30 de mayo de 2015

"...somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos"

TRINIDAD  -B-  Dt 4,32-40 /Rom 8,14-17/ Mt 28, 16-20

Cuando se habla de la Trinidad lo que más se subraya es el hecho de que es un misterio incomprensible. Y eso hace que nos desentendamos: ¡si no se puede entender, mejor no pensar en ello! Sin embargo, ¡no es así! El Papa emérito Benedicto XVI, en una de sus catequesis, explicó que, cuando la Iglesia dice «misterio», no quiere decir "algo oscuro y difícil", sino "realidad luminosa y bella, aunque inabarcable". Nuestra propia vida, nuestras relaciones, son misteriosas, en el mismo sentido en el que Dios es misterioso. Descubrir que Dios es un misterio de  comunión de Personas tiene dos consecuencias enormes para la vida humana: la primera es que Dios ya no es un ser solitario, es un desbordar de Amor; la Creación no es para cubrir ningún vacío de Dios, sino para comunicarse; y la segunda es  que nos ayuda a entender que la vida y el ideal de la vida humana es donación;  que la persona humana es, ante todo, relación. El ideal de una sociedad constituida como una comunidad de personas que se aman, en la diferencia,  sólo puede construirse sobre la Trinidad.

El rostro de Dios que nos ha revelado Jesucristo es que Dios, comunión de vida y de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,  no vive para sí: ha querido hacer partícipe de su misma vida de amor al hombre, creado  a su imagen y semejanza. El ser humano no es fruto del azar, sino que es creado por amor y para el amor, que tiene su fuente y su meta en el Dios Uno y Trino. Hemos de recuperar este sentido de Dios Trinidad en nuestras vidas, porque lo importante, lo decisivo, la única y verdadera realidad es Dios y la vida en Dios, que es el Amor.  Nuestra fe no es para vivirla con miedo ni con temor, sino con alegría y esperanza, porque nos permite dirigirnos a Dios como hijos, sabiendo que de antemano somos amados, esperados y queridos por el Padre. No creemos en un Dios que se desentiende de nosotros, sino que nos acompaña, nos habla y nos escucha sobre todo aquello que nuestro corazón tiene necesidad de confiarle. Jesús nos ha comunicado su Espíritu para que nos ayude a orar y a conversar con el Padre tal como Él lo hacía. Si resulta admirable que nos podamos dirigir a Dios como Padre, no lo es menos que nos podamos sentir hijos, y aún, llenos de su mismo Espíritu.

«Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra». No estamos solos ante nuestros problemas y conflictos. No vivimos olvidados, Dios es nuestro «Padre» querido. Así lo llamaba Jesús y así lo llamamos nosotros. Él es el origen y la meta de nuestra vida. Nos ha creado a todos solo por amor, y nos espera a todos con corazón de Padre al final de nuestra peregrinación por este mundo. Aunque vivamos llenos de dudas, no hemos de perder la fe en un Dios Creador y Padre,  nuestra última esperanza.

«Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo. Él nos ha contado cómo es el Padre. Mirándolo a él, vemos al Padre: en sus gestos captamos su ternura y comprensión. En él podemos sentir a Dios humano, cercano, amigo, que nos indica el camino: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».

 

«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Este misterio de Dios está presente en el fondo de cada uno de nosotros. Lo podemos captar como Espíritu que alienta nuestras vidas,  lo mejor que hay dentro de nosotros.

 

En este día de oración por la vida contemplativa recordamos nuestros monasterios, donde las hermanas se ganan el pan de cada día trabajando con sus manos. No son piezas de museo; nos recuerdan que ahí existe siempre el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco, reflejos del amor gratuito e incondicional del Señor. Su vida fraterna quiere ser, aunque pobre y humildemente, profecía y anticipo de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo hacia la que nos encaminamos.

 

Himno de la Trinidad:

Padre, en tu gracia y ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y hermanos todos en tu Iglesia.

Al Padre, al Hijo y al Espíritu,
acorde melodía eterna,
honor y gloria por los siglos
canten los cielos y la tierra.

Que así sea con la Gracia de Dios.

 

17 de mayo de 2015

"Id al mundo entero y proclamad el evangelio..."

ASCENSIÓN –B- Hch 1,1-11/Ef 4,1-13/Mc 16,15-20

 

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Llamados a ser testigos del Resucitado; a no quedarnos encerrados en nosotros mismos, a llevar la Buena Noticia a  «toda la creación».  En toda circunstancia; en todos los ambientes; en todas las relaciones que se puedan entablar, la condición de testigo es fundamental. No se trata de hablar de lo que oí, de lo que me han contado, sino de lo que he experimentado.  No es fruto de una especulación, sino de lo que ha ocurrido en mí porque El, Jesús resucitado, lo ha hecho posible. Algo absolutamente nuevo que se va descubriendo progresivamente, adquiriendo certeza interior y que tiene sus consecuencias en todos los ambientes en que el bautizado se desenvuelve.  La presencia temporal de Jesús con sus discípulos concluyó con su muerte. Ahora resucitado está presente de un modo nuevo que tendrá que ser descubierto por cada discípulo y a partir de ahí, asumir responsablemente la misión de comunicar con alegría que es verdad que el Señor ha resucitado y hace posible la comunión entre los hermanos y el crecimiento hasta la plenitud de la vida que se manifestará al final de nuestra existencia temporal. Quien se ha encontrado con el Resucitado no puede estarse quieto con su gozo. Se convierte, de uno u otro modo, en misionero.

 

Pero Jesús advierte a sus enviados de algo nada fácil de oír: «El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado». ¿Condenado? Es una palabra que no se oye demasiado en la predicación de nuestros días. Resulta difícil de pronunciar: no parece de buen tono hablar de culpa y de castigo, porque en nuestra época hay una tendencia a la exculpación universal. Nadie sería realmente culpable de nada. Siempre habría alguna justificación: el mal no radicaría nunca en la persona, sino en la educación, la sociedad, la necesidad, la perturbación mental o la presión ambiental. En cualquier cosa, menos en la libertad de la persona, que ciertamente no es absoluta pero tampoco queda anulada por la realidad.

 

Jesús, desde la centralidad de su mensaje y vida llena de amor y de ternura advirtió  de las consecuencias del mal moral que sufrió en su  propia carne; habló de la posibilidad de la perdición eterna. La recuerda precisamente en el momento en el que envía a los suyos a predicar el Evangelio a todo el mundo, poco antes de ascender al cielo. Porque en ese momento se anuncia también que el Señor volverá para juzgar. Toda la actividad del hombre en el mundo queda situada así entre la misión inaugurada por el Resucitado y la vuelta de este para recoger los frutos. La bondad infinita de Dios no es  indiferencia absoluta frente al mal y al pecado como si renunciara a la autoridad en aras de una complicidad con cierta adolescencia permanente incapaz de reconocer y aceptar la realidad de las cosas. 

 

Es verdad que la Iglesia no proclama la condenación de nadie. En cambio, sí define que podemos estar ciertos de la salvación y de la gloria de muchos: al menos, de todos los mártires y santos. Es cierto que Dios quiere que todos se salven. Pero también es verdad que la Iglesia, siguiendo la enseñanza del Señor, advierte de la posibilidad de la condenación eterna de quienes se resistan a creer y actúen contra la justicia. Tampoco éste es un mensaje pesimista. Al contrario, la justicia divina es la única esperanza de que los verdugos y los desalmados no triunfen definitivamente sobre sus víctimas inocentes y sobre los débiles de este mundo. Dios nos ha creado para la Gloria, verdaderamente libres.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de mayo de 2015

"...que os améis unos a otros como yo os he amado".

VI DOMINGO  PASCUA -B-  Hch 10,25-26.34-35.44-48/1 Jn 4,7-10/ Jn 15,9-17

 

El evangelista Juan pone en boca de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen, con una intensidad especial, algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo de los tiempos para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en nuestros días.

 

«Permaneced en mi amor». Es lo primero. No se trata solo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de todo orden. Lo importante será siempre no desviarse del amor. Permanecer en el amor de Jesús no es algo teórico ni vacío de contenido. Consiste en «guardar sus mandamientos», que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Este es mi mandamiento; que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se multiplican. Solo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En cualquier época y situación, lo decisivo para el cristianismo es no salirse del amor fraterno.

 

Jesús no presenta este mandato del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros falta verdadero amor, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría. Sin amor no es posible dar pasos hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No sabremos cómo generar alegría. Aún sin quererlo, seguiremos cultivando un cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón.

 

Vivimos en un mundo fragmentado, roto por nuestras violentas distinciones. Tales rupturas ocurren en todos los ámbitos que frecuentamos: el político, el religioso y eclesial, el familiar… Las guerras, las  marginaciones, los desencuentros culturales, el difícil diálogo interreligioso, la salvaje exclusión de los emigrantes, son muestras de nuestras severas distinciones. Hasta el mundo lo hemos dividido desde hace mucho tiempo en tres mundos. Dios no tiene acepción de personas pero se desvive por quienes padecen cualquier tipo de marginación: los pobres, los excluidos, las personas sin rostro, las gentes que viven a la orilla de casi todo. Dios “nos primerea”, dice el papa Francisco. Podemos ser portadores de alegría solo  si experimentamos la alegría de ser consolados por él, de ser amados por él”. Es Cristo quien nos ha llamado a seguirle y esto significa cumplir continuamente un éxodo de nosotros mismos para centrar nuestra existencia en Cristo y en el evangelio, despojándonos de nuestros proyectos…. “No soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Del corazón de Dios al corazón de los hombres.

 

Estos días se está recordando la caída del nazismo y el fin de la II Guerra Mundial. Me recuerda este hecho las palabras de  Victor Frank, prisionero en Aschwitz: “Por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar un hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humano intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad -aunque solo sea momentáneamente- si contempla al ser querido”.

 

Merece la pena vivir y permanecer en el amor. Ese es el secreto de la felicidad y del sentido de la vida, del por qué vivir y para qué luchar. Sabernos amados por El, como El es amado por el Padre. Y vivir en la felicidad que nos da esta certeza.  “La alegría es el primer efecto del amor” (santo Tomás). Que así sea con la Gracia de Dios.

 

2 de mayo de 2015

"Sin mí no podéis hacer nada"

V DOMINGO DE PASCUA -B- Hch 9, 26-31/1 Jn 3, 18-24/Jn 15, 1-8

 

“Sin mí no podéis hacer nada”. Así de claro habla hoy Jesús.  Él es la  verdadera vid y nosotros los sarmientos,  las ramas. Nuestra vida espiritual, nuestra vida cristiana o nuestra vida de discípulos y discípulas, no se puede comprender sin esta unión con la persona de Jesús, la verdadera vid. De él recibimos toda la fuerza, toda la vitalidad y todo el amor para ser fecundos. En realidad la insistencia del evangelio está en producir frutos y esto solo lo podemos lograr si permanecemos unidos a la vid. Se repite varias veces la palabra “permanecer” porque aquí está la clave para la fecundidad, una necesidad profundamente humana que nos toca a todos.

 

La imagen es sencilla y de gran fuerza expresiva. Jesús es la «vid verdadera», llena de vida; los discípulos son «sarmientos» que viven de la savia que les llega de Jesús; el Padre es el «viñador» que cuida personalmente la viña para que dé fruto abundante. Lo único importante es que se vaya haciendo realidad su proyecto de un mundo más humano y feliz para todos. La imagen pone de relieve dónde está el problema: hay sarmientos secos por los que no circula la savia de Jesús; discípulos que no dan frutos porque no corre por sus venas el Espíritu del Resucitado; comunidades cristianas que languidecen desconectadas de su persona. Sin una unión vital con Jesucristo se resquebrajan los cimientos del cristianismo y puede quedar reducido a  mero folklore que no aporta nadie la Buena Noticia de Jesús.

 

El que vive unido a Dios, por medio de la gracia, convierte en  valiosa cualquier acción que realice, por nimia que sea, porque su vida participa de la misma vida  divina. Por ello, cultivemos la interioridad, la contemplación, la espiritualidad. Sin estas dimensiones la existencia es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. Sin interioridad peligra la propia integridad e identidad personal. Ser cristiano exige hoy una experiencia vital de Jesucristo, un conocimiento interior de su persona y una pasión por su proyecto, que no se requerían para ser practicante dentro de una sociedad de cristiandad. Todos somos «sarmientos». Solo Jesús es «la verdadera vid». Lo decisivo en estos momentos es «permanecer en él»: aplicar toda nuestra atención al Evangelio; alimentar en nuestros grupos, redes, comunidades y parroquias el contacto vivo con él; no desviarnos de su proyecto. Solo así podremos dar fruto.

 

San Juan en el texto de hoy y en todos sus escritos nos recuerda que  el fruto es el amor. Un amor concreto, visible, no construido a través de discursos, el resonar de palabras vacías sino de los hechos.  Serán estos, los hechos, los que garantizarán la vedad de nuestro ser sarmientos  vivos y fecundos. Amar con los hechos significa sacrificarse por amor, dar lo que tenemos de más preciosos: tiempo, vida, afectos, energías… todo a disposición del hermano. La fe es un don real,   una obra primera de la que brotan todas las demás. El amor mismo nace de la fe: quien se ha encontrado amando en situaciones difíciles, hostiles; quien ha debido vivir esa palabra tan exigente del evangelio que nos pide amar a los enemigos, a quienes nos persiguen, calumnian… sabe bien que no se puede amar sin fe.

 

Porque la fe nos une a Aquel que es el mismo Amor, a Jesús,  de quien tomar, recibir  el amor que hemos de derramar  a nuestro alrededor, ese amor que, desde nosotros mismos hemos de dar.  Verdaderamente sin Él no podemos hacer nada.  Paradójicamente nuestra vida es verdaderamente viva cuando se acepta de morir por amor como nos recuerda el mismo Jesús. Todo discípulo está llamado a ser fecundo, a producir frutos de buenas obras; es decir, no solo a amar de palabras o de labios para afuera, sino con obras y de verdad. Que así sea con la Gracia de Dios.