Pentecostés Hech 2, 1-11; Rom 8, 8-17; Jn 14, 15-16.23-26:
La vida lleva hoy a muchos hombres y mujeres a vivir volcados hacia lo exterior, los ruidos, las prisas y la agitación. Al hombre de hoy le cuesta adentrarse en su propia interioridad. Tiene miedo a encontrarse consigo mismo, con su propio vacío interior o su mediocridad. Son bastantes los que ya no aciertan a rezar. No sienten nada por dentro. Dios se les ha quedado como algo muy lejano e irreal, alguien con quien ya no saben encontrarse. ¿Qué puede significar entonces hablar de Pentecostés o del Espíritu Santo? ¿Puede, acaso, el Espíritu de Dios liberarnos de esa tentación de vivir siempre huyendo de nosotros mismos?
Tal vez, lo primero es confiar en Dios que nos comprende y acoge tal como somos, con nuestra mediocridad y falta de fe. Dios no ha cambiado, por mucho que hayamos cambiado nosotros. Dios sigue ahí mirando nuestra vida con amor. Pablo, para quien la vivencia del Espíritu tenía una importancia extraordinaria recuerda que a pesar de las limitaciones resulta posible vivir de una manera nueva (no sometidos al pecado); la clave está en creer en el poder del Espíritu que socorre nuestra debilidad y nos descubre "hijos" de Dios. Somos hijos y podemos vivir con la libertad la alegría de los hijos de Dios
Después necesitamos pararnos y, simplemente, estar. Detenernos por un momento para aceptarnos a nosotros mismos con paz y amor, y escuchar los deseos y la necesidad que hay en nosotros de una vida diferente y más abierta a Dios. Es fácil que nos encontremos llenos de miedos, preocupaciones o confusión (también los apóstoles se encontraban así). Tal vez, necesitamos purificar nuestra mirada interior. Despertar en nosotros el deseo de la verdad y la transparencia ante Dios. Liberarnos de aquello que nos enturbia por dentro... El Espíritu Santo es «dador de vida». Siempre que nos abrimos a su acción, aunque sea de manera pobre e incierta, él nos hace gustar los frutos de una vida más plena: «amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
Necesitamos un aliento nuevo para humanizar nuestro progreso-relaciones. Un alma nueva capaz de vivificar nuestra existencia. Y no se trata de pensar en una revolución socio-política... sino una transformación radical de actitud ante nosotros, nuestros hermanos, la creación entera; un cambio radical de la conciencia. Decía Juan Pablo II en Hiroshima que la vida de este planeta depende de «un único factor: la humanidad debe hacer una verdadera revolución moral». Los creyentes no nos sentimos huérfanos ante tal empresa: "No os dejaré huérfanos", dijo Jesús. Creemos en el Espíritu como proximidad personal de Dios a los hombres y como fuerza, luz y gracia para orientar nuestra historia hacia adelante, hacia su consumación final.
La meta de nuestro camino de madurez es el amor. Jesús nos capacita para ese amor por medio de su palabra y su ejemplo, y este amor, no solo nos transforma a nosotros, sino a la sociedad entera porque es un lenguaje que todos pueden entender y acoger. El Espíritu hace presente a Jesús en nosotros, junto a nosotros, en nuestro interior..., es su presencia continua. Lo que necesitamos es acrecentar nuestra sensibilidad ante el Espíritu y acoger responsablemente la acción de Dios que, desde el fondo de la vida y lo mejor de nuestro ser, nos llama a caminar desde la hostilidad a la hospitalidad, desde el aislamiento egoísta hacia la fraternidad, desde el acumular para tener a la plenitud de ser. Volver a lo esencial: la unidad profunda y la renovación interior viviendo los dones del Espíritu Santo: piedad, ciencia, consejo, entendimiento, fortaleza, sabiduría, temor de Dios. Que así sea con la Gracia de Dios.
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