26 de diciembre de 2017

La Sagrada Familia Jesús, María y José

LA SAGRADA FAMILIA - B - Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; Lc 2, 20-40

La Sagrada Familia de Nazaret es modelo, aliento y fuerza para nuestras familias. Esta fiesta fue establecida  por el Papa León XIII para dar a las familias cristianas un modelo evangélico de vida, virtudes domésticas y de unión en el amor, para que después de las pruebas de esta vida puedan gozar en el cielo de la eterna compañía de Dios y de la Sagrada Familia de Nazaret.

Todos sabemos de los grandes peligros que hoy sufren algunas de nuestras familias, y que puso en evidencia el sínodo extraordinario de la familia en octubre de 2014: familias fragmentadas, heridas, rotas, en necesidades de pobreza, de miseria y de angustia. Dificultades internas y externas. Preocupaciones de tipo laboral y económico; visiones distintas en la educación de los hijos, provenientes de diferentes modelos educativos de los padres; los reducidos tiempos para el diálogo y el descanso. A esto se añaden factores disgregadores como la separación y el divorcio, y el preocupante crecimiento de la práctica abortiva. El mismo egoísmo puede llevar a la falsa visión de considerar los hijos como objetos de propiedad de los padres, que se pueden fabricar según sus deseos. Violencia, abusos, alcohol… Y también esas situaciones pastorales difíciles: las uniones libres o en segundas nupcias sin haber recibido el sacramento del matrimonio. ¿Qué hacer ante estos desafíos?

Hoy tenemos que mirar el modelo de la Sagrada Familia para que nos digan el secreto para formar una familia ideal y podamos lanzar luz a esos desafíos. Cuando Pablo VI estuvo en Nazaret sacó unas lecciones de la Sagrada Familia: “Primero, lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente. Segundo, lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología. Y tercero, lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!” (Homilía de Pablo VI, 5.1.1964 en Nazaret).

Debemos volver una y otra vez al plan originario de Dios para la familia. Es cierto que Dios comenzó su plan arrancando a Abraham del seno de su familia, pero al mismo tiempo le hizo la promesa de un descendiente, de un heredero, Cristo, en torno al cual se formaría la familia perfecta. Y cuando con brazo poderoso sacó a los judíos del Egipto lo hizo para constituirlos en pueblo, en familia de Dios. Siguiendo la misma línea, Dios constituyó luego la Iglesia –nuevo Israel- al modo de una familia, con un Padre común. Somos de la familia de Jesús. San Pablo en la segunda lectura de hoy nos da la clave para edificar esta familia de Jesús con un único cemento: el amor mutuo, hecho humildad, afabilidad, paciencia, perdón, paz, gratitud, oración, respeto, obediencia.

Sagrada Familia de Nazaret: enséñanos el recogimiento, la interioridad; danos la disposición de escuchar las buenas inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad del trabajo de reparación, del estudio, de la vida interior personal, de la oración, que sólo Dios ve en lo secreto; enséñanos lo que es la familia, su comunión de amor, su belleza simple y austera, su carácter sagrado e inviolable”. Amén.

 

23 de noviembre de 2017

"Venid, benditos de mi Padre..."

DOMINGO XXXIV  T.O. -A- CRISTO REY 

Ez 34,11-12.15-17 - 1 Cor 15, 20-26a.28- Mt 25, 31-46

 

            Estamos al final del camino anual de la liturgia, que, sin embargo, el próximo domingo habrá que volver a iniciar con el Adviento. El final del camino de la historia es el que nos recuerda hoy la P de D, en la solemnidad de Cristo Rey del Universo. Al final del itinerario del hombre, de cada hombre y de la historia humana (doncellas y talentos), está Cristo, Señor de todo, “Dios con nosotros”, dando sentido y verdad a toda la andadura de la humanidad.

            Las lecturas esbozan el rostro de ese Cristo Rey que llena todo el horizonte de la historia. El profeta Ezequiel se vale de la imagen de “pastor de hombres” aplicada a los reyes y otros dirigentes(AT) para hablar de la relación de Dios con su pueblo oprimido y disperso en el exilio. Dios, pastor solícito, promete liberación de las injusticias, curación de lo herido y enfermo, atención y cuidado...da esperanza.

           

Jesús (NT)se identificó con el Buen Pastor. Asumió la imagen para describir su acción salvadora con todos los hombres, especialmente los pobres y perdidos (primeros cristianos así lo vieron). Es el rasgo de la misericordia en el rostro del Cristo Rey. El Señor del Universo es Bondad. Su reino no debe nada a las riquezas ni al prestigio, poderes de este mundo, sino que se reserva a los pequeños y sencillos...

      

El evangelio, con su alegoría del juicio último, nos sitúa ante el Rey que “sentado en su trono” va a juzgar a cada hombre y a la historia humana. Un juicio que es examen de un amor que se prueba cada día en el encuentro con el hermano necesitado, solo, abandonado..., en ellos está el reino de Dios misteriosamente presente. El Señor Rey del Universo es el Hijo del Hombre que se identifica con cada hombre, en quien debemos de reconocerlo. Es el juicio de las Bienaventuranzas que dará la vida plena a los limpios de corazón, luchan por la justicia, perdonan y son misericordiosos..., a los que reconocen el rostro de Jesús en el rostro de todos los hermanos. En el torbellino del bien y del mal, contradicciones, luchas y pasiones, él nos enseña a amarnos y amarle (“Lo que hicisteis... me lo habéis hecho a mi”).

           

Jesús no nos llama a ser espectadores del amor de Dios sino sus más íntimos colaboradores, esto es, plenamente responsables. “Cristianos, decía san Juan Crisóstomo, sois los responsables del mundo y se os pedirá cuenta de él”. La fe que nos salva es la que nos contagia una bondad superior a la nuestra, la única fuerza que puede resistir hasta el fin el horror del mal sin caer en la tentación de culpar a los otros.

           

El reinado de Cristo, dice Pablo, se va haciendo en la lucha y victoria sobre todos los enemigos, aquellos que se oponen al proyecto justo y bueno de Dios. “El último enemigo aniquilado será la muerte”; Cristo entrega su reino al Padre para que Dios sea todo en todos. El Señor del universo es Dios que acoge como Padre a sus hijos. Feliz quien siga al Señor Jesús a donde quiera que vaya: se elevará a compartir su misma intimidad con Dios y le seguirá ejerciendo su caridad...

“No todo el que dice Señor Señor..., sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). “La señal por la que conocerán que sois mis discípulos es que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). “Quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).

Así de sencillo y así de complicado: “Al final de la vida se nos examinará del amor”, dice san Juan de la Cruz. Con la gracia de Dios y nuestra disponibilidad a colaborar con ella, aprobaremos un examen, del que sabemos las preguntas. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

11 de noviembre de 2017

"Señor, Señor, ábrenos"

 

 

2017.- DOMINGO XXXII T.O. -A- Sb 6,12-16/1 Ts 4,13-18/Mt 25,1-13 

 

“Radiante e inmarcesible es la sabiduría… La encuentran los que la buscan… Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada… Ella misma busca por todas partes a los que son dignos de ella” (Sab 6,12.14.16). En este hermoso poema sobre la sabiduría por tres veces aparece el verbo “buscar”.

Y con razón, porque la sabiduría es para la Biblia el gran tesoro. Es el mayor de los dones de Dios. Para encontrarla hay que prescindir de muchas cosas. Y decidirse a buscarla para descubrirla al amanecer, sentada a nuestra puerta. Es ella la que viene a encontrarnos. Esa es la gran tarea y la enorme alegría de la esperanza cristiana.

Es evidente que la sabiduría se identifica con el mismo Dios. Es él a quien buscamos, a veces sin saberlo. Por eso el salmo responsorial nos invita a cantar: “Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti” (Sal 62,2).

Esa sed, que resume nuestra esperanza, no quedará defraudada. San Pablo nos asegura que quien ha creído en la resurrección de Jesucristo estará siempre con el Señor (1Tes 4,17).

 

ESPERA Y COMPROMISO

El capítulo 25 del evangelio de Mateo nos ofrece tres hermosos textos sobre la esperanza. El primero es la parábola de las diez doncellas invitadas a la celebración de una boda (Mt 25,1-13). ¿Qué es lo que las caracteriza?

Tienen en común que todas ellas tienen una función importante en la celebración de la fiesta: han de salir a esperar al esposo e iluminar el cortejo con sus lámparas. Para todas se hace pesada la espera y todas se dejan vencer por el sueño.

Pero se diferencian en algo muy importante. Cinco de ellas han tomado aceite para alimentar sus lámparas. Las otras cinco, no. Las previsoras aparecen como prudentes, mientras que las otras cinco son calificadas como necias o descuidadas.

La parábola nos recuerda que la esperanza no es solo un sentimiento. No puede identificarse con la frivolidad ni con la pasividad. La esperanza es activa y comprometida. Exige sabiduría. Esperar implica operar.

 

LA ORACIÓN Y LAS OBRAS

En la segunda parte de esta parábola se nos dice que la espera no es una falsa ilusión. El esposo llega a la fiesta. Como ha dicho el papa Francisco, “nuestra esperanza tiene un rostro”. El texto recoge un breve diálogo y una exhortación.

“Señor, Señor, ábrenos”. Las jóvenes descuidadas pierden tiempo al tratar de remediar su error y llegan tarde a la fiesta. Su lamento resume la súplica de todos los que, aun si saberlo, deseamos encontrarnos con el Señor.

“En verdad os digo que no os conozco”. Nos engañamos si pensamos que la esperanza es una virtud fácil y trivial. No se sostiene solo con palabras, sino que requiere esfuerzo y prudencia. La oración ha de ir acompañada por las obras.

“Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Con esta exhortación concluye Jesús la parábola. El mismo papa Francisco nos dice que el problema no es “cuándo” se mostrará el Señor, sino el “estar preparados para el encuentro”.

– Señor Jesús, queremos mantener viva nuestra esperanza. Que nuestra espera refleje el compromiso diario con el que preparamos nuestro encuentro contigo. Amén.

 

José-Román Flecha Andrés

 

28 de enero de 2017

"Bienaventurados los que trabajan por la paz..."

2017.  IV DOMINGO TO -A-  Sof2,3-3,12-13/1Cor 1,26-31/Mt 5,1-12

 

Ayer, 27 de enero, se celebró La Jornada internacional de conmemoración de las víctimas del Holocausto, que fue instaurada por  las Naciones Unidas,  recordando ese día de 1945 cuando fueron abatidas las rejas del campo de concentración de Auschwitz por las tropas soviéticas. El 29 de julio de 2016, el papa Francisco durante su viaje apostólico a Polonia con motivo de la JMJ, fue al campo de concentración de Auschwitz, quiso recorrerlo en silencio, en recogimiento, sin discursos ni protocolos. Uno de los momentos más conmovedores fue cuando el Santo Padre entró en la celda del hambre, la celda del martirio de san Maximiliano Kolbe, sacerdote polaco que ofreció su vida por la de otro preso judío, padre de familia. Y firmó en el Libro de Honor donde escribió en español: “¡Señor, ten piedad de tu pueblo! ¡Señor, perdón por tanta crueldad!”.

 

Ayer en todo el mundo se realizaron ceremonias para no olvidar lo ocurrido. La  Comunidad de san Egidio recordó que “A 72 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau  el recuerdo del horror y del abismo causado por el antisemitismo y la predicación del odio racial es particularmente importante en este momento histórico para Europa y todo el mundo”. La memoria del Holocausto no puede “limitarse a un ejercicio pasivo”, hay “demasiada indiferencia delante de los nuevos actos de intolerancia y de racismo que vemos producirse en el mismo continente que conoció el nacimiento del nazismo”. Por ello es necesario “valorizar los actos de solidaridad, de integración e inclusión social hacia los más débiles” y “multiplicarlos para crear una nueva cultura y transmitirla a las jóvenes generaciones” como el mejor modo “para construir una civilización de la convivencia en el cual hay espacio con todos”. No deben caer los  valores morales y éticos y, para ello, es fundamental cuidar la educación y la familia.

 

El Papa dice: “No necesitamos poner parches, sino construir una Iglesia y una sociedad nueva, abierta, con bases firmes, con mucha luz, donde quepan todos los hermanos…”. Y aquí entran las Bienaventuranzas que hoy nos presenta Jesús. Es  su programa para responder al deseo  más profundo de toda persona humana: la felicidad, pero  dista tanto  de lo que nosotros hemos ido construyendo, que si ponemos atención a las palabras que Él nos propone seguramente le diremos  que eso no es posible, que es una utopía. Pero para Cristo “utopía”, se convierte en un sueño posible por el cual vale la pena entregar la vida generando esperanza, justicia y amor. Jesús proclama dichosos a los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien. Consideradas por los grandes de este mundo, las bienaventuranzas aparecerán como ocho normas para fracasar en la vida.

 

Pero no es así. Un hombre feliz no crea el mal, no predica la guerra, no asesina, no odia, no roba... todos estos males, crímenes, odios... que dependen de la libertad del hombre,  pueden reducirse a la infelicidad. Jesús fue feliz haciendo felices a los demás, devolviéndoles la vida, la dignidad, el perdón… En la concepción cristiana de la vida, el amor verdadero tiene siempre que ver con el bien del otro. Y la moral tiene que ver mucho más con la búsqueda y la prosecución del bien, que con la prohibición del mal, con “la práctica del derecho y la búsqueda de la justicia y la humildad” (Sofonías) siguiendo el comportamiento de Jesús, “sabiduría de Dios” para nosotros (Pablo). Que así sea con la Gracia de Dios.