27 de abril de 2019

"Señor mío y Dios mío"

II DOMINGO DE PASCUA -C- Hch 5,12-16/Ap 1, 9-11.17-19/Jn 20, 19-31

 

El misterio pascual es presentado, en los textos evangélicos, en forma de apariciones. Son catequesis que contienen casi todas los mismos elementos: aparición de forma inesperada; iniciativa de Jesús; reconocimiento del Señor; paso del desaliento a la alegría al convencerse de que Jesús, el crucificado, vive de un modo nuevo; envío a continuar su misma misión entre las gentes. Hoy leemos dos apariciones sucedidas a los ocho días, como las eucaristías dominicales. En la primera no está Tomás, uno de los Doce; en la otra, el escéptico Tomás percibe la presencia de Jesús, lo expresa con una sentida confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” y obtiene una bienaventuranza válida para todos nosotros: “dichosos los que crean sin haber visto”. Juan cierra su evangelio diciendo que “estos signos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.

 

El evangelista recuerda que: “Los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas”.  El “cerrar puertas” tras la Pascua, está motivado por el miedo: a los judíos, a la renovación, a los progresos de la ciencia, a la evolución social, a la pérdida de poderes y privilegios. No deja de ser curioso que Juan Pablo II y Benedicto XVI iniciaron sus ministerios con discursos similares: “No temáis, abrid más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo”, el primero; “No tengáis miedo de Cristo. Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Cristo, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo y encontrareis la vida eterna”, el segundo. Y el papa Francisco: “Una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente, se convierte en barrera. La Iglesia no es una aduana. Es la casa paterna, donde hay lugar para cada uno. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña. Una Iglesia inhospitalaria mortifica el Evangelio y aridece el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, nada! ¡Todo abierto!”.

 

Puertas abiertas a Cristo y puertas abiertas en la Iglesia: para mostrar nuestra fe a todos los hombres y mujeres con alegría, firmeza y sin complejos; con transparencia, acogida fraterna, participación y diálogo sincero; en el  reconocimiento de los propios pecados y la búsqueda permanente de nuevas formas, palabras, métodos… para que “la Iglesia sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (“Jesús, nuestro camino”). No lleva a ningún sitio el miedo, el ocultar la realidad de las cosas para mantener el prestigio o no perder parcelas de poder, el proteger a quien, por su bien y el de todos, ha de ser ayudado en su conversión…

 

Los encuentros con el Resucitado -las apariciones- son experiencias rehabilitadoras, no un “ajuste de cuentas”, como humanamente sería de esperar; ante la deserción de los discípulos en el momento de la Pasión. Jesús espera, ama, aguanta el ritmo de fe. Dichosos los que vayan creyendo: encontrarán siempre vida en su nombre, curación de los males físicos y espirituales y, sobre todo, la Misericordia única que pone un límite al mal. El papa Francisco recuerda que: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”.

 

Y en la catequesis jubilar sobre el salmo 50 escribe: “Nosotros pecadores, con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas, rebosantes de espíritu y llenos de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre, yo soy débil: yo caigo, caigo”, ¡pero si tú caes, levántate! Cuando un niño cae, ¿Qué hace? Levanta la mano a la mamá, al papá para que lo levanten. Hagamos lo mismo. Si tú caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. Esta es la dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos da el perdón de Dios es aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él ha creado al hombre y a la mujer para estar en pie”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

6 de abril de 2019

"... y, en adelante, no peque más".

2019. Vº DOMINGO CUARESMA -C- Is 43,16-21/Fil 3,8-14/Jn 8, 1-11

 

Como en el domingo pasado, Jesús sigue empeñado en mostrarnos la enorme misericordia del Padre-Dios. Por eso tenemos que decir que también hoy la “misericordia” es la clave. Misericordia y esperanza. De eso nos hablan las dos primeras lecturas. El segundo Isaías anima a los judíos desterrados: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?” Lo nuevo que Dios realiza no es un cambio espectacular, en lo político o en lo social, conseguido milagrosamente. Lo nuevo está en el corazón del hombre, para crear una actitud distinta, un modo nuevo en las relaciones con Dios y en las relaciones humanas. Es mirar hacia delante olvidando lo que queda atrás.

 

Pero la gran novedad, lo nuevo de verdad, lo vemos en el texto evangélico que contrapone, una vez más, dos espíritus y dos actitudes muy distintas: “lo viejo” (la ley) y “lo nuevo” (el amor).  Como en otros momentos, la relación de Jesús con los fariseos es de enfrentamiento. En este pasaje Jesús está entre la espada y la pared. Se le arrincona contra la ley para que opte ciegamente por ella condenado a la mujer. Se le está diciendo: “Debes elegir entre que se cumpla la ley o salvar al pecador”. Jesús no duda un instante y opta por la persona. El resto es fácil de comprender: los dibujos en la tierra, el reto que lanza a los acusadores: “El que esté sin pecado…”, la desbandada general de aquellos “hombres buenos y legales”, y el silencio de la mujer. El final es simple y de una gran ternura: la mirada llena de amor que Jesús dirigió a la mujer y la mujer a Jesús en el momento en que se quedaron solos.

 

Ahora la mujer se levanta y comienza a recorrer el camino de la libertad y del verdadero amor. Ya está libre de la ley y libre de la esclavitud del pecado. Ya no caben dudas, para aquella mujer adúltera “lo nuevo está brotando”. Jesús subraya con fuerza la auténtica actitud del cristiano: un no rotundo al pecado: “En adelante no peques más…” y salvar liberando al pecador: “Tampoco yo te condeno.” El Señor no es blando con el pecado, porque el pecado destruye y esclaviza al ser humano; no disculpa su conducta, sino que la perdona. Confía en que pueda encontrar otra vida que se corresponda mejor con ella. Incluso en su pecado Jesús ve su dignidad, la ofrece confianza y seguridad para el camino futuro; la libera para que pueda vivir una vida nueva.

 

Pecado es aquello que atenta contra nuestra dignidad de hombres y mujeres. Jesús, más que un juez inmisericorde, se comporta como un padre que aconseja, seria, pero suavemente, a quien ve humillada a sus pies. No es esta la actitud de los fariseos que se comportan como jueces de condenación: aplican la ley sin descubrir su espíritu que es salvar al hombre culpable y devolverlo recuperado para la sociedad.

 

Todos somos unos perdonados… y debemos de ser unos perdonadores.  No hay que quedarse en estériles sentimientos de culpabilidad, sino proyectarse hacia el futuro para vivir de una forma nueva.  Porque había alguien que creía en ella, aquella mujer podía comenzar a caminar. El Papa Francisco nos invita siempre a “Caminar, siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor”, a “Construir la Iglesia siendo piedras vivas” y a confesar a Jesucristo mirándole siempre a Él en la cruz, para poder después, mirar a los demás con su amor. Así lo expresa Pablo: “Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús”. Que así sea con la Gracia de Dios.