26 de julio de 2014

"... se va a vender todo lo que tiene y la compra"

XVII TO-A-  Reyes 3, 5.7-12/ Rom 8, 28-30/ Mt 13, 44-52

Jesús utilizaba comparaciones conforme al tipo de sociedad y la manera de ser de la gente que se le acercaba para explicar el Reino, con quienes compartían momentos con él…: la naturaleza, las labores del campo, las faenas del mar, los usos domésticos o los negocios de la vida… Hoy es “el tesoro escondido…”, “el comerciante de perlas finas…”, “la red de pesca…” y al final “el buen padre de familia…” Jesús quiere destacar el valor del Reino de los cielos, que es mayor que cualquier cosa que existe en el mundo, y con la que nada se le puede comparar. Es un tesoro o perla tan rica que vale más que todo… Aunque el verdadero tesoro del hombre, el que es capaz de dar sentido a su vida, solo se encuentra en Dios, porque solo él sacia el ansia de infinitud que toda persona siente… Cada uno somos un abismo y solo un abismo más grande podrá saciarnos: “Quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta” dirá Teresa de Jesús.

El tesoro a veces se encuentra sin buscarlo, otras veces es fruto de una larga búsqueda. Ni el que busca ni el que encuentra crean el tesoro. Ya existe y quien lo descubre lo considera  como lo que da sentido a su vida y lo valora tanto que todo lo demás pasa a un segundo plano y vale en función  del tesoro descubierto. La perla y  el tesoro solo pueden referirse a lo que Dios nos ofrece gratuitamente y nunca pierde su valor: su amor incondicional. Quien encuentra a Dios, encuentra el tesoro más preciado de su vida, y a Dios solo le encontramos en Jesús y a través de aquellos con los que Jesús se identificó. Jesús es el revelador del Padre, y por él todos los hombres tienen acceso a Dios. Así se lo dice Jesús a su apóstol Felipe: “quien me ve a mí ve al Padre…” (Jn 14,9). Necesitamos de Cristo para ir al Padre, para conocer a Dios.

 

¿Dónde se encuentra hoy ese tesoro?  En el camino de la vida encontramos de todo. Por eso la plegaria de Salomón y la parábola de la red recuerdan la importancia de saber separar el bien del mal, de discernir lo que nos ayuda a madurar y crecer como personas y comunidad  y lo que nos perjudica. Pero no podemos olvidar que el tesoro se encuentra en los hermanos, en la humanidad. Dios está escondido y presente  en todos los hombres y mujeres de la tierra, en la persona que camina a nuestro lado o se sienta junto a nosotros o comparte nuestra relación familiar, o alienta nuestro trabajo o disfruta de nuestro espacio de ocio y descanso. Dios se encuentra escondido en el que sufre o llora en el interior de su corazón, en los marginados y hasta en los perseguidos por causa de su nombre. Y quien ha descubierto a Dios así, ha hallado un tesoro y es lo único que da sentido a la vida, la confianza en la bondad misericordiosa de Dios,  y en comparación con todo lo de este mundo… es tenido en nada...

 

La Iglesia no puede renovarse desde su raíz si no descubre el “tesoro” del reino de Dios. No es lo mismo llamar a los cristianos a colaborar con Dios en su gran proyecto de hacer un mundo más humano, que vivir distraídos en prácticas y costumbres que nos hacen olvidar el verdadero núcleo del Evangelio.  San Juan Pablo II lo reafirmó diciendo: “La Iglesia no es ella su propio fin, pues está orientada al reino de Dios del cual es germen, signo e instrumento”. El Papa Francisco nos viene repitiendo: “El proyecto de Jesús es instaurar el reino de Dios”;  “el reino de Dios nos reclama”. Este grito nos llega desde el corazón mismo del Evangelio. Lo hemos de escuchar. Y recuperar con  alegría y entusiasmo, pues., como nos ha recordado san Pablo,  “toda la humanidad” está llamada a ser comunidad de “muchos hermanos”, para recibir el “perdón de Dios” y alcanzar la gloria de la Resurrección. Que así sea con la Gracia de Dios.