10 de junio de 2010

"TU FE TE HA SALVADO, VETE EN PAZ"

XI-TO- C- Sam 12, 7-10.13/Gal 2, 16.19-21/Lc 7, 36-8, 3             

 

Los textos de este domingo son particularmente significativos en la enseñanza del perdón: David lo tiene todo y, sin embargo, es caprichoso. Ha interpretado que ser el rey de Israel le permite ser el dueño de personas y de haciendas. Hace que muera uno de sus generales para quedarse con su mujer olvidando que ser rey de Israel no es sinónimo de  impunidad. Natán le denuncia y David se arrepiente, llora su pecado, hace penitencia y  recibe el perdón cuando él mismo   ha sentenciado que la barbaridad que ha hecho merece la muerte. Los salmos más bellos y profundos del rey David nacieron de su corazón arrepentido

            La pecadora del evangelio  muestra su amor por Jesús y su arrepentimiento a través de las lágrimas. Su gesto constituye una especie de sacramento de reconciliación, que purifica totalmente su vida y la salva. Jesús confirma ese perdón y  declara que es la fe que la ha salvado. Es la fe como adhesión amorosa a la persona de Jesús la que ha hecho que esa persona reconstruya su vida; sus gestos brotan del amor que  purifica y salva. Se le han perdonado sus muchos pecados porque mucho ha amado. El texto contrapone la actitud de la mujer a la de los fariseos para indicarnos que lo que está en juego es cómo nos situamos ante Dios y su misericordia. Jesús alaba a la mujer porque ha sido capaz de   parar,  mirar a lo más profundo de su corazón y llorar su pecado. La pecadora actuó por amor; el amor produjo perdón; el perdón engendró más amor. Así suele ocurrir habitualmente en nuestra vida diaria.  El fariseo, sin embargo, no se siente deudor de nadie ni tiene que agradecer nada a nadie. No ha experimentado el perdón, ni la salvación  porque cree que no lo necesita.

La salvación se juega en el encuentro personal, en el  interior de la persona, no en lo exterior. San Pablo lo dice con rotundidad: la salvación es un don de Dios que se nos ha dado en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. No es pues una cuestión de mínimos, o de cumplimiento de unas normas externas, frías. Pablo vive de la fe en el Hijo de Dios, porque sabe que Dios le amó hasta entregarse por él. Es el convencimiento de que Dios le ha amado el que le anima a vivir por Él, con Él y para Él, hasta el punto que se atreve a decir que ya no vive él, sino que es Cristo quien vive en él. Al sentirse amado y perdonado por Dios, él se siente en la gozosa obligación de amar y perdonar a todos los demás. Pablo confiesa: estoy tan unido a Cristo que se que su salvación es por mí y para mí: "me amó y se entregó por mí". Para Pablo y para todos los creyentes no es una cuestión secundaria sino principal: el pecado mayor consiste en el creer que pueda existir un pecado  más grande que la misericordia del Padre. Dios nos libre de este pecado que, a fin de cuentas, es el único pecado que  no puede perdonar  porque  le rechazamos.

El perdón y el amor son como las dos caras de una misma moneda. Si amamos de verdad al que nos ha ofendido, el perdón se ofrece generoso. Y si amamos de verdad al que hemos ofendido, la palabra "perdón" brotará con humildad y prontitud de nuestros labios. Cuando perdonamos y acogemos dignificamos a la persona que nos ofendió y cuando somos perdonados nos sentimos acogidos y dignificados por la misma persona a la que ofendimos y, al sentirnos perdonados por la persona a la que amamos, se nos ensancha el alma y entra de nuevo la luz de la confianza en nuestro corazón. Dios nos ha perdonado generosamente y, cuando somos conscientes de la grandeza y gratuidad de este perdón, se agranda nuestro reconocimiento y nuestro amor a Dios,  nos sentimos más animados a perdonar también nosotros a los demás. La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso: es el descubrimiento del tesoro escondido y de la perla preciosa. Que así sea con la Gracia de Dios.