23 de noviembre de 2018

"Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad"

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO -B- Dn 7,13-14/Ap 1,5-8/Jn 18,33-37

 

Pilato y Jesús representan dos concepciones contrapuestas del rey y de la realeza. Pilato no puede concebir otro rey ni otro reino que un hombre con poder absoluto como el emperador Tiberio o por lo menos con poder limitado a un territorio y a unos súbditos, como Herodes el Grande. Jesús, sin embargo, habla de un reino que no es de este mundo, que no proviene de los hombres sino de Dios. Pilato piensa en un reino que se funda sobre un poder que se impone por la fuerza del ejército, mientras que Jesús tiene en mente un reino impuesto no por la fuerza militar (en ese caso "mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos"), sino por la fuerza de la verdad y del amor. Pilato no puede concebir de ninguna manera un rey que es condenado a muerte por sus mismos súbditos sin que oponga resistencia, y Jesús está convencido y seguro de que sobre el madero de la cruz va a instaurar de modo definitivo y perfecto su misterioso reino. Para Pilato decir que alguien reina después de muerto es un contrasentido y un absurdo, para Jesús, sin embargo, está perfectamente claro que es la más verdadera realidad, porque la muerte no puede destruir el reino del espíritu.

 

A Pilato, representante del sistema imperial de Roma, le preocupa el poder, a Jesús, un reo indefenso, la verdad. Dos concepciones diferentes del reino, que siguen presentes en la historia.  El reino de Jesús es un reino en el que se cumple lo que los profetas de siglos anteriores habían prometido de parte de Dios; goza de una gran singularidad: no es de este mundo, pero está presente en este mundo, aunque no se vea porque pertenece al reino del espíritu.  En un momento del diálogo con Pilato Jesús proclama con solemnidad: «Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz». Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad, y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos. Por eso Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos, que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios, que la defienden por obligación, aunque no crean en ella.  Se define como “testigo de la verdad” de Dios que Él encarna y nos invita a escuchar su voz para “ser de la verdad”. Por eso Jesús es un rey totalmente libre y nosotros también: el mundo no tiene poder sobre él ni debería tenerlo sobre nosotros.  La paradoja consiste en que esta naturaleza se hace visible en la Pasión, allí donde somos débiles, heridos, enfermos..., es entonces cuando se manifiesta un espacio que nadie puede dañar: nuestra dignidad real que nace de la filiación divina.

 

Jesús no es rey del espacio, sino del tiempo. El texto del Apocalipsis nos revela que Jesús, el primogénito de entre los muertos, es “alfa y omega”, principio y fin, el que da sentido a la historia.  Es “el que es, el que era y el que viene”; “aquel que nos amó” y “nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre”. Más aún: el que “nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”.  De esta manera, los cristianos participamos de la misión real de Jesús; somos una comunidad soberana y libre, no esclavos de nada ni de nadie; una comunidad que visibiliza la realeza de Cristo no mediante el poder, el prestigio o el esplendor sino mediante la lucha por la justicia, por la reconciliación y por la paz en el mundo. No olvidemos la lección de la historia: por muy poderosos que parezcan los imperios son efímeros, caen. Por eso, ojalá que solo ante Dios nos arrodillemos. Él es el único Señor, el rey de nuestros corazones. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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