2 de abril de 2016

"Estaban los discípulos en casa con las puertas cerradas..."

II DOMINGO DE PASCUA -C- Hch 5,12-16/Ap 1, 9-11.17-19/Jn 20, 19-31

 

El misterio pascual es presentado, en los textos evangélicos, en forma de apariciones. Son catequesis que contienen casi todas los mismos elementos: aparición de forma inesperada; iniciativa de Jesús; reconocimiento del Señor; paso del desaliento a la alegría al convencerse de que Jesús, el crucificado, vive de un modo nuevo; envío a continuar su misma misión entre las gentes. Hoy leemos dos apariciones sucedidas a los ocho días, como las eucaristías dominicales. En la primera no está Tomás, uno de los Doce; en la otra, el escéptico Tomás percibe la presencia de Jesús, lo expresa con una sentida confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” y obtiene una bienaventuranza válida para todos nosotros: “dichosos los que crean sin haber visto”. Juan cierra su evangelio diciendo que “estos signos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.

 

El evangelista recuerda que: “Los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas”.  El “cerrar puertas” tras la Pascua, está motivado por el miedo: a los judíos, a la renovación, a los progresos de la ciencia, a la evolución social, a la pérdida de poderes y privilegios. No deja de ser curioso que Juan Pablo II y Benedicto XVI iniciaron sus ministerios con discursos similares: “No temáis, abrid más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo”, el primero; “No tengáis miedo de Cristo. Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Cristo, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo y encontrareis la vida eterna”, el segundo. Y el papa Francisco: “Una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente, se convierte en barrera. La Iglesia no es una aduana. Es la casa paterna, donde hay lugar para cada uno. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no es la dueña. Una Iglesia inhospitalaria mortifica el Evangelio y aridece el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, nada! ¡Todo abierto!”.

 

Puertas abiertas a Cristo y puertas abiertas en la Iglesia: para mostrar nuestra fe a todos los hombres y mujeres con alegría, firmeza y sin complejos; con transparencia, acogida fraterna, participación y diálogo sincero; en el  reconocimiento de los propios pecados y la búsqueda permanente de nuevas formas, palabras, métodos… para que “la Iglesia sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (“Jesús, nuestro camino”). No lleva a ningún sitio el miedo, el ocultar la realidad de las cosas para mantener el prestigio o no perder parcelas de poder,  el proteger a quien, por su bien y el de todos, ha de ser  ayudado en  su conversión…

 

Los encuentros con el Resucitado -las apariciones- son experiencias rehabilitadoras, no un “ajuste de cuentas”, como humanamente sería de esperar; ante la deserción de los discípulos en el momento de la Pasión. Jesús espera,  ama,  aguanta el ritmo de fe. Dichosos los que vayan creyendo: encontrarán siempre vida en su nombre, curación de los males físicos y espirituales y, sobre todo, la Misericordia única que pone un límite al mal. El papa Francisco recuerda que: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”.

 

Y en la catequesis jubilar sobre el salmo 50 escribe: “Nosotros pecadores, con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas, rebosantes de espíritu y llenos de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre, yo soy débil: yo caigo, caigo”, ¡pero si tú caes, levántate! Cuando un niño cae, ¿Qué hace? Levanta la mano a la mamá, al papá para que lo levanten. Hagamos lo mismo. Si tú caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. Esta es la dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos da el perdón de Dios es aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él ha creado al hombre y a la mujer para estar en pie”. Que así sea con la Gracia de Dios.