28 de diciembre de 2019

La Sagrada Familia

Fiesta de la Sagrada Familia - Si 3,3-7/Col 3,12-21/Mt 2,13-15.19-23

Dice un refrán castellano, que es de bien nacido ser agradecido, especialmente con aquellos que nos han otorgado la vida. Y todos hemos aprendido que en familia se forjan los ánimos y se fortalecen las voluntades. Que es allí donde se aprenden y se interiorizan las virtudes y los valores que regirán la conducta de nuestras vidas. Que nuestros padres además de la vida cuidan nuestro crecimiento y formación con todos sus recursos y gratuitamente.  Pero aquí en este fragmento del libro del eclesiástico nos dan una mejor razón para atender a nuestros progenitores. La bendición y la escucha de Dios está asegurada para quien honra a sus padres. Ya en el decálogo que recibe Moisés en el Sinaí aparece este mandato divino: “Honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé te va a dar”. El respeto por la familia, la unidad entre todos los componentes del núcleo familiar, es fundamental para que el Pueblo de Dios siga adelante. Dios trata a su pueblo como una gran familia, donde cada cédula familiar debe estar unida y cohesionada, mirando y alabando al Dios que bendice su prosperidad.

Si en la primera lectura aprendíamos a respetar a nuestros padres, a crear familia, porque la mirada de Dios agradece el respeto por nuestros padres, ahora aprendemos con San Pablo que también en la comunidad eclesial formamos una gran familia. Una unidad fraternal que recibe la bendición del Padre cuando fortalecemos nuestros vínculos de hermandad. Somos el pueblo elegido de Dios, pueblo amado que recibe la gracia del perdón y el amor del Padre. Formamos un único pueblo porque el Padre nos ha unido en la paz de Cristo, que ha de convertirse en árbitro de nuestra comunión. Por eso, san Pablo nos conmina a vestirnos de misericordia, de bondad, de humildad, de dulzura y comprensión. Valores que significan la certeza de una buena relación personal y social. Vestidos de misericordia el prójimo se convierte en una parte de nosotros mismos. Nada del otro nos es ajeno, y todo los nuestro está a disposición del otro para subsanar cualquier injusticia o necesidad.  Entrelazados en esta nueva hermandad, damos gracias a Dios que nos ha convertido en hermanos y miembros de esta familia espiritual. Somos hijos de Dios y damos gracias porque la Palabra habita entre nosotros y nos ha convertido en hermanos.

Pero para nosotros, en esta festividad después de la Navidad, dedicada a la Sagrada Familia, lo reseñable es ese tiempo de silencio en Nazaret, donde Jesús crece, vive y madura como persona humana, en el entorno de la familia. Hijo de un carpintero José y de su madre María, que seguirán sus pasos en la intimidad del hogar, y posteriormente en su vida pública. El evangelio remarca la figura de José, como cuidador e intermediario de la salvación que Dios nos otorgó en Jesús (muerto Herodes, una nueva aparición del Ángel del Señor le manda regresar desde Egipto y él toma la decisión de “volver a Nazaret” dando cumplimiento a lo anunciado por los profetas. “que se llamaría nazareno”).  Nazaret, bien lo vivió y enseñó san José Manyanet, se convierte en lugar de silencio y formación, de secreto y sorpresa, de llamada a escuchar la voz de Dios y responder como lo hicieron José y María. También en Nazaret aprendió Jesús a escuchar la Palabra de Dios en la Sinagoga, las Escrituras y la historia de cada día. Jesús vive la realidad cotidiana de la familia, de los cuidados paternos, del aprendizaje, del calor y cariño de los suyos, y se forja para su futura misión de ser portador del amor del Padre para todos los hombres. La Sagrada Familia es la imagen de la nueva humanidad que Jesús quiere que formemos en su nuevo Reino de Dios, en la nueva Jerusalén terrestre. Salvados por Jesús, somos hermanos y miembros de la gran familia de Dios.

La Iglesia nos propone a la Sagrada Familia, Jesús, María y José como modelo de familia cristiana. Y eso, en cuanto a sus valores fundamentales, sobre todo el amor, que tiene múltiples manifestaciones: respeto, fidelidad, entrega, acogida, obediencia, servicio, compasión, agradecimiento y perdón. Hagamos que todas las familias cristianas, seamos germen de nueva creación para esta sociedad. Hagamos del mundo una familia, de cada hogar un Nazaret. Amén.

 

21 de diciembre de 2019

"Constituido Hijo de Dios por el poder del Espíritu..."

-  IV DOMINGO ADVIENTO -A- Is 7, 10-14/Rom 1, 1-7/Mt 1, 18-28

 

El misterio de la salvación está todo resumido en esta proposición: Dios con nosotros, verdaderamente con nosotros y, al mismo tiempo, verdaderamente Dios. De forma magistral lo dice Pablo a los Romanos en la segunda lectura: “Nacido según la carne, de la estirpe de David; constituido Hijo de Dios por el poder del Espíritu, por su resurrección”. Este nacimiento sucede por “obra del Espíritu Santo”, es decir, su origen está en Dios y lleva en sí la presencia de Dios. Este misterio, aparentemente sencillo de enunciar, es difícil de seguir y vivir coherentemente en la vida. La fe nos ayuda a superar esta tensión entre un Dios demasiado lejano y un Dios demasiado cercano, si somos capaces de creer que en JC, se une lo humano y lo divino, hay una inescindible unidad, no creada por nosotros sino por el espíritu del Padre.

La salvación no viene de nosotros, sino de Dios. No somos nosotros que nos podemos acercar a él con nuestros esfuerzos, es El que se acerca a nosotros en la persona de Jesús. A nosotros nos toca el coraje de acoger con la mayor disponibilidad esta presencia, como María y José (centro del relato de Mateo). Ellos prefiguran la Iglesia que escucha y obedece; imagen de la comunidad que a través de la historia pasa por la obediencia de la fe al Espíritu como José; siempre despierta, atenta, a punto, como María. María en todo momento se muestra como mujer que se entrega a los planes de Dios en una actitud de silencio y humildad, acogiendo su Palabra y meditándola en su corazón. Desde esta postura, es el auxilio de los cristianos que han sabido ver en María no solo a la madre de Jesucristo sino también a la mujer madre nuestra. María con su entrega a Dios y al prójimo es el modelo de mujer comprometida por el “reino de Dios” predicado por su hijo. Por eso no es exagerado ni está fuera de lugar la devoción que los cristianos de todos los tiempos sentimos hacia María, porque en todo momento han sabido ver en ella a la madre de todos los creyentes que nos acerca y ayuda a descubrir al Emmanuel: el Dios-con-nosotros.

Jesús se hace “Emmanuel”-Dios-con-nosotros, tal como indicaba la profecía de Isaías al rey Acaz, por medio de María y José. Nace en una historia, la del pueblo hebreo, que custodiaba muchas manifestaciones preparatorias de Dios y que era, como cualquier historia, una serie de caídas, errores, infidelidades...Dios se hace “hombre”-cercano, hoy, con la colaboración de aquellos que se ponen a su disposición: de aquellos que se hacen “camino” a través del cual Dios encuentra al hombre. Las familias serán lugar-casa de Dios entre los hombres se “engendran” la Palabra de Dios y la hacen vida-carne. Cada uno podrá llevar a Dios en el ambiente en el que vive si, como María y José, sabe decir SÍ al Señor, dejándole espacio en su vida y haciendo visible esta presencia con las obras. Cuando Dios entra en nuestra historia abre las puertas del futuro y nos da la pasión por lo posible.

 

Para Dar-engendrar vida hace falta la esperanza, con lo que implica: confianza en el futuro, impulso vital, creatividad, poesía y alegría de vivir. Si casarse es siempre un acto de fe, traer al mundo un hijo es siempre un acto de esperanza. Nada se hace en el mundo sin esperanza. Necesitamos de la esperanza como del aire para respirar. Cuando una persona está a punto de desmayarse, se grita a quienes están cerca: “¡Dadle aire!”. Lo mismo se debería hacer con quién está a punto de dejarse ir, de rendirse ante la vida: “¡Dadle un motivo de esperanza!”, razones para vivir y para esperar. Cuando en una situación humana renace la esperanza, todo parece distinto, aunque nada, de hecho, haya cambiado. La esperanza es una fuerza primordial. Literalmente hace milagros.

 

Cáritas: “Todos tenemos un ángel”. La Campaña 2019 refleja el espíritu transformador, caritativo, social que acompaña a las personas para que vuelvan a creer en sí mismas, consigan sus metas y salgan adelante con esperanza.

 

Acabo con san Pablo: “A todos los de Roma (capilla) a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de los santos, os deseo la gracia y la Paz de Dios nuestro Padre y de Jesucristo el Señor”.

          

 

20 de noviembre de 2019

"Hoy estarás conmigo en el paraíso"

CRISTO REY -C- 2 Sam 5, 1-13/Col 1, 12-20/Lc 23, 35-43

En la cultura del sigo I, en la cuenca del Mediterráneo por donde se expandían los primeros cristianos, el emperador o el rey era alguien poderoso, con autoridad, riquezas, temido, servido y hasta adorado por casi todos los súbditos del imperio. Jesús, el Cristo Rey es contracultural, es otro tipo de rey. El rey de los judíos, título que recibió como burla y manifestado en la cruz, es diverso, no se parece en nada a los reyes de ese mundo ni el nuestro. Esta es la imagen de Cristo rey que nos ofrece Lucas: crucificado en medio de bandidos; burlado por los jefes y soldados; abandonado por sus discípulos que se mantenían a distancia; contemplado por las mujeres y a la vista de todo el pueblo. Un final infeliz en todos los sentidos y que no tiene nada que ver con las películas en donde los buenos siempre ganan. Un rey no puede terminar así, un maestro no puede terminar así, un buen hombre no puede terminar así; «algo habrá hecho», sería uno de los argumentos para excusarse de esta triste final.

A lo largo del Evangelio de Lucas que hemos leído y celebrado en el año litúrgico que termina, había una constante: las malas compañías de Jesús. Varias veces el Evangelista remarcaba que Jesús se juntaba con prostitutas y publicanos; pecadores y marginados social y religiosamente. Durante su ministerio, Jesús siempre acogió a todos, comprendió a todos y ofreció la misericordia a aquellos que lo necesitaban y reconocían. Ahora en el desenlace de su vida lo pone ante dos malhechores (uno le reconoce como Mesías, aunque en un tono desafiante e insultante; el otro le defiende y reconoce implícitamente como rey al decirle: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino") a los que sigue acogiendo y prometiendo salvación ("Hoy estarás conmigo en el paraíso"). Vemos que Jesús no responde a las ofensas y ultrajes de los jefes, soldados o uno de los ladrones, pero ahora se digna responder y recibir en su reino al otro ladrón, al que reconoce su culpa y teme a Dios, al que se arrepiente, al que llamamos "el buen ladrón".

Recordemos las palabras de un Padre de la iglesia (San Juan Crisóstomo, De cruce et latrone, I 2s: PG 49,401ss) a propósito de esto:

"Me dirás: ¿Qué hizo de extraordinario este ladrón para merecer, después de la cruz, el paraíso? ‟. Ya te respondo:  En cuanto, en el suelo, Pedro negaba al Maestro; él, en lo alto de la cruz lo proclamaba „Señor‟ (…). El discípulo no supo aguantar la amenaza de una criada; el ladrón, ante todo un pueblo que lo circundaba, gritaba y ofendía, no se intimidó, no se detuvo en la apariencia vil de un crucificado, superó todo con los ojos de la fe, reconoció al Rey del Cielo y con ánimo inclinado ante él dijo: "Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino‟. Por favor, no subestimemos a este ladrón y no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel a quien el Señor no tuvo vergüenza de introducir, delante de todos, en el paraíso; no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel que, ante toda la creación, fue considerado digno de la convivencia y la felicidad celestial. Pero reflexionemos atentamente, sobre todo, para que podamos percibir el poder de la cruz"

El rey que nos propone el Evangelista salva hoy, no mañana ni pasado. Celebrar la solemnidad hoy es una clara invitación a proponer el Evangelio de Jesús a todas las personas; un Evangelio vivido por una iglesia en salida, "que prefiere accidentarse en vez de estar enferma o bien conservada" (Francisco). Si Cristo es el rey del universo, antes prefiere serlo de cada uno de nosotros; su trono quiere ser nuestro corazón, si lo dejamos, si le permitimos que nos salve de nuestros egoísmos, maldades… si le decimos: "Jesús, acuérdate de mí".

Y seamos también capaces de dar gracias a Dios Padre que nos hecho capaces de compartir el Reino de Jesucristo, un reino de amor y misericordia; un reino que busca justicia y paz; un reino donde el más importante es el que sirve, el que se hace pequeño y servidor de sus hermanos y hermanas; un reino que acoge a todas las personas que aceptan con sinceridad el Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

16 de noviembre de 2019

"Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas"

XXXIII TO-C- Mal 3, 19-20 (4,1-2) / 2Tes 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

El género apocalíptico está presente en los textos de este domingo.  Apocalipsis significa revelación: se trata de un desvelar los sucesos que acontecerán en el futuro, al final de los tiempos.  Se proyectan las realidades que hacen daño al ser humano y ponen en peligro su existencia, y la del mundo, potenciándolas hacia el futuro. Por esta razón, la cuestión sobre cuándo sucederá y cuál señal anunciará la destrucción del Templo de Jerusalén es respondida con el anuncio de guerras, terremotos, epidemias y hambre. Sin embargo, el texto evangélico que hemos escuchado no es utilizado como medio para atemorizar a nadie, como ninguna apocalíptica bíblica; ante el anuncio del fin siempre sobresale en las Escrituras el tema de las promesas de Dios, de la esperanza.

Inevitablemente lo finito tendrá un final, no obstante, Dios propone al ser humano su plan. Por lo cual, Jesús dirige a sus discípulos unas palabras sobre el desenlace final de la vida de los que han decido seguirle. Sean cuales fuere las situaciones adversas, tanto las propias de la inmanencia del mundo como las que vienen anejas al seguimiento de Jesucristo, todas son ocasión para dar testimonio. Vivir la vida acogiendo su causa conllevará también acoger su destino. Por esto, si bien habrá persecuciones, cárcel, traiciones y muerte, la promesa de la salvación es más real. Esta promesa despierta la confianza de los discípulos, incluso ante la posibilidad de desastres naturales o la probabilidad de sufrimientos por la causa del Reino. Jesús promete que “con nuestra perseverancia salvaremos nuestras almas”.

Jesús insinúa en sus palabras del Evangelio, la caducidad de las cosas de este mundo que pasa, incluso de aquellas que consideramos más sagradas, como era entonces el caso del templo de Jerusalén. Sólo hay algo que permanece siempre: la verdad; ésta es inseparable del amor. Las palabras de Jesús no pasan. Ellas son verdad, y son la expresión del amor más fuerte que la muerte. Cuando todo se hunde, solo la verdad y el amor permanecen. Sin embargo, con frecuencia ponemos toda nuestra energía en apropiarnos de lo perecedero. Nos equivocamos en la valoración de la realidad. Jesús nos invita a poner el corazón en lo importante, en lo que no pasa, en lo eterno, en Dios. Lejos de desentendernos de las cosas de nuestro mundo, las valoramos justamente cuando las ponemos al servicio del reino de Dios; sólo así estarán de verdad al servicio de la humanidad.

Jesús recomienda: “Que nadie os engañe”. Él no huyó nunca de la vida y de sus dificultades. Incluso en los momentos más críticos y decisivos se mantuvo fiel: “Padre no se haga mui voluntad sino la tuya”.  Y el libro del Apocalipsis se refiera a Jesús como “el testigo fiel”. Por eso la pregunta: “¿cómo esperar el fin?”.  Si actuamos confiados en la promesa de Dios, que ante la inminencia de un fin terrenal existe un futuro salvífico, tanto la paz como la tranquilidad han de embargar nuestro interior. También el profeta Malaquías en la primera lectura habla de este final: “pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

Pero, cuidado con confundir tranquilidad con no hacer nada, denuncia que expresa la segunda lectura, debido a que, en la comunidad de Tesalónica, ante la inminencia del fin su decisión fue la de “sentarse a esperar”. La espera confiada en las promesas de Dios no excluye el compromiso cristiano, todo lo contrario, lo potencia. Es la seguridad que tenemos no sólo en el final prometido sino en el camino propuesto: el seguimiento del Señor. Que todo sea ocasión para dar testimonio de nuestra opción acogiendo la causa del Señor, testimonio de santidad que es el más convincente. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de noviembre de 2019

"... porque para Él todos están vivos"

DOMINGO XXXII TO -C-  2Mac 7,1-2.9-14/Tes 2,16-3,5/Lc 20,27-38

 

Quizás, el problema que el ser humano tiene, que tenemos,  no sea su muerte, sino la  vida, el modo de afrontarla, de vivirla. La propia y la ajena. El reto está en vivir, en hacerlo cada día con esperanza e ilusión, desde la entrega y el amor, gozando de este regalo único que se nos ha dado. Compartiéndola con otros, cuidando vidas que también nos pertenecen, haciéndonos responsables, maduros, solidarios. Protegiendo la vida, acogiéndola… En Jesús de Nazaret tenemos no sólo el modelo del hombre que experimentó la resurrección final, sino de aquel que hizo de su existencia una vida con sentido y plenitud. Es verdad, que la muerte nos enfrenta a una experiencia real, que requiere madurez humana y evangélica para ser abordada, y también para interpretarla. A la luz de la Palabra, de la escucha del  Dios que nos ama, la respuesta que se nos pide es de confianza. La doctrina de la Iglesia en este aspecto no entra en detalles de ningún tipo: es madura, vuelve a lo esencial y básico. Al final, más allá de imágenes, se pide una respuesta de fe. Jesús no da respuestas casuísticas como le piden en el evangelio. No es Dios de muertos sino de vivos.

 

Desde esta convicción, vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará Sucedió en el s. II a.C. El episodio del martirio de toda una familia judía piadosa nos lleva a tomar conciencia de cómo se sigue repitiendo este hecho. A pesar de los siglos trascurridos ha sido una constante en la Historia. El testimonio de los mártires nos invita a superar la instintiva fijación en los medios, en el dolor, en la situación injusta. Lo que verdaderamente es una provocación es el sentido que ellos le dan a su muerte, aceptada en todos los casos. Se puede morir por accidente, por enfermedad o de forma trágica. Pero también se puede morir entregando la vida por un bien mayor. Y esto, siempre, cuestiona. Quizás la vida tenga más valor que “pasarla”. Quizás valga más el sentido que le damos a la existencia, que el cuerpo que nos contiene, las relaciones o influencias sociales que nos mueven, o la Historia y sus vaivenes. Esto es lo que realmente merece ser pensado: ¿Qué vale más que la vida? ¿Por qué o por quien soy capaz de ponerla en juego?

 

Muerte y vida están estrechamente ligadas. Dicen que se muere como se vive, no puede ser de otra forma. Y el final no se improvisa: podemos vivir con sentido, de acuerdo a un proyecto que elegimos y que nos marca. Cuando todo está ordenado así, cuando los golpes no desencajan ese horizonte vital deseado, entonces la muerte es más que un trágico final, impredecible y cruel. Puede convertirse en la guinda que corona una vida, el silencio final que hace comprender toda la partitura que ha estado sonando. No es la frustración de un proyecto, sino su culminación final. Eso no significa que deje de ser una experiencia de dolor, y que en ocasiones nos “rompe” interiormente… Es una realidad que forma parte de nuestra antropología, de la condición humana. Porque hemos dado sentido a la vida, nuestra muerte tiene también una palabra que decir cuando llega el silencio final… 

 

Lo que en el fondo la muerte pone en juego, lo que realmente nos cuestiona es lo que pasa con el amor. Las realidades contingentes sabemos que caducan, pero, ¿y lo que hay en nosotros de inmortal? Sí, la muerte toca a nuestra capacidad de amor, eso que intuimos que no se puede terminar;  ofrece una respuesta a nuestro amor desde el amor. Porque al final, después de la última puerta, cuando todo parece oscuro, la fe nos dice que nos recibe el que es Amor, Dios mismo.  “Morir solo es morir”, “es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba” “tener la paz, la luz, la casa juntas”, como escribió Martín Descalzo afrontando su final.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

2 de noviembre de 2019

"... Señor, amigo de la vida"

DOMINGO XXXI TO -C- Sb 11, 23-12, 2/2 Ts 1, 11-2, 2/Lc 19, 1-10

 

El texto del libro de la Sabiduría es hermoso y consolador: Dios no solo es el “creador” en el sentido de ser el origen de todo y de todos. Dios es el que “mantiene”, “sostiene”, “sustenta” la vida. Es, ¡qué hermosa expresión!, “amigo” de la vida. Sabemos que ante el Señor no somos más que un grano de arena en la balanza, una gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra; conocemos por propia experiencia nuestra debilidad y nuestro pecado, nuestro efímero pasar por la existencia. Pero también sabemos, porque la Palabra de Dios así nos lo dice, que el Señor se compadece de todos, a todos perdona y “corrige poco a poco” y a todos amos, porque somos suyos y Él no “odia” nada de lo que ha hecho.  Cada ser humano, aunque pueda parecer despreciable lleva, en palabras del libro de la Sabiduría, “el soplo incorruptible” del Dios vivo, cuya   omnipotencia le inclina a la compasión; es capaz de acoger a Dos cuando se siente amado, perdonado, incluso cuando no tiene nada que ofrecerle o se sienta solo un pobre pecador.

 

Un magnífico ejemplo de esta pedagogía divina la encontramos en el evangelio de hoy.  Hay veces en que no vivimos una vida sana, hemos dejado perder nuestra vida. Jesús, se nos acerca con una mirada compasiva, sin agobiar, sin querer arrasar sino con unas entrañas verdaderamente de misericordia; en un gesto provocador, se invita a sí mismo, manifestando que su misión es: “salvar lo perdido”. Deja a la multitud de admiradores que lo reciben en Jericó y va a casa de un pecador despreciado.  Y Zaqueo “bajó en seguida y lo recibió muy contento”. Cuando se dejó encontrar por Dios, cambió toda su vida. Hasta entonces su casa, su existencia, había estado llena de egoísmo e intereses materiales; desde que Dios entró en su corazón... todo cambió, todo se dejó iluminar por una luz nueva: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. El encuentro con Jesús es pacificador y transformador: Zaqueo recupera su dignidad de hijo de Dios y cambia su vida: su mirada está ahora puesta en el prójimo... Ha experimentado el amor misericordioso e incondicional de Dios y esto le llena de alegría y le da una nueva visión de las cosas. 

 

No caigamos en la tentación de pensar que Dios nos ha abandonado o que, por las razones que sean, hemos dejado de ser “dignos de su amor y de su perdón”. Sé que no es fácil “mantener la confianza inquebrantable en su amistad” pero no debemos caminar tristes y sin esperanza por la vida. Hoy nos dice Jesús, “voy a hospedarme en tu casa”- “quiero entrar en lo más íntimo de tu vida” (no nos dice en primer lugar: “Eres un pecador, un ladrón, un adúltero...”). No cerrar las puertas a estas palabras de Jesús, nos llevará a transformar nuestras actitudes. No tengamos miedo, demos el primer paso: dejémonos encontrar por Dios y toda nuestra vida cambiará. Porque también nosotros somos hijos de Abrahán. Y el Hijo del hombre ha venido a salvarnos, a liberarnos del temor, a darnos vida, a “hospedarse, si le dejamos, en nuestra casa”.

 

Es verdad que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia forma de ser. Pero todos y cada uno, nos recuerda Pablo, desde nuestra debilidad, estamos llamados a desarrollar nuestra vocación, cumpliendo “los mejores deseos y la tarea de la fe, para que así nuestro Señor sea glorificado en nosotros y nosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo”.  Tenemos que ofrecer al mundo el rostro compasivo, alegre, cercano al hermano, sea quien sea. Pidamos a Dios que nos haga dignos de nuestra vocación y nos ayude a cumplir la tarea de la fe. Nuestras vidas han de ser la Gloria de Dios.  Que así sea con su Gracia.

 

Todos los Santos

TODOS LOS SANTOS -  Ap 7, 2-4.9-14 ; 1Jn 3, 1-3 ; Mt 5, 1-12a -

La santidad es una llamada para todos nosotros, todos los que hemos sido bautizados tenemos que aspirar esa meta tan alta y tan hermosa, la comunión total con nuestro Señor. Esa que S. Pablo describía diciendo: "ya no soy yo quien vive, sino Cristo vive en mi", abrazado en perfecta unión con su voluntad. El Papa Emérito recordaba: «El cristiano, ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente”.

 

A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más, podríamos decir, de cada hombre! Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios (San Juan), en esa “semejanza” a Él, según la cual, hemos sido creados.  Todos los seres humanos somos hijos de Dios, y todos tenemos que llegar a ser, a vivir lo que somos, a través del camino exigente de la libertad.

 

A veces creemos que para ser santos tenemos que ser perfectos y que es una realidad inalcanzable con todas nuestras flaquezas y defectos, pero, de nuevo el Papa Benedicto nos recuerda: «"Los santos no son personas que nunca han cometido errores o pecados, sino quienes se arrepienten y se reconcilian. Por tanto, también entre los santos se dan contrastes, discordias, controversias...Son hombres como nosotros, con problemas complicados... La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón". "Y todos podemos aprender este camino de santidad".»

 

La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, si bien sigue caminos diferentes, siempre pasa por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Las biografías de los santos describen a hombres y mujeres que, siendo dóciles a los designios divinos, afrontaron en ocasiones pruebas y sufrimientos inenarrables, persecuciones y martirios. El ejemplo de los santos es para nosotros un aliento a seguir los mismos pasos y a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, pues la única causa de tristeza y de infelicidad para el hombre se debe al hecho de vivir lejos de Él. El camino que conduce a la santidad es presentado por el camino de las Bienaventuranzas. En la medida en que acogemos la propuesta de Cristo y le seguimos -cada uno en sus circunstancias- también nosotros podemos participar en la bienaventuranza del cielo.

 

Perseverar en la santidad es mantenerse en comunión con Cristo quien salva y da vida eterna. Es sentirse fascinados por la belleza de Dios, por la verdad revelada en Cristo, por su mensaje de amor y estar dispuestos, por esa belleza y esa verdad, a renunciar a todo, también a uno mismo. Le es suficiente el amor de Dios que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo. Es vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia.  Para ser Santos no hay que hacer cosas extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales, sólo hay que hacer las cosas ordinarias con un extraordinario amor, como decía la Madre Teresa de Calcuta. Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, esto es santidad: “Luces amables en medio de la oscuridad del mundo” (Francisco).

 

19 de octubre de 2019

"Cuando venga en Hijo del Hombre ¿encontrará fe en la tierra?"

XXIX TO -C- Ex 17, 8-13 / 2 Tim 3, 14-4, 2 / Lc 18, 1-8

 

Objetico de la parábola: “Enseñarles que hay que orar siempre” y dos personajes extremos: un juez “que no teme a Dios”, corrupto y una mujer, viuda, indefensa sin protección ni jurídica ni económica. El razonamiento es sencillo: si hasta el juez sin escrúpulos oye a quien nada cuenta ni importa en la sociedad cuánto más Dios nos atenderá a nosotros, que somos sus hijos.  La primera lectura, presentado a Moisés, como modelo de oración de intercesión, refuerza la necesidad de la oración que siempre será eficaz, aunque la acción de Dios no sea inmediata.

 

Escribe San Agustín "la fe es la fuente de la oración, no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua". Es decir, quien pide es porque cree y confía. Pero, al mismo tiempo la oración alimenta nuestra fe, por eso le pedimos a Dios que "ayude nuestra incredulidad".   La oración nace de la fe y alimenta la fe, por ello, es tan necesario recuperar la oración personal, familiar, comunitaria... para mantener la llama encendida y seguir creyendo y experimentando que “Todo es posible para el que cree”. Nos dice san Pablo que la Palabra, recibida de Dios y leída con fe, nos educa en la virtud y nos capacita para buscar y obrar el bien, orienta nuestras opciones en la vida.

 

San Agustín escribía: “En lo esencial unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad”. La cuestión está en discernir, guiados por la luz de la fe y animados por la oración qué es lo esencial y qué es lo dudoso. De hecho, muchas veces se confunden fines con medios o bien por poner como fines ídolos vacíos o bien por convertir los medios, que son eso, medios, en fines, absolutizando lo que, por su propia naturaleza es relativo. Para los cristianos lo esencial es la comunión con Jesús, “la piedra que rechazaron los arquitectos es ahora la piedra angular”, como dice el Salmo 118, y con los hermanos: “Amaos como yo os he amado”). Sólo así, teniendo como fundamente la fe en Nuestro Señor podremos construir sobre bases sólidas nuestra fraternidad y convivencia, prosperaremos en el bien de todos y en el propio.

 

Pero, las cosas nunca son fáciles. De hecho, remueven las entrañas las palabras conclusivas de Jesús: “Cuando vuelva el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?”. Sin duda no está pensando en la fe como adhesión a una doctrina sino como aliento de vida, de perseverancia, de oración, de coraje para reclamar justicia a los corruptos. “¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”.  Este es el punto: Miramos a nuestro alrededor y encontramos indiferencia, violencia, gente que ha perdido el norte, cualquier orientación nacida no solo de la fe, también de la moral… …  sí, pero también hombres y mujeres de profunda fe, convicciones, lucha honesta y pacífica. Pues de estos debemos ser y a estos debemos seguir…  aquellos que viven los valores, especialmente del saber compartir, de la solidaridad, de ser productivos, de la cultura y de la religión.

 

La misión del cristiano se hace concreta cimentada en la fe:  animarse y animar a seguir el camino de Jesús; superar enfrentamientos y divisiones; el sufrimiento hasta donde se pueda; la insolidaridad… Fe que ilumine todo un proyecto salvador y que implante la justicia divina en favor de las súplicas de los urgidos y necesitados y que destierre esas otras “justicias cansinas” que lo único que hacen es prolongar el sufrimiento y la desesperación de los mismos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

Mensaje del Papa-Domund 2019: “Bautizados y enviados”:

La Iglesia está en misión en el mundo: la fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5,3; Mt 28,19; Hch 1,8; Rm 10,18). Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada, esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad (cf. 2 Co 5,14-21). Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar (cf. Carta apost.  Maximum illud).

 

2 de octubre de 2019

"Señor auméntanos la fe"

DOMINGO XXVII TO -C- Habacuc 1,2-3,2,2-4/2 Tim 1,6-8.13-14/Lc 17,5-10

 

Dice el dicho japonés: “el camino es según el compañero”. El camino supuestamente más cómodo por las mejores autopistas y con el mejor de los coches, puede ser incómodo, desagradable y aburrido si lo es el compañero que va con nosotros. Y el camino de montaña, sembrado de piedras y raíces, empinado entre riscos, puede convertirse en el recuerdo más maravilloso de nuestra vida según la mano del compañero en el que nos apoyamos y confiamos. Esto es lo que nos da la fe. No nos da un camino privilegiado y cómodo.  Nos da un compañero que nos enseña desde el comienzo cuál y cómo va a ser el camino.  Un compañero que se define a Sí mismo como Pastor que camina delante por senderos de montaña, Pastor cuya mano fuerte está siempre al alcance de la nuestra por si resbalamos en el camino, que conoce bien sus caminos, aunque a nosotros no nos lo parezca.

 

La fe es un don de Dios que nos permite descubrir su presencia en el vivir de cada día, en nuestra historia. Es la respuesta libre a la iniciativa de Dios que se revela y manifiesta. No nos hemos dado la fe a nosotros mismos, como no nos hemos dado la vida. Es un don que hemos recibido de otro y que tenemos la responsabilidad de transmitir a otros. Es un acto personal ciertamente pero no es un acto aislado. Debemos vivirla con los demás. Por ello, pedir hoy el don de la fe es pedirle a Dios que nos ayude a reconocerlo en nuestras vidas, en nuestra historia y poder así vivir su presencia y su palabra con mayor plenitud; que nos ayude para poder entender los acontecimientos de nuestra vida, del mundo, para que podamos orar con esperanza por la paz y la justicia, para que no cesemos de hacer presente su amor y su perdón con nuestro testimonio.

 

Fe y vida o se sostienen juntas o juntas se derrumban. Una fe basada en una humildad profunda (reconocimiento de la propia pequeñez frente a Dios: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”); en una fe esperanzada en la intervención de Dios que no disminuye frente a las tribulaciones y sufrimientos; que actúa con justicia y para bien de los que ama y una fe testimoniada porque es don, pero también tarea y responsabilidad. La fe hace milagros: pequeños si es poca la fe; grandes si el creyente se hace tan pequeño y confiado que manifiesta la gloria y la fuerza de Dios.

 

Precisamente el Papa Francisco nos recuerda en el mensaje para este mes de octubre, mes misionero extraordinario que somos “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo. La celebración de este mes nos ayudará en primer lugar a volver a encontrar el sentido misionero de nuestra adhesión de fe a Jesucristo, fe que hemos recibido gratuitamente como un don en el bautismo. Nuestra pertenencia filial a Dios no es un acto individual sino eclesial: la comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es fuente de una vida nueva junto a tantos otros hermanos y hermanas. Y esta vida divina no es un producto para vender —nosotros no hacemos proselitismo— sino una riqueza para dar, para comunicar, para anunciar; este es el sentido de la misión. Gratuitamente hemos recibido este don y gratuitamente lo compartimos (cf. Mt 10,8), sin excluir a nadie. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y a la experiencia de su misericordia, por medio de la Iglesia, sacramento universal de salvación (cf. 1 Tm 2,4; 3,15; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 48).

Son muy hermosas las palabras de Pablo a Timoteo en la segunda lectura.   Reaviva el don que recibiste, no te avergüences de dar testimonio, toma parte en los duros trabajos del evangelio, vive con fe y amor en Cristo Jesús… porque Dios nos ha dado un espíritu de energía, amor y buen juicio. Y mantén siempre la humildad (“Señor aumenta mi fe”) y la confianza total (“He hecho lo que tenía que hacer”). Todo por amor y con amor al Señor en los hermanos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

27 de septiembre de 2019

"Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convertirán ni aunque resucite un muerto"

. XXVI TO-C- Am 6, 1ª.4-7 / 1 Tm 6, 11-16 / Lc 16, 19-31

La Palabra de Dios muestra hoy el trágico contraste entre los dos protagonistas de la parábola:

. En esta vida: mansión, púrpura, lino, lujo, ostentación, banquetes… y también ausencia de nombre y de identidad… de compasión. Calle, acera, un mendigo hambriento, cubierto de llagas, sin ayuda, sin nada más que con la compañía de unos perros... pero con un nombre portador de esperanza: «Lázaro», que significa «Mi Dios es ayuda».

 

. Tras la muerte:  la suerte de ambos cambia radicalmente: el rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «reino de los muertos»; También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán».

 

Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres, pero, el tema de fondo es, por un lado, que la riqueza no garantiza la seguridad ni la salvación y por otro que la dureza del corazón y la indiferencia son una ofensa grave a la dignidad de la persona.  De hecho, al rico no se le juzga por explotador, ni se dice que sea un impío, pero se subraya que ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo delante de las narices, en el umbral de su casa, pero no lo ha visto, ni se ha acercado a él, lo ha excluido de su vida.  Su pecado es la indiferencia, “el peor mal del mundo”, como decía santa madre Teresa de Calcuta.

 

Como el profeta Amós, en la primera lectura, Jesús viene a decirnos una vez más que nadie puede salvarse solo, que nadie puede prescindir de los demás, que todos necesitamos de todos; que no podemos ser hijos de Dios, si no somos hermanos de los hombres, hijos de un mismo Padre Dios, sensibles al sufrimiento ajeno, sin evitar el contacto, la palabra, la cercanía que nos haga superar el egoísmo brutal en el que, en ocasiones, nos movemos.

 

La parábola enseña también que no podemos buscar excusas para creer y convertirnos, diciendo que necesitamos una evidencia, un signo contundente que se imponga (“Que resucite un muerto”- “Que Dios elimine la injusticia”). Nunca lo tendremos. Pero si lo hubiera, no sería para nuestro bien. Porque nuestra adhesión a Dios no sería un acto libre, y por eso tampoco sería un acto digno de un hombre, ni digno de los hijos de Dios. La fe, como el amor verdadero, “se propone, no se impone” y quien es capaz de abrir el corazón a los demás es capaz de leer signos de la presencia de Dios, de la esperanza en la vida de cada día....

 

Estamos llamados a trabajar por la paz que nace, no del “buenismo” incapaz de reconocer el mal, sino de la justicia, que es capaz de perdón, colaboración, acogida. Hay que aprender cada día el arte difícil de la comunión, de la cultura del encuentro, purificando la conciencia de toda forma de agresividad. Igualmente es cada vez más necesario no caer en la “enfermedad de la indiferencia” tan extendida en nuestro tiempo; “Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad, provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia” (Francisco). A veces nos da miedo mirar de frente la pobreza, reconocerla, ayudar a superarla cuando sea posible hacerlo, con sencillez, honestidad o en palabras de San Pablo: “practicando la justicia, la delicadez, la paciencia, mansedumbre…”.   Que así sea con la Gracia de Dios.

 

20 de septiembre de 2019

"Ningún siervo puede servir a dos señores"

DOMINGO XXV TO -C-   Am 8,4-7/1 Tim 2, 1-8/Lc 16,1-13

La primera Exhortación del Papa Francisco titulada “La alegría del evangelio” (2013) afirma en el n. 55 un claro No a la nueva idolatría del dinero, con estas palabras: “La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano.

 

Y el n. 57: No a un dinero que gobierna en lugar de servir, subraya:Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social más humano”.

La Palabra de hoy nos lo recuerda:

El profeta Amós (783 a C) en la primera lectura dice   que la honradez y la honestidad con el prójimo son requisitos indispensables para llevar una sana y correcta vida religiosa. Tener el corazón amarrado al dinero conduce a cometer injusticias cuyas víctimas son los más pobres, por eso el profeta denuncia la lógica de una religiosidad falsa que esconde un corazón impío. Está claro que necesitamos de los bienes económicos para vivir. Nunca la miseria fue buena, ni querida por Dios. Pero hay riquezas injustas, adquiridas a costa de la explotación de los más débiles, la corrupción de las élites y esta protesta le causa la persecución por parte del rey Jeroboán y del sacerdote Amasías.

 

Jesús, en una parábola no fácil de entender, nos pone en guardia de la “perversión y seducción” a la que puede llevar la absolutización del dinero y de los bienes materiales; nos recuerda que somos “administradores” más que dueños absolutos de personas y cosas. Debemos saber relativizar las cosas de este mundo, utilizarlas de tal modo que nos ayuden a conseguir lo principal, que no nos impidan caminar hacia la meta; tenemos que ser sagaces para las cosas espirituales como lo somos para las económicas y materiales de nuestra vida, pues “el negocio más importante es nuestra propia salvación”. El dinero, legítimo y necesario para vivir con dignidad, no   nos puede hacer olvidar que hay otros valores más importantes en la vida; no puede bloquear nuestra paz interior, y nuestra apertura hacia el prójimo más necesitado y hacia Dios. No debemos idolatrar el dinero ni los bienes materiales del mundo, por necesarios que sean: “No podemos servir a Dios y al dinero”. Sólo a Dios, y en su nombre y para su gloria y la de los hombres, servirnos de todo lo demás con honestidad.

 

San Pablo nos recuerda hoy que la oración de la comunidad cristiana debe ser universal pues a todos los hombres, especialmente los que rigen los destinos de los pueblos de los que depende en buena parte el bienestar de todos, deben alcanzar la única salvación ofrecida por Jesucristo. Ojalá, sin ira ni división en el corazón, podamos alzar las manos limpias en una oración confiada y sincera a Dios por todos los hombres y mujeres nuestros hermanos. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

15 de septiembre de 2019

"La alegría de Dios"

XXIV DOMINGO TO -C-      Ex 32, 7-11.13-14/1 Tim 1, 12-17/ Lc 15, 1-32

 

Texto del Papa Francisco: En la Liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y después la más amplia de todas las parábolas, típica de san Lucas, la del padre de los dos hijos, el hijo “pródigo” y el hijo que se cree justo, que se cree santo. Todas estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es gozoso, es interesante esto, Dios es gozoso, y ¿cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su ovejita; la alegría de una mujer que encuentra su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a recibir en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida. Ha vuelto a casa.

¡Aquí está todo el Evangelio, aquí, eh, aquí está todo el Evangelio, está el Cristianismo! ¡Pero miren que no es sentimiento, no es “ostentación de buenos sentimientos”! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto. Y ésta es la alegría de Dios. Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo.

Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve. Está de fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón.

¿Cuál es el peligro? Es que nosotros presumimos que somos justos, y juzgamos a los demás. Juzgamos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarlos a muerte, en lugar de perdonar. ¡Entonces sí que corremos el riesgo de permanecer fuera de la casa del Padre! Como ese hermano mayor de la parábola, que en lugar de estar contento porque su hermano ha vuelto, se enoja con el padre que lo ha recibido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay misericordia, la alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, incluso si observamos todos los preceptos, porque es el amor el que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el amor por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y esto es el amor de Dios, su alegría, perdonar. Nos espera siempre. Quizá alguien tiene en su corazón algo grave, pero he hecho esto, he hecho aquello, Él te espera, Él es Padre. Siempre nos espera.

Si nosotros vivimos según la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, jamás salimos de la espiral del mal. El Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y salvar al mundo. En realidad, ¡sólo la justicia de Dios nos puede salvar! Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios? ¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido de una vez para siempre al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este camino: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36).

Hoy es la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y se nos recuerda que la Cruz es Luz, es Purificación y es Vida porque es Cristo.

 

26 de julio de 2019

"Señor, enséñanos a orar..."

XVII TO – C- Gén 18, 20-21.23-32 /Col 2, 12-14 /Lc 11, 1-13

Escuchamos hoy el diálogo que entabla Dios con Abraham: Yahvé le confiesa a Abraham sus planes de castigar a las pecadoras ciudades de Sodoma y Gomorra.  Dos cosas llaman la atención de este diálogo:

En primer lugar, la íntima amistad que se trasluce entre Dios y nuestro padre en la fe, Abraham. Dios conversa con Abraham como con un amigo fiel, y entre amigos no hay secretos, por eso le confiesa cuáles son sus intenciones. La misma confianza muestra Abraham al recordarle a Yahvé que sería impropio de Él castigar al justo junto con el malvado. Y esa es, precisamente, la segunda cosa que llama nuestra atención en este diálogo: la intercesión llevada a cabo por Abraham para evitar que la acción justiciera de Dios produzca “daños colaterales”. Estamos ante una comprensión todavía primitiva de Dios que habrá de perfeccionarse a lo largo de los siglos. Pero este peculiar regateo con Dios en el que se embarca Abraham ya supone un importante avance en la manera de entender lo que es propio, y lo que no, de la Divinidad.

El rostro de Dios que poco a poco se va desvelando en el AT, se nos muestra definitivamente en Jesús que hoy se presenta como hombre de oración. En numerosas ocasiones se nos habla en los Evangelios de que se retiraba a solas para orar. Como Hijo, su relación de intimidad con el Padre y el Espíritu Santo que se manifiesta en su oración es de una cualidad única e incomprensible para nosotros, incorporados, por Él, a una relación filial nueva, por la Encarnación. Por eso, Jesús no sólo nos enseña a orar, sino que él mismo es quien hace posible una nueva forma de orar, una nueva forma de relacionarse con Dios.

La oración del padrenuestro es una oración breve y concisa, especialmente en comparación con el habitual estilo de oración judío, pero a la vez precisa y completa. Una oración que refleja una intimidad de relación con Dios que recuerda el encuentro de Mambré. Jesús nos dice en ella, de forma muy directa, lo que enseña a través de parábolas y gestos: dirigíos a Dios como vuestro Padre -sin más, de tú a tú, sin las perífrasis reverenciales propias del judaísmo- y pedidle lo verdaderamente necesario. Dios quiere que se lo pidamos.

Santo Tomás de Aquino, en su comentario al padrenuestro, nos dice que el padrenuestro es la oración principal porque es la que nos enseñó el propio Jesucristo. En ella se dan de manera perfecta las cinco cualidades que deben existir en toda oración: Confianza en Dios, a quien podemos dirigirnos como Padre gracias a Jesucristo; rectitud, pues nos indica qué es lo que debemos pedir a Dios; orden, al referirse a lo que es fundamental; devoción verdadera, que brota de la caridad perfecta hacia Dios y el prójimo y humildad, al reconocernos necesitados de Dios.

La oración en el cristianismo es la puesta en práctica y realización efectiva de la fe; no es solo un quehacer, es una actitud: la de vivir la propia vida en la presencia de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús es muy contundente a la hora de señalar que en esa actitud orante que debe tener nuestra vida tiene que estar presente la petición a Dios, y una petición insistente, perseverante, de “cosas buenas”, según Mateo (Mt 7, 11), es decir, del Espíritu Santo, según Lucas.

La oración de petición, es la expresión natural de la relación de confianza incondicional en Dios, la cual es el centro de la vida del creyente. Cuando en los momentos difíciles de la vida acudo a Dios en busca de auxilio, le estoy reconociendo como Salvador, y esa es, precisamente, la esencia de nuestra fe. Una fe que nos hace confiar en que toda oración es escuchada por Dios. El que la respuesta muchas veces no sea la por nosotros deseada, no significa que nuestra oración no haya sido escuchada. Porque el principal cambio que debe producir en nosotros el encuentro confiado con Dios es la transformación de nuestro propio corazón, más que la de las circunstancias que nos rodean. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

19 de julio de 2019

"Marta, Marta..."

XXVI TO-C-  Gén 18, 1-10a; Col. 1, 24-28;  Lc 10, 38-42

 

Mientras el grupo de discípulos sigue su camino, Jesús entra solo en una aldea y se dirige a una casa donde encuentra a dos hermanas a las que quiere mucho. Es san Juan el que nos deja escrito: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. La presencia de su amigo Jesús va a provocar en las mujeres dos reacciones muy diferentes.

 

María, seguramente la hermana más joven, lo deja todo y se queda «sentada a los pies del Señor». Su única preocupación es escucharle. El evangelista la describe con los rasgos que caracterizan al verdadero discípulo: a los pies del Maestro, atenta a su voz, acogiendo su Palabra y alimentándose de su enseñanza. Justamente en ese gesto radica una gran novedad de la actitud de Jesús: la mujer ha de dejar de ser únicamente entendida como quien ha de estar presta a satisfacer las necesidades de otros, su valor no es instrumental, sino que su dignidad es reconocida en igualdad con el resto de los discípulos. También a ellas se les ofrece el contacto cercano con el Señor, también para ellas está reservada la mejor parte. Únicamente, cuando a ejemplo de Jesús, nuestras comunidades cristianas sepan avanzar en este camino del reconocimiento en igualdad y dignidad de las mujeres. “No hay hombre o mujer, judío o griego…todos sois uno en Cristo Jesús” nos dirá S. Pablo en Gal 3, 28. 

 

Frente a la actitud de María, Marta, desde que ha llegado Jesús, no hace sino desvivirse por acogerlo y atenderlo debidamente. Lucas la describe agobiada por múltiples ocupaciones. Desbordada por la situación y dolida con su hermana, expone su queja a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano». Jesús no pierde la paz. Responde a Marta con un cariño grande, repitiendo despacio su nombre; luego, le hace ver que también a él le preocupa su agobio, pero ha de saber que escucharle a él es tan esencial y necesario que a ningún discípulo se le ha de dejar sin su Palabra «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no se la quitarán». Jesús no critica el servicio de Marta.  Él mismo está enseñando a todos con su ejemplo a vivir acogiendo, sirviendo y ayudando a los demás. Lo que critica es su modo de trabajar de manera nerviosa, bajo la presión de demasiadas ocupaciones.

 

Jesús no contrapone la vida activa y la contemplativa, ni la escucha fiel de su Palabra y el compromiso de vivir prácticamente su estilo de entrega a los demás. Alerta más bien del peligro de vivir absorbidos por un exceso de actividad, en agitación interior permanente, apagando en nosotros el Espíritu, contagiando nerviosismo y agobio más que paz y amor. Apremiados por la disminución de fuerzas, nos estamos habituando a pedir a los cristianos toda clase de compromisos dentro y fuera de la Iglesia. Si, al mismo tiempo, no les ofrecemos espacios y momentos para conocer a Jesús, escuchar su Palabra y alimentarse de su Evangelio, corremos el riesgo de hacer crecer en la Iglesia la agitación y el nerviosismo, pero no su Espíritu y su paz. Nos podemos encontrar con unas comunidades animadas por funcionarios agobiados, pero no por testigos que irradian el aliento y vida de su Maestro.

 

En un tiempo como el actual en que distintas tensiones sociales parecen poner en entredicho el valor de la acogida, conviene subrayar y poner en valor la tradición bíblica de la hospitalidad a la que hoy nos remiten las lecturas. Las actitudes de Abrahán, Marta y María se nos presentan como modelo. El Señor llega a nuestra puerta y, como Abrahán, habremos de descubrirle en el rostro de los hermanos. En nuestro entorno y en nuestros tiempos, acaso en los rostros de la innumerable masa de personas, refugiadas, inmigrantes que apelan a nuestra sensibilidad humana y creyente en busca del reconocimiento de sus necesidades y de su dignidad.

 

Terminamos recordado a santa Teresa que decía: “nada te turbe...quien a Dios tiene nada le falta”, pero también: “entre pucheros anda Dios”. Escucha a Dios y a los hermanos, oración y acción. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

5 de julio de 2019

¡Poneos en camino!

Domingo XIV TO -C-  Is 66, 10-14 / Gál 6,14-18 / Lc 10, 1-12.17-20

El evangelio de Lucas nos habla del apostolado, la misión de los 72 discípulos. La cifra 72, hace referencia a que el mensaje de salvación traspasa las fronteras de las tribus de Israel. Debe ser llevado a todas las gentes de dos en dos, es decir, de manera dialogada, compartida y tendente a la comunión. No es un envío para imponer una doctrina, sino para compartir lo que en Cristo se vive, para ser sus testigos.  Lucas, además explicita los elementos a tener en cuenta: la oración es indispensable para el diálogo con el que envía; hay mucha necesidad de Dios (la mies es abundante) y hay pocos que hacen del Reino su proyecto; muchas veces el mensaje no será acogido; habrá muchas dificultades (como corderos en medio de lobos); es menester no precisar seguridades (bolsa, alforja, sandalias) ni distraerse en el camino (no saludéis a nadie); la eficacia dependerá de la cercanía y la convivencia (permaneced en la misma casa, comed y bebed lo que tengan); la paz constatará la acogida de la palabra de Dios y la alegría del enviado es fruto de ya estar gozando de la cercanía el Reino, realidad que compartirlo con todas las gentes.

Ser cristiano es tener una misión y realizarla con celo y ardor en los quehaceres de la vida y en la amplísima gama de tareas eclesiales hoy existentes. El sentido de misión es el estímulo más fuerte para creer y vivir la fe, para cumplir con los mandamientos de Dios y de la Iglesia.  "Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es enviada al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado" (CIC 863). Si amamos filialmente a la Iglesia, no dudemos de que la mejor manera de expresarle nuestro amor es mediante nuestro espíritu misionero allí donde estemos.


Parafraseando a S. Juan Pablo II podríamos decir: "No tengáis miedo de ser misioneros". Porque, a decir verdad, algunas veces al menos nos atenaza el temor, el respeto humano, el qué pensarán y el qué dirán. Es humano sentir miedo, pero la misión ha de superar y sobrepasar nuestros temores y hablar de Cristo: su persona, su vida, su verdad, su amor, su misterio.  La fe y la misión comienzan en el corazón, eso es verdad, pero han de terminar en los hechos y en los labios. Todos hemos de vencer cualquier muestra de miedo, a veces llamado “prudencia” (sacerdotes, maestros, padres, jóvenes… “no somos de otro planeta”). Nuestra misión ha de ser nuestra corona y nuestra gloria.

Nos recuerda el Papa Francisco que no debemos obsesionarnos por los resultados inmediatos. Tenemos que estar dispuestos a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad; tenemos que saber que Dios puede actuar en medio de aparentes fracasos. La fecundidad es muchas veces invisible, “no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo... A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos” (Papa Francisco, EG 279).

Para un cristiano, nos dice san Pablo, carece de valor estar o no circuncidado, lo que vale es ser una nueva creatura. Todo ha de estar subordinado a la consecución de este fin. San Pablo es consciente de haberlo conseguido, pues lleva en su cuerpo el tatuaje de Jesús. Es decir, lleva en todo su ser una señal de pertenecer a Jesús, como el esclavo llevaba una señal de pertenencia a su patrón, o, como en las religiones mistéricas, el iniciado llevaba en sí una señal de pertenencia a su dios. Como Pablo, así deben ser todos los cristianos, por eso puede decirles: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo". Este es, además, el fin de la misión de Jesucristo: que el hombre se apropie la redención operada por Jesucristo y llegue así a ser y a manifestar a los demás que es pertenencia de Dios. ¿Cuántos llevan grabado en su mismo ser el tatuaje de Jesucristo?  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

29 de junio de 2019

"Para la libertad nos ha liberado Cristo"

XIII TO –C- 1 Re 19, 16b.19-21 / Gal 5, 1.13-18 / Lc 9, 51-62

 

Cristo fue libre y radical en su vida y en la expresión de sus creencias. Fue libre para oponerse a las autoridades religiosas y civiles de su tiempo; fue libre para acoger a pecadores y a personas marginadas por la sociedad de su tiempo; fue libre para tratar y relacionarse con las mujeres; fue libre para interpretar y practicar muchas normas y ritos de la ley mosaica; fue libre ante sus padres y parientes; fue libre...  Y que fue radical en su vida y en la expresión de sus opiniones y creencias también resulta evidente: recordamos el evangelio: deja que los muertos entierren a sus muertos; el que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de los cielos. Seguramente que los fariseos que hablaron y trataron a Jesús no tenían la más mínima duda sobre la libertad y la radicalidad de Jesús de Nazaret. En su seguimiento los cristianos, los deberemos ser igualmente libres y radicales.

La palabra libertad la usamos con muchos significados; si hablamos no de la libertad en sentido general, sino de la libertad cristiana, parece aún más evidente que la palabra “libertad” debe entenderse en el sentido en el que Cristo la predicó y la usó. Es el sentido en el que la usa Pablo en el texto de la carta a los Gálatas, “Carta Magna” de la libertad cristiana. La primera frase que hoy leemos es para ponerla en un marco y meditarla todos los días: para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Y, para que quede claro el sentido que él da a la palabra libertad, añade: vuestra vocación es la libertad... sed esclavos unos de otros por amor. Es difícil decirlo más claro y mejor con menos palabras: libertad con amor, sí; libertad sin amor, no. Por supuesto, que San Agustín dijo esto mismo de muchas formas y en muchas ocasiones. Si amas, en sentido cristiano, se entiende, haz lo que quieras, porque no puedes desear nunca hacer algo malo a la persona que amas. La libertad con amor nos lleva al servicio y a la veneración del prójimo. La libertad sin amor siembra siempre discordias y hace imposible una buena convivencia. La libertad asume positivamente las normas en cuanto son la garantía de la libertad y el respeto de todos y, además, va unida a la responsabilidad que es la capacidad de responder de aquello que hemos hecho o dejado de hacer...

 

La libertad cristiana, por tanto, no es ni mucho menos albedrío; es seguimiento de Cristo en el don de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió la cumbre de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: «Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!», él demostró su libertad de Hijo quedándose precisamente en ese patíbulo para cumplir hasta el final con la voluntad misericordiosa del Padre. Esta experiencia la han compartido otros muchos testigos de la verdad: hombres y mujeres que han demostrado ser libres incluso en la celda de una cárcel o bajo las amenazas de la tortura. «La verdad os hará libres». Quien pertenece a la verdad nunca será esclavo de ningún poder, sino que sabrá siempre hacerse libremente siervo de los hermanos.

 

La radicalidad es necesaria, porque se trata de ser fieles a la raíz de la que hemos brotado y crecido. Nuestra raíz es Cristo y ser radical es ser fiel a Cristo. El radicalismo, en cambio, se refiere, a una actitud intransigente, fundamentalista y muchas veces violenta y agresiva, ante creencias o actitudes distintas de las nuestras. Ya sé que en épocas anteriores los cristianos hemos pecado de radicalismo e intransigencia ante creencias y actitudes personales y públicas que contradecían nuestras propias creencias religiosas. De ello se ha pedido y hay que pedir perdón sin miedo ni temor. En la sociedad en la que hoy vivimos debemos predicar y vivir nuestra fe con radicalidad, pero no con radicalismo. Respetamos y amamos cristianamente a todas las personas y el amor cristiano nos impide actuar con radicalismo e intransigencia. No queremos que baje fuego del cielo para acabar con nuestros enemigos. Porque, volviendo a San Pablo, sabemos que, si nos mordemos y devoramos unos a otros, terminaremos por destruirnos mutuamente. El camino es proponer, denunciar, vivir... sin desánimo, poniendo toda la existencia, como Eliseo y los grandes profetas, a disposición de Dios. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

22 de junio de 2019

"Dadles vosotros de comer..."

CORPUS CHRISTI- Gn 14, 18-20/1 Cor 11, 23-26/Lc 9, 11-17

 

La Iglesia celebra la eucaristía, lo hemos escuchado en la segunda lectura, según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecerlos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”. Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.

Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para cada uno de nosotros pan de vida y bebida de salvación; memoria de una encarnación, de un Dios buen samaritano de hombres y mujeres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas; memoria de un nacimiento en humildad y pobreza; memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad.  Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios, de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Memoria que mantenemos viva en nuestro corazón, familias, escuela.

 

Para el cristiano, la Eucaristía es, más que una obligación, una necesidad. En ella celebramos la fe, acogemos el don que se nos ofrece y no nos reservamos para nosotros solos la Gracia. Con espíritu abierto invitamos a todos a saborear el pan y a vivir la Presencia de Dios entre nosotros, único que sacia el hambre de verdad y la sed de plenitud que habita en el corazón del hombre.  Ante la actitud de los apóstoles (“Despide a la gente; que vayan a las aldeas a buscar alojamiento y comida”) Jesús responde: “Dadles vosotros de comer”. Ellos hacen cálculos y las cuentas no salen (“No tenemos más que cinco panes y dos peces”). Jesús después de bendecir “lo que tienen” parte, divide y reparte entre todos. Es todo un signo para que aprendamos a realizar el milagro de compartir: “Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”.

 

Y es que, el gran milagro es “compartir” los dones que Dios nos ha dado. El milagro de la multiplicación de los panes está en los cuatro evangelistas. El número de cinco panes y dos peces (5 + 2 = 7) significa la plenitud del don de Dios. Y las «doce canastas» de sobras están significando la superabundancia de los dones de Dios. El número 5.000 representa simbólicamente una gran muchedumbre. Los apóstoles, acomodando a las gentes, repartiendo el pan y recogiendo las sobras, hacen referencia a la Iglesia, dispensadora del pan de los pobres y del pan de la Palabra y la Eucaristía.

 

En este milagro de la multiplicación de los panes se ven como diseñadas las tareas pastorales de la Iglesia: predicar la palabra, repartir el pan eucarístico y servir el pan a los pobres. Unos a otros “nos damos de comer”: padres, profesores, alumnos, sacerdotes… voluntarios, Cáritas… Y no nos reservemos para nosotros la gracia recibida. Son doce los cestos sobrantes, somos nosotros ahora los discípulos de Jesús, invitemos a todos a saborear y a vivir el gran don de la presencia de Dios entre nosotros. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

8 de junio de 2019

Pentecostés

VIGILIA 2019.  Pentecostés- Gn 11, 1-9, Rom 8, 22-27; Jn 7, 37-39

 

La palabra sincera, honesta… es un instrumento de unión, nos humaniza, facilita en entendimiento, construye fraternidad. Por ello, deberíamos cuidar su buen uso en las conversaciones, diálogos, debates, conferencias, en los medios, redes sociales... En nuestros días somos conscientes que en muchos casos se devalúa la palabra y su significado, se abusa de ella, se usa superficialmente, se manipula (mentiras, fake news) incluso se “desprecia” su buen uso… y olvidamos que, si no nos entendemos hablando, dialogando ¿cómo podremos entendernos, vivir juntos, conocernos?...

La Biblia nos habla hoy de la confusión de lenguas en Babel que llevó a la dispersión y a la división entre los pueblos y, al mismo tiempo, nos habla también de la fuerza del espíritu, de Pentecostés, como experiencia de unidad y entendimiento aun en la diversidad de lenguas y de pueblos. Los Hechos hablan que, tras la venida del Espíritu todos oían las maravillas de Dios en sus propias lenguas. Cuando los hombres, por sí solos y confiando solo en ellos y en sus propias fuerzas, intentan conquistar el cielo acaban en la confusión, la manipulación, el engaño. Las ideologías y los grandes totalitarismos de la historia son un buen ejemplo de ello.  Cuando los hombres, asumiendo su realidad diversa y mortal se abren dócilmente a la sorprendente gracia de Dios pueden construir la fraternidad desde el diálogo, el respeto, la diversidad. Cuando recibimos el mismo Espíritu, nos entendemos, aunque hablemos diferentes idiomas. 

Los cristianos somos portadores de una Palabra, un mensaje que debemos anunciar a todo el mundo, pero, con frecuencia, cada vez con más frecuencia en occidente, advertimos que pocos nos escuchan, nos entienden o que, quizás, no conseguimos hacernos entender… A los apóstoles, en esta fiesta, mediante el signo de las lenguas de fuego se les concedió el don de “reforzar la propia debilidad” (Pablo) para tener el valor de hablar y confesar en público que Jesús es el Señor. Porque "nadie puede decir que Jesús es el Señor a no ser por el Espíritu Santo".

 

Ahora bien, un modo nuevo de hablar no tiene sentido si no es expresión de una vida nueva. Por ello, la comunicación es, en el fondo, no solo una cuestión de “palabras” sino de vida, de fe, de obras. Una palabra que no vaya acompañada de obras, de gestos concretos de cercanía, de comprensión, de perdón, de ayuda… es como una fe que está muerta porque no se expresa en obras de amor y, por lo tanto, no solo no puede decir nada al mundo, sino que creará más confusión a la que ya existe y no contribuirá a la convivencia y entendimiento entre los hombres. Jesús “sacia nuestra sed” más profunda, como nos recuerda el evangelio; ha sido enviado para que los hombres tengamos vida, y la tengamos en abundancia. No es solo una prolongación de la vida mortal, sino la vida eterna, que no es sólo "vivir para siempre" sino vivir con el gozo infinito de quienes son hijos Dios...  vivir en intimidad y familiaridad con Dios ... Jesús tiene esa vida, y ha venido a dárnosla a raudales, en abundancia tal que salte en nuestros corazones como torrentes de agua viva... Y esto debemos vivirlo, experimentarlo, comunicarlo sin miedo en nuestro mundo.

 

Pentecostés no es un hecho del pasado, no es una simple página de la historia. La Iglesia vive "en estado de Pentecostés", porque Jesús sigue entregando el Espíritu a su Iglesia, y la fuerza de este Espíritu, nos hace experimentar la presencia y el amor Dios, ser verdaderos "testigos", hablar de lo que hemos "visto y oído",  no de cosas aprendidas en los libros. Es ese Espíritu el que nos abre a una comunicación nueva y más profunda con Dios, con nosotros mismos y con los demás. . Es ese Espíritu el que nos invade con una alegría secreta, dándonos una trasparencia interior, una confianza en nosotros mismos y una amistad nueva con las cosas. Es ese Espíritu el que nos libra del vacío interior y la difícil soledad, devolviéndonos la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amados. Es ese Espíritu el que nos enseña a estar atentos a todo lo bueno y sencillo…  el que nos hace renacer cada día y nos permite un nuevo comienzo a pesar del desgaste, el pecado y el deterioro del vivir diario. Este Espíritu es la vida misma de Dios que se nos ofrece como don que acogemos con sencillez de corazón…

 

25 de mayo de 2019

"Y haremos morada en él..."

VI DE PASQUA -C- Hch 15,1-2,22-29/Ap 21,10-14.22-23/Jn 14,23-29

 

Es propio del mensaje de Cristo inaugurar un modo nuevo de relación del hombre con Dios. A la idea antigua del Dios lejano, que se presenta con el rayo, el trueno o el fuego, sucede la imagen de un Dios-Padre que ve en el hombre al hijo querido, cuya cercanía busca. Y, de la misma manera que a la persona que amamos la tenemos presente, más aún, dentro de nosotros mismos y la vemos solo con cerrar los ojos, así Dios quiere que le busquemos y recibamos en la intimidad de nuestro ser. Porque es ahí, en el interior, el lugar en el que se libran esas tensiones calladas que nadie más que nosotros conoce; es dentro de nosotros, donde se ganan o se pierden las auténticas batallas de la vida, donde fluyen las intenciones, deseos e impulsos...es ahí donde Dios quiere habitar, el espacio donde él quiere estar presente: “Vendremos a Él…”. Ser morada de Dios…: acogerlo, transformarnos por su Espíritu, mostrarlo al mundo…. El amor se manifiesta cuando aquel a quien amamos vive en el fondo de nuestro corazón y “se manifiesta” en nuestras palabras y en nuestras obras.

El amor a Dios nos produce paz y alegría, nos hace personas equilibradas y optimistas. No queremos ser ingenuos ni irresponsablemente utópicos, pero no permitimos que nuestro corazón se acobarde ante las innumerables e inevitables dificultades que la vida nos presenta. Una persona en la que mora Dios, que está siempre en comunión con Dios, sabe que lleva encerrada, en el frágil vaso de su cuerpo, la fortaleza de Dios. Evidentemente podrá sentir miedo físico, debilidad psicológica y hasta imperfección espiritual, pero sabrá que la presencia del Dios que mora y vive dentro de él le va a proporcionar la fuerza necesaria para resistir los achaques del cuerpo y las debilidades de su espíritu.  Jesús vive en nosotros, es paz que debemos contagiar, fuente de reconciliación y de vida, por eso “no tiembla ni se acobarda nuestro corazón”.

 

Dice el Papa Francisco a propósito de la paz de Jesús que “nos enseña a seguir adelante en la vida… a llevar a los hombros la vida, las dificultades, el trabajo, todo, sin perder la paz. Llevar a los hombros y tener el valor de ir adelante. Esto solo se entiende cuando tenemos dentro el Espíritu Santo, que nos da la paz de Jesús. Pero si al vivir uno se deja llevar por un “nerviosismo ferviente” y pierde la paz, quiere decir que “hay algo que no funciona”. Por tanto, teniendo en el corazón el “don prometido por Jesús” y no el que viene del mundo o del “dinero en el banco”, podemos afrontar las dificultades incluso más duras y seguir adelante, y lo hacemos con una capacidad más:  la de hacer “sonreír al corazón”. Y, además, “la persona que vive esta paz nunca pierde el sentido del humor. Sabe reírse de sí misma, de los demás, incluso de su sombra, se ríe de todo… Este sentido del humor que es tan cercano a la gracia de Dios. La paz de Jesús en la vida cotidiana, la paz de Jesús en las tribulaciones y con ese poco de sentido del humor que nos hace respirar bien”.

Pues, como dice Pablo en la lectura de hoy, referida al Concilio de Jerusalén del año 49, hay que ir siempre a lo esencial (se decide: “no imponer más cargas que las indispensables”), recordando que lo que salva, lo que nos pone en paz con Dios y los hermanos es la fe en Jesucristo, no las obras de la ley.   Que el Señor nos dé esta paz que viene del Espíritu Santo, esta paz que es propia de Él y que nos ayuda a soportar, llevar encima, tantas dificultades en la vida. Que así sea con la Gracia de Dios.