1 de marzo de 2019

"De lo que rebosa el corazón habla la boca"

VIII TO -C- Ecl 27,4-7/1 Cor 15,54-58/Lc 6,39-45

 

El libro del Eclesiastés ofrece al pueblo un buen manual que le facilita la vivencia de la sabiduría y el temor de Dios y que le ayuda a profundizar en su fe en el Señor. En este pasaje dice que lo que hay en el hombre se revela por sus palabras y por sus hechos. No es el juzgar precipitadamente, sino el examen atento y objetivo el que proporciona el don de la sabiduría. Este examen es necesario cuando necesitamos decidir si queremos conceder a una persona nuestra confianza. Por sus hechos demostrará que podemos fiarnos.

 

Hay una gran relación entre esta lectura y el evangelio de este domingo, en el que Lucas continúa con el "discurso del llano". Las enseñanzas sobre el ciego que guía a otro ciego y la de los árboles que dan buenos o malos frutos se aplican a todo el mundo, empezando por los mismos discípulos, que de este modo son invitados a hacerse autocrítica seria. No debemos creernos demasiado sabios ni pretender dirigir a los demás, sino que tenemos que conocer cuáles son nuestras propias posibilidades y la necesidad que todos tenemos de aprender y buscar luz. El discípulo siempre debe estar en estado de aprendizaje, en camino, intentando llegar a ser como su maestro, Jesús.

 

No debemos corregir a los demás sin haber mirado antes si nosotros tenemos algo por corregir. El texto es desmesuradamente exagerado (¡una viga en el ojo!), pero es que también es muy absurda la pretensión de arreglar la vida de los demás, cuando uno tiene tantas cosas por arreglar en la suya. La exageración de la imagen muestra que Jesús debía tener especial interés en prevenir a sus discípulos ante esta manera de actuar, y que debía pensar que era muy fácil caer en ella. Un aviso también para nosotros, para que evitemos caer en la crítica destructiva hacia los demás. Primero hay que reconocer nuestros propios fallos. Qué fácil es exigir a los demás, cuando nosotros no hacemos muchas veces ni la mitad de lo que exigimos a otros. Si queremos que las cosas vayan bien, que el mundo o la misma Iglesia funcionen mejor, tenemos que empezar por cambiarnos a nosotros mismos, convertirnos, y después estaremos en disposición de ayudar a otros a que se corrijan.

 

Jesús nos recuerda que cada árbol da el fruto que le corresponde, y que de un árbol bueno se espera que dé fruto bueno, mientras que de un árbol malo se espera que de fruto malo. Del mismo modo, de un hombre que tiene un buen corazón, lleno del amor de Dios, saldrán frutos de bondad, de amor y de misericordia hacia los demás, mientras que un corazón lleno de maldad, de rencor y de juicios hacia los demás sólo podrá dar frutos de odio, de división y de maldad. Son los hechos, el modo de hablar y de actuar, los frutos, lo que muestra quién es y cómo es cada persona. Es lo que resume la famosa frase: "Por sus frutos los conoceréis".

 

Lo importante es saber qué llevamos dentro, qué criterios y qué actitudes de fondo nos mueven a actuar. Porque si lo que llevamos dentro es bondad, lo que aflorará serán frutos de bondad, mientras que, si llevamos maldad, los frutos serán de maldad. Hay un "modo de ser", una manera de entender la vida y las relaciones con los demás, que es la del Reino, y otra que es contraria al Reino. Pero no hemos de olvidar que quien llena nuestro corazón de la bondad y del amor es Dios. Él es quien nos da la salvación y quien es capaz de convertir nuestro corazón de piedra por un corazón de carne.

 

Es importante recordar esto: que no somos nosotros quienes podemos cambiar nuestro corazón, por mucho que nos esforcemos en ello. Es Dios, como nos dice san Pablo en la segunda lectura, quien nos da la victoria sobre el mal y sobre la muerte, es Él quien ha vencido a la muerte con su propia muerte. Así, si deseamos dar los buenos frutos que Dios espera de nosotros, lo primero que hemos de hacer es acercarnos a Él, con un corazón sencillo y humilde, para que Él llene nuestro corazón de la bondad y del amor. Que así sea con la Gracia de Dios.

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