en nuestro día a día…

 

Jesús se revela  en hechos sencillos que nos sostienen y renuevan; llega poco a poco, no como un estallido deslumbrante o un fogonazo espiritual… o intervenciones grandiosas. El evangelio muestra  un modo distinto de obrar: una cercanía que se manifiesta en gestos discretos, en palabras que alivian, en presencia que reconforta sin imponerse. La acción de Dios, tantas veces inadvertida, avanza con la suavidad de quien conoce nuestro ritmo y no lo violenta.

 

Jesús deja entrever además la dificultad que acompaña todo discernimiento. Ni la misión de uno ni la del otro fueron entendidas por todos. Algo similar nos ocurre a nosotros. Hay tramos en los que la oración es árida y el sentido parece esquivo, incluso duele. Sin embargo, en estas zonas opacas continúa escribiéndose una historia de salvación… lo que Dios construye rara vez  coincide con nuestras propias previsiones pero siempre conduce hacia una experiencia más honda.

 

La duda de Juan permite  entrever que la fe se sostiene en una adhesión que permanece incluso cuando los contornos se desvanecen. Ese niño que nació, nace y nacerá se presenta como el regalo decisivo:  Dios se hace cercano, accesible,  capaz de entablar una presencia auténtica con la humanidad. Una relación que se fortalece tanto en la claridad como en la oscuridad de la noche y que encuentra en la fidelidad  su expresión más verdadera. Mientras caminamos, incluso en las dudas, él sigue trabajando en silencio. Esta es nuestra misión: seguir abriendo paso a la esperanza, aunque no lo entendamos del todo. La vida aunque parezca frágil sigue abriéndose paso.

 

En este sentido, el adviento nos ayuda a educar la mirada para reconocer que lo pequeño, lo que aparentemente no cuenta, es también lugar de epifanía. Un gesto de reconciliación, una serenidad inesperada en medio del cansancio, una muestra de afecto… todos ellos son signos que, sin alardes, permiten descubrir la acción de Dios en el mundo, una "acción" y una "presencia" tan sencilla y humilde, tan desconcertante,  que "¡Bievaventurado quien no se escandalice de mí!".  Que así sea con la Gracia de Dios.

6 de diciembre de 2025

"Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor..."

II DOMINGO DE ADVIENTO -A- Is 11,1-10/Rom 15,4-9/Mt 3,1-12

Jesús Higueras:

San Juan Bautista no escogió el desierto de Judea para inaugurar su ministerio por ser original o por rareza. Fue allí porque sólo en un lugar desnudo de ruidos y falsos apoyos el hombre vuelve a escucharse por dentro y, desde esa verdad, puede oír a Dios. El precursor del Mesías levantó su voz en medio de la soledad para recordarnos algo esencial: la presencia de Cristo no se reconoce en la dispersión, sino en el silencio fecundo donde el alma se abre a la gracia.

Hoy necesitamos ese desierto más que nunca. Vivimos rodeados de mensajes, pantallas, redes sociales, opiniones y noticias urgentes. Sin embargo, el ruido más dañino no es el exterior, sino el que llevamos dentro: preocupaciones que nos agobian, miedos que evitamos afrontar, pensamientos que se atropellan sin orden. Es un murmullo constante que nos impide oír el susurro más importante: la voz de Dios en nuestra conciencia.

Pero nos cuesta detenernos. En cuanto asoma la posibilidad de estar a solas con nuestra verdad, buscamos distracciones. A veces preferimos el ruido, aunque nos desgaste, antes que la claridad que nace del silencio. ¿Por qué? Porque en ese silencio aparecen nuestras heridas, nuestras incoherencias, nuestras dependencias. Y también surge la pregunta que más nos incomoda: «¿Estoy viviendo con sentido?»

El desierto –ese que Juan habitó con radicalidad– nos obliga a dejar de huir. Allí no hay pretextos. Allí el hombre se ve tal cual es. Y ese encuentro, aunque nos dé miedo, es decisivo; sin él, no hay conversión posible.

El Bautista no se anunciaba a sí mismo. Llamaba a la conversión para poder reconocer al Mesías que ya estaba en medio del pueblo. Su misión consistía en recordarnos que Dios llega cuando el hombre deja espacio. Y ese espacio no se abre con muchas palabras ni con promesas ambiguas, sino con silencio. Un silencio que no es ausencia. Es gestación. Es tierra fértil donde la gracia prende sin resistencia. Cuando uno calla por dentro, Cristo puede hablar. Cuando cesa el ruido interior, aparece una certeza nueva: Dios nos busca más de lo que nosotros le buscamos a Él.

El desierto de Juan sigue siendo actual. No hace falta viajar a Judea para entrar en él. Basta con detener el paso, apagar lo accesorio, mirar adentro sin miedo y dejar que Dios ilumine lo que encuentre. El silencio que tanto evitamos es, en realidad, el lugar donde comenzamos a vivir de verdad.

San Juan Bautista nos invita hoy a lo mismo que entonces: preparad el camino al Señor. Y ese camino se traza en el silencio interior donde Dios, sin estridencias, susurra la presencia de su Hijo. Allí empieza la Navidad. Allí nace la esperanza.