25 de febrero de 2011

"PUES, AUNQUE ELLA SE OLVIDE, YO NO TE OLVIDARÉ"

DOMINGO VII –TO-A- Is 49, 14-15 / 1 Cor 4, 1-5 / Mt 6, 24-34

A veces da la impresión de que nuestro mundo, se mire por donde se mire, está instalado en un agobio permanente. Existen  problemas y no siempre se sabe bien cuál es su raíz y cómo hacerles frente. Se soluciona hoy uno y, a la vuelta de la esquina, surge otro más grave. ¿Hacia dónde dirigirse si no se sabe muy bien en quién confiar para ir de su mano? Agobiados por mil y una inquietudes parece como si estuviéramos empujados a convivir siempre con esta situación. Ocurre también que, a veces queremos añadir una hora más a nuestra vida y, resulta, que la que ya vivimos no la disfrutamos en toda su intensidad o pretendemos un mejor puesto profesional y el que desarrollamos tal vez no lo ejercemos con diligencia o, tal vez,  añoramos un mañana mejor y, quizás, no trabajamos lo suficiente para que el presente sea más justo, honrado o relajado. En muchas ocasiones, nuestra agenda personal o colectiva, está marcada por multitud de obligaciones. Tanto es así que, con razón alguien dijo aquello de “además de no ser dueños del tiempo, ahora resulta que no tenemos tiempo para lo esencial”. Es verdad.

La Palabra de Dios hoy no nos pide que seamos descuidados u ociosos, sino que tengamos confianza. Hay que comer, vestirse, descansar… y tantas otras cosas que hacer, pero la necesaria preocupación por lo cotidiano no debe acaparar todas nuestras fuerzas. Hay algo más: es necesario hacer presente “el Reino de Dios y su justicia”. Si comenzáramos por lo esencial de la vida (amor y confianza absoluta en Dios) todo lo demás sería más fácil, incluso, se nos daría por añadidura. Jesús nos hace mirar a la creación para que echemos un vistazo a los pájaros (que no tienen graneros) y a los lirios del campo (que no hilan) para que, al hacerlo, nos demos cuenta de que  nosotros, creados también,  somos más importantes por eso Dios dirige nuestros pasos, vela nuestros sueños como una madre y lejos de desentenderse de nosotros sigue con interés nuestra vida. Ante tan buen Padre, la angustia, el desánimo o la desesperanza no tienen razón de ser. Hay que relativizar muchas cosas y  hacerlo desde el sentido común: que lo secundario no se coma lo principal (el vestido al cuerpo  y el alimento a la vida).

Vivamos  el día a día con realismo cristiano sin caer en la tentación de absolutizar realidades temporales y secundarias que, casi siempre,  nos llevan al olvido de los hermanos. No se puede servir a dos señores. Dios nos quiere inmersos en el mundo, potenciando y brindando nuestros talentos, pero sin caer en la pretensión de que todo esté tan medido, tan asegurado, tan calculado y tan pensado….que nos lleve a vivir en un sin-vivir. El cristiano ha de pasar por el mundo ocupado y dinámico pero huyendo de caer en la angustia y en amargura, entre otras cosas,  porque ambas  nos paralizan y nos desestabilizan.  Cuando nos perdemos en aspectos secundarios o insistimos en diseñar una vida sin referencia a Dios o a las cosas esenciales, ocurre lo que ocurre: pesimismo, desasosiego, desesperanza y prisas. No puedo dejar de recordar una vez más a Santa Teresa que se ocupó de tantas cosas materiales, asuntos  que eran necesarios para sus conventos pero que, desde la experiencia,  escribió: “Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”.

Pablo nos recuerda un ideal: que la gente “nos considere como servidores de Cristo  y administradores de los misterios de Dios”. Que pensemos, vivamos y sintamos la vida  de Cristo, siendo fieles, cada uno,  a la tarea que se nos confió y que recordemos que   la Iglesia no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino  para comunicar los frutos de  la salvación a todos los hombres, desde la humidad y con el ejemplo de la propia vida. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

17 de febrero de 2011

"SERÉIS SANTOS PORQUE YO, EL SEÑOR, VUESTRO DIOS, SOY SANTO"

VII DOMINGO TO –A- Lev 19, 1-2.17-18/ 1 Cor 3, 16-23 7 Mt 5, 38-48

No cambia mucho, en las diferentes culturas, la postura básica de los seres humanos ante el “enemigo”, es decir, ante alguien de quien solo se han de esperar daños y peligros. Por ello podemos destacar la importancia revolucionaria que se encierra en el mandato evangélico del amor al enemigo. Cuando Jesús  dice estas palabras no está pensando en un sentimiento de afecto y cariño hacia él, menos aún en una entrega apasionada, sino en una relación radicalmente humana, de interés positivo por su persona. Este es su mandamiento: la persona es humana cuando el amor está en la base de toda actuación. Y ni siquiera la relación con el enemigo ha de ser una excepción. Quien es humano hasta el final descubre y respeta la dignidad humana del enemigo por muy desfigurada que pueda aparecer ante nuestros ojos. Es precisamente este amor universal que alcanza a todos y busca  realmente el bien de todos sin exclusiones la aportación más positiva y humana que puede introducir el cristianismo en la sociedad violenta de nuestros días. Ya sé que, en ciertos contextos, las palabras del evangelio pueden resultar un poco irritantes o ingenuas  y, sin embargo, es necesario recordarlas si queremos vernos libres de la deshumanización que generan el odio y la venganza.

No debemos olvidar que amar al injusto o violento no significa en absoluto dar por buena su actuación injusta o violenta.  Amar a los enemigos no significa tolerar  las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Existe una convicción profunda en Jesús: al mal no se  le puede vencer a  base de odio y de violencia. Al mal se le vence con el bien. La violencia genera una espiral descendente que destruye todo lo que engendra; en vez de disminuir el mal y el dolor lo aumenta. Es una equivocación creer que el mal se puede detener  con el mal y la injusticia con la injusticia.  Por eso hay que buscar caminos que nos lleven hacia la fraternidad  y no hacia el fratricidio. Jesús llama a “hacer violencia a la violencia”; el verdadero enemigo hacia el que tenemos que dirigir nuestra agresividad  no es el otro, sino nuestro propio “yo” egoísta, primario, capaz de destruir a quien  se nos opone.

Pablo sabe que vivir  a esta altura del evangelio no va a ser fácil, por ello recuerda que el Espíritu de Jesús está en cada uno y alienta con energía ese cambio de valores que alumbra nuevos modos de vivir. La caridad cristiana induce a la persona a adoptar una actitud cordial, de simpatía, solicitud y afecto superando la indiferencia o el rechazo. Naturalmente nuestro modo de amar viene condicionado  por la sensibilidad, la riqueza afectiva  o la capacidad de comunicación de cada uno, pero el amor cristiano promueve la cordialidad, el afecto sincero, la amistad y preocupación  entre las personas. Amar al prójimo pide hacerle el bien, pero también aceptarlo y valorar lo que hay en él de amable. “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”, “Sed perfectos…” Todos estamos sometidos a nuestra condición de ser humanos, sencilla y simplemente humanos. Como reconocemos en el inicio de la Misa, todos somos pecadores y sin embargo… Jesús nos invita, llama y convoca a ser perfectos en el amor, en la dedicación a los otros y el esfuerzo por ser  mejores personas. Amar igual que Dios,  solo Dios, pero amar  a su estilo, es posible si practicamos la compasión y la misericordia. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

10 de febrero de 2011

"PERO YO OS DIGO..."

VI DOMINGO TO – A-  Eclo 16, 6-21 / 1 Cor 2, 6-10 / Mt 5, 17-37

Uno de los datos más  atestiguados en los evangelios es la libertad de Jesús frente a todo lo que pueda obstaculizar su misión: frente al templo y frente a la ley, frente al poder político y los dirigentes religiosos, frente a las tradiciones antiguas y las nuevas corrientes que circulaban por la sociedad judía. Pero no es un contestatario que se oponía por que sí; su fundamento estaba en la obediencia al Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi  Padre”. Jesús, que se  mostró siempre libre para amar recordando que “no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre” y hablando  con una autoridad reconocida y valorada por todos, quiere, sin embargo,  revalidar la Antigua Alianza en su integridad, por eso,  confirma la autoridad de Moisés y de los profetas. Nada de sus enseñanzas y normas, expresión de la alianza de Dios con el pueblo,  está suprimido ni caducado. Pero, con una salvedad: que el espíritu no sea ahogado por la letra, que la ley no se separe de la profecía, porque en la base de la Ley está la liberación. “Yo soy el Dios que te saqué de Egipto”, con estas palabras  empieza la declaración del Sinaí, lo cual significa que las prescripciones religiosas y legales  eran consecuencia de la profunda liberación y garantía de la misma.

Por eso, la expresión evangélica: “dar plenitud” es descubrir el  verdadero sentido de las prescripciones. La ley es como un indicador de dirección en el camino, que no está para aferrarse a encaramarse a él sino para  señalar, orientar y marcar los límites; es una señal luminosa en la noche que nos advierte lo que no  debemos olvidar: “Cuando el sabio señala la luna, sólo el necio se queda mirando el dedo”; es necesario mirar al ideal, a la meta y ponerse en camino hacia la libertad y el amor. Al mismo tiempo, la ley puede ser también “el camino de la vida” y cuando la formulación es negativa (“No harás…, no matarás…”) es el reverso de una invitación a liberarse de todo lo que  estorba  el impulso hacia Dios, a abrirse, a crecer en verdad, a amar. Jesús libera la Palabra, aprisionada por las tradiciones de los hombres, cautiva de la historia pasada, para mostrar que Dios sigue actuando hoy y su espíritu nos habla a nosotros  pidiendo una respuesta en el plano del amor y del interior, porque es en el corazón donde el hombre pone a prueba su fidelidad a Dios y su apertura a los hermanos.

“Habéis oído que se dijo…, pero yo os digo…”: El mandamiento de “no matar” sólo se cumple en plenitud,  cuando amamos al prójimo, incluso al que nos ha ofendido, y le perdonamos de corazón. El mandamiento “no cometerás adulterio” no se refiere únicamente al hecho físico, sino al deseo psicológico. El mandamiento “el que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio”, interpretado sólo literalmente deja a la mujer en inferioridad legal frente al hombre; la plenitud de esta ley exige que sea el amor el que regule las relaciones entre los esposos. El mandamiento “no jurarás en falso” es verdadero, pero la plenitud de esta ley exige ir más allá de lo que dice la letra, exige que mi palabra y la palabra del otro sean palabras fieles  y, en consecuencia, que sea suficiente decir “sí” o “no” para cerrar un pleito o un negocio. En definitiva, que el cumplimiento de la letra de la ley, en sí misma, no nos salva; lo que nos salva es cumplir la ley en su plenitud, es decir, que la ley sea siempre expresión de mi amor a Dios y al prójimo. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

4 de febrero de 2011

"... TU OSCURIDAD SE VOLVERÁ MEDIODÍA"

Vº DOMINGO TO -A-   Is 58,7-10 / 1 Cor 2,-5 / Mt 5, 13-16

 

            Un rasgo de nuestra cultura y sociedad es la creciente secularización, la ignorancia sobre Dios, la religión y su ausencia en muchos ámbitos de la vida social. Los valores cristianos, punto de referencia necesario en la visión y comprensión del mundo, de la vida, la familia, la moral... quedan en ocasiones relegados en un mundo plural en el que coexisten muchas visiones. A veces, nada sustituye a la fe religiosa como principio orientador de la vida humana y el hombre se encuentra a la intemperie, sin un universo de valores que le protejan y que le sirvan de brújula en su vida personal y moral o se cae en el vacío del todo vale, todo es igual. En este contexto readquieren actualidad la imágenes de la sal y de la luz que encontramos en el evangelio.

            Ya el profeta Isaías se refiere a la luz cuando afirma que Dios no quiere un culto superficial o los ayunos externos, sino “que compartas tu pan, que vistes al enfermo, que no te cierres en tu propia carne”. Si actúas así “brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se convertirá en mediodía”. Hay luz en el hombre cuando no nos cerramos en nuestra propia carne. Este es el camino de las buenas obras que dan gloria al Padre, que manifiestan el rostro del Dios en quien creemos y el lenguaje que todo el mundo entiende. Honra a Dios y servicio al hombre por las obras de misericordia. Ser luz  significa “acabar” con la oscuridad; sobre todo la oscuridad del pecado que ha de ser borrada por nuestras acciones. Siguiendo a Jesús no caminamos en la oscuridad (Él es la luz que ilumina nuestra búsqueda y se refleja en nuestros rostros y en nuestras acciones de bien). Del mismo modo ser sal no es crear una realidad nueva sino transformar en su sentido más pleno la realidad que nos rodea. Aportando, de un modo discreto, el gusto y el sabor de la fe sin el cual la vida queda pierde el sentido, la identidad, la esperanza. La sal pasa desapercibida pero actúa eficazmente desde el interior de los alimentos. El sabor de los valores evangélicos no puede ser ocultado, pisado, por los caminos del mundo, sin correr el riesgo de perder el horizonte de sentido que nace de la fe.

“Vosotros sois la sal…; vosotros sois la luz…”:  no es un mandato ni tampoco un programa de acción; ambas afirmaciones definen la naturaleza misma del discípulo y testigo de Cristo: entre los demás somos sal; para los demás somos luz. Una sal que se diluye y sazona los alimentos, que impregna de sabor la vida sin volverse insípida; una luz que señala y orienta sin deslumbrar, que ayuda a identificar contornos y personas, que orienta en medio de las tinieblas que, por oscuras que sean, no pueden apagarla.

Dice una historia judía: “Un rabí preguntó a sus discípulos: ¿Cómo puedo señalar el momento en que termina la noche y comienza el día? Uno dijo: Cuando seas capaz de distinguir desde lejos una palmera de una higuera. El rabí contestó: No,  no es eso. Dijo otro discípulo: Cuando se pueda distinguir una oveja de una cabra, entonces cambia la noche al día. Tampoco, respondió el Rabí. ¿Cuándo es ese momento le preguntaron impacientes los discípulos? Cuando tú miras el rostro de un hombre y reconoces en él al hermano o a la hermana, entonces se ha acabado ya la noche y ya ha roto el día”. Esta es la luz y la sal:  el culto verdadero, las buenas obras; el sentido de una vida abierta, desde Dios, al hermano. “Caminemos, pues, como hijos de la luz” (Ef 5, 8), convencidos, como Pablo,  de que nuestra fe  “no se apoya en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios” que es Cristo crucificado. Que así sea con la Gracia de Dios.