27 de septiembre de 2019

"Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convertirán ni aunque resucite un muerto"

. XXVI TO-C- Am 6, 1ª.4-7 / 1 Tm 6, 11-16 / Lc 16, 19-31

La Palabra de Dios muestra hoy el trágico contraste entre los dos protagonistas de la parábola:

. En esta vida: mansión, púrpura, lino, lujo, ostentación, banquetes… y también ausencia de nombre y de identidad… de compasión. Calle, acera, un mendigo hambriento, cubierto de llagas, sin ayuda, sin nada más que con la compañía de unos perros... pero con un nombre portador de esperanza: «Lázaro», que significa «Mi Dios es ayuda».

 

. Tras la muerte:  la suerte de ambos cambia radicalmente: el rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «reino de los muertos»; También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán».

 

Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres, pero, el tema de fondo es, por un lado, que la riqueza no garantiza la seguridad ni la salvación y por otro que la dureza del corazón y la indiferencia son una ofensa grave a la dignidad de la persona.  De hecho, al rico no se le juzga por explotador, ni se dice que sea un impío, pero se subraya que ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo delante de las narices, en el umbral de su casa, pero no lo ha visto, ni se ha acercado a él, lo ha excluido de su vida.  Su pecado es la indiferencia, “el peor mal del mundo”, como decía santa madre Teresa de Calcuta.

 

Como el profeta Amós, en la primera lectura, Jesús viene a decirnos una vez más que nadie puede salvarse solo, que nadie puede prescindir de los demás, que todos necesitamos de todos; que no podemos ser hijos de Dios, si no somos hermanos de los hombres, hijos de un mismo Padre Dios, sensibles al sufrimiento ajeno, sin evitar el contacto, la palabra, la cercanía que nos haga superar el egoísmo brutal en el que, en ocasiones, nos movemos.

 

La parábola enseña también que no podemos buscar excusas para creer y convertirnos, diciendo que necesitamos una evidencia, un signo contundente que se imponga (“Que resucite un muerto”- “Que Dios elimine la injusticia”). Nunca lo tendremos. Pero si lo hubiera, no sería para nuestro bien. Porque nuestra adhesión a Dios no sería un acto libre, y por eso tampoco sería un acto digno de un hombre, ni digno de los hijos de Dios. La fe, como el amor verdadero, “se propone, no se impone” y quien es capaz de abrir el corazón a los demás es capaz de leer signos de la presencia de Dios, de la esperanza en la vida de cada día....

 

Estamos llamados a trabajar por la paz que nace, no del “buenismo” incapaz de reconocer el mal, sino de la justicia, que es capaz de perdón, colaboración, acogida. Hay que aprender cada día el arte difícil de la comunión, de la cultura del encuentro, purificando la conciencia de toda forma de agresividad. Igualmente es cada vez más necesario no caer en la “enfermedad de la indiferencia” tan extendida en nuestro tiempo; “Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad, provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia” (Francisco). A veces nos da miedo mirar de frente la pobreza, reconocerla, ayudar a superarla cuando sea posible hacerlo, con sencillez, honestidad o en palabras de San Pablo: “practicando la justicia, la delicadez, la paciencia, mansedumbre…”.   Que así sea con la Gracia de Dios.

 

20 de septiembre de 2019

"Ningún siervo puede servir a dos señores"

DOMINGO XXV TO -C-   Am 8,4-7/1 Tim 2, 1-8/Lc 16,1-13

La primera Exhortación del Papa Francisco titulada “La alegría del evangelio” (2013) afirma en el n. 55 un claro No a la nueva idolatría del dinero, con estas palabras: “La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano.

 

Y el n. 57: No a un dinero que gobierna en lugar de servir, subraya:Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social más humano”.

La Palabra de hoy nos lo recuerda:

El profeta Amós (783 a C) en la primera lectura dice   que la honradez y la honestidad con el prójimo son requisitos indispensables para llevar una sana y correcta vida religiosa. Tener el corazón amarrado al dinero conduce a cometer injusticias cuyas víctimas son los más pobres, por eso el profeta denuncia la lógica de una religiosidad falsa que esconde un corazón impío. Está claro que necesitamos de los bienes económicos para vivir. Nunca la miseria fue buena, ni querida por Dios. Pero hay riquezas injustas, adquiridas a costa de la explotación de los más débiles, la corrupción de las élites y esta protesta le causa la persecución por parte del rey Jeroboán y del sacerdote Amasías.

 

Jesús, en una parábola no fácil de entender, nos pone en guardia de la “perversión y seducción” a la que puede llevar la absolutización del dinero y de los bienes materiales; nos recuerda que somos “administradores” más que dueños absolutos de personas y cosas. Debemos saber relativizar las cosas de este mundo, utilizarlas de tal modo que nos ayuden a conseguir lo principal, que no nos impidan caminar hacia la meta; tenemos que ser sagaces para las cosas espirituales como lo somos para las económicas y materiales de nuestra vida, pues “el negocio más importante es nuestra propia salvación”. El dinero, legítimo y necesario para vivir con dignidad, no   nos puede hacer olvidar que hay otros valores más importantes en la vida; no puede bloquear nuestra paz interior, y nuestra apertura hacia el prójimo más necesitado y hacia Dios. No debemos idolatrar el dinero ni los bienes materiales del mundo, por necesarios que sean: “No podemos servir a Dios y al dinero”. Sólo a Dios, y en su nombre y para su gloria y la de los hombres, servirnos de todo lo demás con honestidad.

 

San Pablo nos recuerda hoy que la oración de la comunidad cristiana debe ser universal pues a todos los hombres, especialmente los que rigen los destinos de los pueblos de los que depende en buena parte el bienestar de todos, deben alcanzar la única salvación ofrecida por Jesucristo. Ojalá, sin ira ni división en el corazón, podamos alzar las manos limpias en una oración confiada y sincera a Dios por todos los hombres y mujeres nuestros hermanos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

15 de septiembre de 2019

"La alegría de Dios"

XXIV DOMINGO TO -C-      Ex 32, 7-11.13-14/1 Tim 1, 12-17/ Lc 15, 1-32

 

Texto del Papa Francisco: En la Liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y después la más amplia de todas las parábolas, típica de san Lucas, la del padre de los dos hijos, el hijo “pródigo” y el hijo que se cree justo, que se cree santo. Todas estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es gozoso, es interesante esto, Dios es gozoso, y ¿cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su ovejita; la alegría de una mujer que encuentra su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a recibir en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida. Ha vuelto a casa.

¡Aquí está todo el Evangelio, aquí, eh, aquí está todo el Evangelio, está el Cristianismo! ¡Pero miren que no es sentimiento, no es “ostentación de buenos sentimientos”! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto. Y ésta es la alegría de Dios. Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo.

Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve. Está de fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón.

¿Cuál es el peligro? Es que nosotros presumimos que somos justos, y juzgamos a los demás. Juzgamos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarlos a muerte, en lugar de perdonar. ¡Entonces sí que corremos el riesgo de permanecer fuera de la casa del Padre! Como ese hermano mayor de la parábola, que en lugar de estar contento porque su hermano ha vuelto, se enoja con el padre que lo ha recibido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay misericordia, la alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, incluso si observamos todos los preceptos, porque es el amor el que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el amor por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y esto es el amor de Dios, su alegría, perdonar. Nos espera siempre. Quizá alguien tiene en su corazón algo grave, pero he hecho esto, he hecho aquello, Él te espera, Él es Padre. Siempre nos espera.

Si nosotros vivimos según la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, jamás salimos de la espiral del mal. El Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y salvar al mundo. En realidad, ¡sólo la justicia de Dios nos puede salvar! Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios? ¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido de una vez para siempre al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este camino: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36).

Hoy es la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y se nos recuerda que la Cruz es Luz, es Purificación y es Vida porque es Cristo.