26 de julio de 2019

"Señor, enséñanos a orar..."

XVII TO – C- Gén 18, 20-21.23-32 /Col 2, 12-14 /Lc 11, 1-13

Escuchamos hoy el diálogo que entabla Dios con Abraham: Yahvé le confiesa a Abraham sus planes de castigar a las pecadoras ciudades de Sodoma y Gomorra.  Dos cosas llaman la atención de este diálogo:

En primer lugar, la íntima amistad que se trasluce entre Dios y nuestro padre en la fe, Abraham. Dios conversa con Abraham como con un amigo fiel, y entre amigos no hay secretos, por eso le confiesa cuáles son sus intenciones. La misma confianza muestra Abraham al recordarle a Yahvé que sería impropio de Él castigar al justo junto con el malvado. Y esa es, precisamente, la segunda cosa que llama nuestra atención en este diálogo: la intercesión llevada a cabo por Abraham para evitar que la acción justiciera de Dios produzca “daños colaterales”. Estamos ante una comprensión todavía primitiva de Dios que habrá de perfeccionarse a lo largo de los siglos. Pero este peculiar regateo con Dios en el que se embarca Abraham ya supone un importante avance en la manera de entender lo que es propio, y lo que no, de la Divinidad.

El rostro de Dios que poco a poco se va desvelando en el AT, se nos muestra definitivamente en Jesús que hoy se presenta como hombre de oración. En numerosas ocasiones se nos habla en los Evangelios de que se retiraba a solas para orar. Como Hijo, su relación de intimidad con el Padre y el Espíritu Santo que se manifiesta en su oración es de una cualidad única e incomprensible para nosotros, incorporados, por Él, a una relación filial nueva, por la Encarnación. Por eso, Jesús no sólo nos enseña a orar, sino que él mismo es quien hace posible una nueva forma de orar, una nueva forma de relacionarse con Dios.

La oración del padrenuestro es una oración breve y concisa, especialmente en comparación con el habitual estilo de oración judío, pero a la vez precisa y completa. Una oración que refleja una intimidad de relación con Dios que recuerda el encuentro de Mambré. Jesús nos dice en ella, de forma muy directa, lo que enseña a través de parábolas y gestos: dirigíos a Dios como vuestro Padre -sin más, de tú a tú, sin las perífrasis reverenciales propias del judaísmo- y pedidle lo verdaderamente necesario. Dios quiere que se lo pidamos.

Santo Tomás de Aquino, en su comentario al padrenuestro, nos dice que el padrenuestro es la oración principal porque es la que nos enseñó el propio Jesucristo. En ella se dan de manera perfecta las cinco cualidades que deben existir en toda oración: Confianza en Dios, a quien podemos dirigirnos como Padre gracias a Jesucristo; rectitud, pues nos indica qué es lo que debemos pedir a Dios; orden, al referirse a lo que es fundamental; devoción verdadera, que brota de la caridad perfecta hacia Dios y el prójimo y humildad, al reconocernos necesitados de Dios.

La oración en el cristianismo es la puesta en práctica y realización efectiva de la fe; no es solo un quehacer, es una actitud: la de vivir la propia vida en la presencia de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús es muy contundente a la hora de señalar que en esa actitud orante que debe tener nuestra vida tiene que estar presente la petición a Dios, y una petición insistente, perseverante, de “cosas buenas”, según Mateo (Mt 7, 11), es decir, del Espíritu Santo, según Lucas.

La oración de petición, es la expresión natural de la relación de confianza incondicional en Dios, la cual es el centro de la vida del creyente. Cuando en los momentos difíciles de la vida acudo a Dios en busca de auxilio, le estoy reconociendo como Salvador, y esa es, precisamente, la esencia de nuestra fe. Una fe que nos hace confiar en que toda oración es escuchada por Dios. El que la respuesta muchas veces no sea la por nosotros deseada, no significa que nuestra oración no haya sido escuchada. Porque el principal cambio que debe producir en nosotros el encuentro confiado con Dios es la transformación de nuestro propio corazón, más que la de las circunstancias que nos rodean. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

19 de julio de 2019

"Marta, Marta..."

XXVI TO-C-  Gén 18, 1-10a; Col. 1, 24-28;  Lc 10, 38-42

 

Mientras el grupo de discípulos sigue su camino, Jesús entra solo en una aldea y se dirige a una casa donde encuentra a dos hermanas a las que quiere mucho. Es san Juan el que nos deja escrito: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. La presencia de su amigo Jesús va a provocar en las mujeres dos reacciones muy diferentes.

 

María, seguramente la hermana más joven, lo deja todo y se queda «sentada a los pies del Señor». Su única preocupación es escucharle. El evangelista la describe con los rasgos que caracterizan al verdadero discípulo: a los pies del Maestro, atenta a su voz, acogiendo su Palabra y alimentándose de su enseñanza. Justamente en ese gesto radica una gran novedad de la actitud de Jesús: la mujer ha de dejar de ser únicamente entendida como quien ha de estar presta a satisfacer las necesidades de otros, su valor no es instrumental, sino que su dignidad es reconocida en igualdad con el resto de los discípulos. También a ellas se les ofrece el contacto cercano con el Señor, también para ellas está reservada la mejor parte. Únicamente, cuando a ejemplo de Jesús, nuestras comunidades cristianas sepan avanzar en este camino del reconocimiento en igualdad y dignidad de las mujeres. “No hay hombre o mujer, judío o griego…todos sois uno en Cristo Jesús” nos dirá S. Pablo en Gal 3, 28. 

 

Frente a la actitud de María, Marta, desde que ha llegado Jesús, no hace sino desvivirse por acogerlo y atenderlo debidamente. Lucas la describe agobiada por múltiples ocupaciones. Desbordada por la situación y dolida con su hermana, expone su queja a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano». Jesús no pierde la paz. Responde a Marta con un cariño grande, repitiendo despacio su nombre; luego, le hace ver que también a él le preocupa su agobio, pero ha de saber que escucharle a él es tan esencial y necesario que a ningún discípulo se le ha de dejar sin su Palabra «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no se la quitarán». Jesús no critica el servicio de Marta.  Él mismo está enseñando a todos con su ejemplo a vivir acogiendo, sirviendo y ayudando a los demás. Lo que critica es su modo de trabajar de manera nerviosa, bajo la presión de demasiadas ocupaciones.

 

Jesús no contrapone la vida activa y la contemplativa, ni la escucha fiel de su Palabra y el compromiso de vivir prácticamente su estilo de entrega a los demás. Alerta más bien del peligro de vivir absorbidos por un exceso de actividad, en agitación interior permanente, apagando en nosotros el Espíritu, contagiando nerviosismo y agobio más que paz y amor. Apremiados por la disminución de fuerzas, nos estamos habituando a pedir a los cristianos toda clase de compromisos dentro y fuera de la Iglesia. Si, al mismo tiempo, no les ofrecemos espacios y momentos para conocer a Jesús, escuchar su Palabra y alimentarse de su Evangelio, corremos el riesgo de hacer crecer en la Iglesia la agitación y el nerviosismo, pero no su Espíritu y su paz. Nos podemos encontrar con unas comunidades animadas por funcionarios agobiados, pero no por testigos que irradian el aliento y vida de su Maestro.

 

En un tiempo como el actual en que distintas tensiones sociales parecen poner en entredicho el valor de la acogida, conviene subrayar y poner en valor la tradición bíblica de la hospitalidad a la que hoy nos remiten las lecturas. Las actitudes de Abrahán, Marta y María se nos presentan como modelo. El Señor llega a nuestra puerta y, como Abrahán, habremos de descubrirle en el rostro de los hermanos. En nuestro entorno y en nuestros tiempos, acaso en los rostros de la innumerable masa de personas, refugiadas, inmigrantes que apelan a nuestra sensibilidad humana y creyente en busca del reconocimiento de sus necesidades y de su dignidad.

 

Terminamos recordado a santa Teresa que decía: “nada te turbe...quien a Dios tiene nada le falta”, pero también: “entre pucheros anda Dios”. Escucha a Dios y a los hermanos, oración y acción. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

5 de julio de 2019

¡Poneos en camino!

Domingo XIV TO -C-  Is 66, 10-14 / Gál 6,14-18 / Lc 10, 1-12.17-20

El evangelio de Lucas nos habla del apostolado, la misión de los 72 discípulos. La cifra 72, hace referencia a que el mensaje de salvación traspasa las fronteras de las tribus de Israel. Debe ser llevado a todas las gentes de dos en dos, es decir, de manera dialogada, compartida y tendente a la comunión. No es un envío para imponer una doctrina, sino para compartir lo que en Cristo se vive, para ser sus testigos.  Lucas, además explicita los elementos a tener en cuenta: la oración es indispensable para el diálogo con el que envía; hay mucha necesidad de Dios (la mies es abundante) y hay pocos que hacen del Reino su proyecto; muchas veces el mensaje no será acogido; habrá muchas dificultades (como corderos en medio de lobos); es menester no precisar seguridades (bolsa, alforja, sandalias) ni distraerse en el camino (no saludéis a nadie); la eficacia dependerá de la cercanía y la convivencia (permaneced en la misma casa, comed y bebed lo que tengan); la paz constatará la acogida de la palabra de Dios y la alegría del enviado es fruto de ya estar gozando de la cercanía el Reino, realidad que compartirlo con todas las gentes.

Ser cristiano es tener una misión y realizarla con celo y ardor en los quehaceres de la vida y en la amplísima gama de tareas eclesiales hoy existentes. El sentido de misión es el estímulo más fuerte para creer y vivir la fe, para cumplir con los mandamientos de Dios y de la Iglesia.  "Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es enviada al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado" (CIC 863). Si amamos filialmente a la Iglesia, no dudemos de que la mejor manera de expresarle nuestro amor es mediante nuestro espíritu misionero allí donde estemos.


Parafraseando a S. Juan Pablo II podríamos decir: "No tengáis miedo de ser misioneros". Porque, a decir verdad, algunas veces al menos nos atenaza el temor, el respeto humano, el qué pensarán y el qué dirán. Es humano sentir miedo, pero la misión ha de superar y sobrepasar nuestros temores y hablar de Cristo: su persona, su vida, su verdad, su amor, su misterio.  La fe y la misión comienzan en el corazón, eso es verdad, pero han de terminar en los hechos y en los labios. Todos hemos de vencer cualquier muestra de miedo, a veces llamado “prudencia” (sacerdotes, maestros, padres, jóvenes… “no somos de otro planeta”). Nuestra misión ha de ser nuestra corona y nuestra gloria.

Nos recuerda el Papa Francisco que no debemos obsesionarnos por los resultados inmediatos. Tenemos que estar dispuestos a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad; tenemos que saber que Dios puede actuar en medio de aparentes fracasos. La fecundidad es muchas veces invisible, “no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo... A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos” (Papa Francisco, EG 279).

Para un cristiano, nos dice san Pablo, carece de valor estar o no circuncidado, lo que vale es ser una nueva creatura. Todo ha de estar subordinado a la consecución de este fin. San Pablo es consciente de haberlo conseguido, pues lleva en su cuerpo el tatuaje de Jesús. Es decir, lleva en todo su ser una señal de pertenecer a Jesús, como el esclavo llevaba una señal de pertenencia a su patrón, o, como en las religiones mistéricas, el iniciado llevaba en sí una señal de pertenencia a su dios. Como Pablo, así deben ser todos los cristianos, por eso puede decirles: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo". Este es, además, el fin de la misión de Jesucristo: que el hombre se apropie la redención operada por Jesucristo y llegue así a ser y a manifestar a los demás que es pertenencia de Dios. ¿Cuántos llevan grabado en su mismo ser el tatuaje de Jesucristo?  Que así sea con la Gracia de Dios.