27 de diciembre de 2014

""Y por encima de todo esto, el amor..."

LA SAGRADA FAMILIA – Eclo 3, 2-6.12-14/Col 3, 12-21/Lc 2, 22-40

Todo hijo es un misterio que toma carne en la familia.  Es el acontecimiento más gozoso que les puede acontecer a los padres y les felicitamos por ello. Pero es un gozo que implicará dolor, como vemos en el episodio del evangelio de la presentación del Niño en el templo. Y es que a los hijos, bien lo saben los padrea, también hay que padecerlos. La paternidad, la maternidad exigen renuncias. Las tuvieron María y José. Ser padres es un reto, supone enfrentarse a situaciones de conflicto que pueden surgir en las relaciones internas de la familia o bien por circunstancias externas que amenazan al hijo, al futuro. Constatar esto no debe disuadir de tener hijos  pero sí evitar la frivolidad ante una responsabilidad tan seria como es la de la paternidad.

La primera lectura presenta las obligaciones de los hijos hacia los padres. La actitud de respeto, de atención, de piedad merece un premio. Ese premio será: “expiar pecados”, “acumular tesoros”, ser la alegría a su vez de sus hijos, tener larga vida. Hoy es  importante recordar esas obligaciones filiales,  pero no habría que quedarse en obligaciones o en presentarlas como buenas acciones que serán premiadas. La razón última y la verdaderamente humana y cristiana ha de ser que la relación del hijo hacia el padre ha de surgir del amor del que habla san Pablo en la segunda lectura. No se trata de cumplir una obligación o de buscar un premio, sino de llevar a la práctica unos sentimientos que son los propios de quien es producto de una relación amorosa que se continúa en el hogar donde ha crecido, agradecimiento, trato dulce, comprensión, bondad...

Las actitudes de padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres han de pasar por la relación entre los esposos. Sabemos que sólo el amor constituye realmente el matrimonio. Un amor que hay que ir buscando día a día superando las limitaciones de la naturaleza humana y circunstancias que a veces son un declarado obstáculo para mantenerlo vivo. Pues bien ese amor entre esposos es el generador normal del amor hacia los hijos y de éstos a sus padres. Si la familia es la escuela del amor, esa escuela tiene como primera y esencial lección el amor conyugal. Nada estimula más a ser amados por sus hijos que el amor que existe entre los esposos. Y el amor de los padres a los hijos será una prolongación del amor muto entre ellos. No entrarán por tanto en rivalidad sobre quién ama más al hijo, quien es más querido por ellos. Nada puede sustituir en el proceso educativo de los hijos al amor entre los padres.

Un  amor que, contra la tentación de la superficialidad y la inmediatez,  necesita tiempo para convivir con los que se aman, para escucharse, sentirse amando y amados, para disfrutar de la felicidad que genera. La familia es la “ocupación” primera de los que la forman. Es la preocupación más vital.  Que las  buenas y cordiales actitudes que recordamos y deseamos para todos estos días de Navidad  no respondan a convenciones sociales, a un querer cumplir con tradiciones familiares, sino a una necesidad de fortalecer algo que pertenece a la esencia de nuestra condición humana y cristiana: el amor, el amor entre los más próximos. Por ello recordamos y celebramos hoy una familia sencilla de Nazaret, en la crece en estatura, sabiduría y gracia, al amparo de sus padres María y José, el Hijo de Dios.

 

24 de diciembre de 2014

"El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande"

NOCHEBUENA – MISA DEL GALLO

 

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1). Esta profecía de Isaías nos recuerda lo que somos: un pueblo en camino que, en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo,  renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz.  Caminar: nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. El Señor acompaña siempre esta historia. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y de pueblo errante. También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras... la dureza y belleza de la realidad pero,  si amamos a Dios y a los hermanos, si buscamos el bien, la honestidad, la solidaridad…, si cuidamos la vida, los niños, ancianos, la familia… caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas nos rodean por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano –escribe el apóstol San Juan– está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).

 

Los pastores fueron los primeros que vieron esta “claridad”, que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos y porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño.  Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, desde dentro de nuestro corazón, alabamos su fidelidad: “Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil”. Que en esta Noche compartamos, como siempre recuerda el Papa Francisco,  la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más, como a los pastores: “No temáis” (Lc 2,10). Nuestro Padre tiene paciencia con nosotros, nos ama, nos da a Jesús como guía en el camino a la tierra prometida.

 

“Señor, ¿cómo  entender el misterio  de Belén?

Un niño, unos pañales, un pesebre y

Un destino tan poco apetecible como confuso:

La patria de la infancia, de los sueños, de la locura y del amor.

 

“Señor, ¿cómo  entender el misterio  de Belén?

Te esperaba lleno de riqueza y de poder y veo tan solo pobreza y fragilidad;

Te esperaba rodeado por los grandes del mundo y te encuentro con los últimos, con los más despreciables;

Te esperaba para repartir justicia “a los malos” y vienes regalando misericordia;

Te esperaba hombre, adulto, formado… y me sorprendes siendo un bebé.

 

“Señor, ¿cómo  entender el misterio  de Belén?

Al Dios de los ejércitos puedo temerle.

Al Dios de los filósofos, admirarle.

Al Dios de los teólogos, comprenderle.

Al Dios de los reyes, envidiarle.

Hasta al Dios de los buenos, seguirle…

Pero el Dios hecho niño, fragilidad, indefensión, sólo sí, sólo,  -gracias, Señor- le puedo… AMAR.

 

Este año  en mi familia,   en mi colegio, en mi comunidad,  en mi corazón… ¡Amaré!, Felicitaré con amor, bailaré con amor, abrazaré con amor, regalaré con amor, serviré con amor, brindaré con amor, perdonaré con amor, oraré con amor, estudiaré con amor… viviré con amor “una vida sobria, honrada y religiosa”… y así mostraré la Gracia y la Luz que Jesús ha traído para todos.

 

Y también la Paz.  Él es nuestra paz. Por eso esta Noche, Noche de “Paz en la tierra”, recordamos a quienes viven en medio de conflictos y guerras.  A  miles de cristianos en los campos de refugiados de Irak, Paquistán, Nigeria y otros países   les espera  una Navidad  bastante similar a la primera Navidad de la historia: desplazados de sus hogares, a la intemperie en tiendas de campaña,  sometidos a las bajas temperaturas… pero ellos encenderán sus velas y celebrarán el triunfo de la vida frente a la barbarie;  ellos son capaces de mantener la esperanza,  la que no defrauda,  porque está anclada en la fe en Jesucristo, “Dios con nosotros”.

 

"Gloria de Dios en lo alto del cielo" y la "paz en la tierra".  Cristo se nos da, y con ello nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los otros; para que seamos agentes de la paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. ¡Feliz Navidad!.

 

20 de diciembre de 2014

"Hágase en mí según tu Palabra"

DOMINGO IV ADV -B-  2 Sm 7,1-5.8-11.17/Rom 16,25-27/Lc 1,26-38

El pasaje del Evangelio nos relata la Anunciación. Nos centramos en las palabras de María: «… hágase en mí según tu palabra». Con estas palabras María hizo su acto de fe. Acogió a Dios en su vida, se confió a Dios. Es como si María hubiera dicho: «Heme aquí, soy como una tablilla encerada: que Dios escriba en mí todo lo que quiera». Hoy: «Soy un papel en blanco: que Dios escriba en mí todo lo que desee». Y aunque el sueño de toda joven hebrea era convertirse en madre del Mesías, no fue nada fácil este acto de fe. ¿A quién puede explicar María lo que ocurre en ella? ¿Quién le creerá cuando diga que el niño que lleva en su seno es «obra del Espíritu Santo»? Esto no había sucedido jamás antes de ella, ni sucederá nunca después de ella. Y María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica: una joven que el día de las nupcias no fuera hallada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente ante la puerta de la casa paterna y lapidada (Dt 22,20ss). ¡María  conoció «el riesgo de la fe»!

 

Pero, la fe de María no consistió en el hecho de que dio su asentimiento a un cierto número de verdades, sino en el hecho de que se fio de Dios; pronuncio su «Sí» a ojos cerrados, creyendo que «nada es imposible para Dios». Su “Amén” (palabra hebrea que probablemente salió de sus labios)  expresaba su asentimiento a Dios, la plena adhesión a su plan de salvación.  María no dio su consentimiento con triste resignación, como quien dice para sí: «Si es que no se puede evitar, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El amen de María fue como el «sí» total y gozoso que la esposa dice al esposo el día de la boda. Pensando en aquel momento, ella entona poco después el Magnificat, que es todo un canto de exultación y de alegría. La fe hace felices, ¡creer es bello!

 

La fe es el secreto para hacer una verdadera Navidad. San Agustín dijo que «María concibió por fe y dio a luz por fe»; más aún, que «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, en cambio, imitarla en concebirle y darle a luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir», es dar carne a la palabra. Lo asegura Jesús mismo diciendo que quien acoge su palabra se convierte para él en «hermano, hermana y madre» (Mc 3,33). Concibe a Cristo la persona que toma la decisión de cambiar de conducta, las actitudes de su vida (si blasfemaba, ya no lo hace; si tenía una relación ilícita, la corta; se cultivaba un rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve a ellos…).

 

Las promesas de Dios a David  (“te daré una dinastía”) se verifican en un pueblo desconocido de las montañas de Galilea;  una casa pobre en una aldea sin relieve alguno, llamada «Nazaret», de donde nadie espera que pueda salir nada bueno. Años más tarde, estos pueblos humildes acogerán el mensaje de Jesús anunciando la bondad de Dios. Jerusalén por el contrario lo rechazará. Jesús se hará presente allí donde las gentes viven, trabajan, gozan y sufren. Vive entre ellos aliviando el sufrimiento y ofreciendo el perdón del Padre. Dios se ha hecho carne  para «poner su morada entre los hombres» y compartir nuestra vida. Que podamos vivir “en la obediencia de la fe”, la fe que salva, la fe que nos capacita para decir que “somos hijos de Dios” y nos fortalece para vivir como hermanos  (Cáritas). Que así sea con la Gracia de Dios.

 

14 de diciembre de 2014

"El que os ha llamado es fiel..."

III DOM ADV -B-   Is 61,1-2a.10-11/1 Tes 5,16-24-Jn 1,6-8.19-28

Lo más característico de los profetas judeo-cristianos era precisamente su capacidad para mantener viva en el pueblo la esperanza: se colocan en segundo plano, fuera de todo protagonismo, para no oscurecer el mensaje “Yo no soy el Mesías”, dice Juan; sondean las semillas de esperanza que hay en una historia de aparente fracaso: “Como el suelo echa brotes, así el Señor hará brotar la justicia…” canta Isaías. La salvación trasciende las propias fuerzas, las propias conquistas, la propia auto-realización… son solo “una voz”,  se abren al Espíritu del Señor y, por ello, hay  motivos para la esperanza.

El año de gracia que se nos anuncia en el Adviento requiere en el pueblo, en la comunidad,  mucha humildad, apertura al misterio de Dios, disponibilidad para dejarse salvar. La predicación de Juan el Bautista invita y urge a no poner obstáculos para que el Mesías pueda venir: “Allanad los caminos del Señor”. La gracia solo requiere como respuesta una acogida agradecida.  El Bautista nos pone en la pista correcta, nos invita a que descalcemos el corazón de todo de todo lo que nos impide un encuentro  en verdad, nos lleva a la humildad del desierto y a la sencillez de la austeridad.

Estamos llamados a ser testigos, como Juan, de la Luz y la Verdad. Esto nos pide dejarnos iluminar interiormente por la Luz verdadera que es Cristo. Nosotros no somos la Luz pero podemos proyectar la que hemos recibido en el Bautismo. En un mundo  donde se han borrado las fronteras entre el bien y el mal, el día y la noche, los verdugos y las víctimas esa es una buena tarea para el cristiano: ser  testigo de luz con una vida iluminadora. Esta es la gran responsabilidad de todo creyente, la misión que se nos ha encomendado: preparar los caminos del Señor, cada uno por sus propias sendas pero todos en la misma dirección, sin  pactar jamás con la mediocridad ambiental;  sin imposiciones porque la Luz y la Verdad no se imponen, pero con la conciencia clara de nuestra humilde misión.

 

Nuestras catequesis, la predicación ha de conducirnos a conocer,  amar y seguir con más fe y más gozo a Jesucristo. Nuestra Eucaristía ha de ayudarnos a comulgar de manera más viva con Jesús, con su proyecto y con su entrega. En la Iglesia nadie es «la Luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo. Este es el fundamento de la alegría cristiana a la que también nos invita hoy la Palabra y que debe ser acogida como un don de Dios que puede ser experimentado incluso en el dolor, el fracaso o la persecución.  La alegría cristiana no se apoya en nuestras virtudes o triunfos, sino en la victoria de Cristo que permanece viva para todos nosotros: el pecado y la muerte fueron vencidos y con ellos las principales raíces de nuestra tristeza.  Dios es fiel y la vida y mi vida tienen sentido.

 

“No apaguéis el Espíritu… Guardaos de toda forma de maldad”. El Señor vendrá. Pablo nos recuerda que la vida moral no es un añadido postizo sino  que acompaña la vida de fe.  Es necesario, cómo no, la  oración, que es la actitud de quien espera sin desesperar y el alimento de la fe, pero  también es preciso que brote la  justicia, el  respeto a la dignidad de las personas, “vendar los corazones desgarrados”, misericordia, compasión… La fe y la esperanza nunca son pasivas. Que así sea con la Gracia de Dios.