12 de diciembre de 2015

III Domingo de Adviento - C - ". y la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos".

III DOMINGO  DE ADVIENTO -C-  Sof 3,14-18a/Fil 4,4-7/Lc 3,10-18 

 

La palabra del Bautista desde el desierto tocó el corazón de las gentes. Su llamada a la conversión y al inicio de una vida más fiel a Dios despertó en muchos de ellos una pregunta concreta: ¿Qué debemos hacer? Es la pregunta que brota siempre en nosotros cuando escuchamos una llamada radical y no sabemos cómo concretar nuestra respuesta. El Bautista no les propone ritos religiosos ni tampoco normas ni preceptos. No se trata propiamente de hacer cosas ni de asumir deberes, sino de ser de otra manera, vivir de forma más humana, desplegar algo que está ya en nuestro corazón: el deseo de una vida más justa, digna y fraterna. Lo más decisivo y realista es abrir nuestro corazón a Dios mirando atentamente a las necesidades de los que sufren. El Bautista sabe resumirles su respuesta con una fórmula genial por su simplicidad y verdad: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”; no extorsionar ni cobrar impuestos  abusivos. Así de simple y claro. Para Juan, la esperanza del futuro está unida al compromiso ético y esto es de una actualidad permanente que pasa por la paz, la conversión, la honestidad en los comportamientos… no por la aplicación de la fuerza o una rebelión armada. Actualidad permanente.

 

La llamada es profundamente sencilla y humana. Mientras nosotros seguimos preocupados, y con razón, de muchos aspectos del momento actual del cristianismo, la invitación de Juan es a  recuperar la fuerza para transformar la sociedad, llenándola de los valores genuinos del evangelio como la fe, la primacía de Dios, la solidaridad, la defensa de los pobres, la compasión y la justicia, comprometiéndose en gestos concretos de solidaridad y cultivando un estilo de vida más sencillo, austero y humano.  Los cristianos no nos definimos por vivir apartados o alejados del mundo sino por nuestro modo, nuestra forma  de vivir en el mundo. Para Jesús, el reino de Dios está aquí, pero solo en la medida en que lo aceptemos, entremos en él, lo vivamos y, de ese modo, lo establezcamos los seres humanos. Dios espera nuestra colaboración y nos da su Gracia: “El Señor, tu Dios, en medio de ti es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” (Sofonías).

 

Como cada año al llegar el tercer domingo de Adviento, la Iglesia nos invita a considerar la alegría como una de las dimensiones fundamentales de la vida cristiana. No la risa tonta o el bienestar material que ofrece el mundo como expresión de una vida de triunfo o comodidad. La alegría cristiana nace de las entrañas del corazón creyente que todo lo espera de la llegada de Cristo, pues sólo en Él ha puesto su confianza y su seguridad. Nosotros no estamos alegres porque la vida nos vaya mejor o porque estemos libres de las enfermedades, el dolor o el fracaso personal. Nuestra alegría es la hermana gemela de la paz interior, cuando sabemos que aunque rujan las tormentas alrededor nuestro o incluso en nuestro mundo emocional, el fondo de mi ser está en paz porque Cristo está conmigo, compartiendo toda mi historia y haciendo suyo todo lo mío. Si vivo así, unido a Cristo, nada me puede separar de un Dios que me ama y que me dice continuamente que mi triunfo está en la confianza. Que el desenlace de una vida y su verdadero valor sólo queda resuelto en la eternidad, pues los juicios de los hombres o las curvas de historia no nos definen eternamente.

 

El hombre no vale por lo que tiene, o por lo que disfruta, el hombre vale por lo que es capaz de amar y sobre todo por el amor que es capaz de recibir. Termino con las palabras de San Pablo a los Filipenses: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito estad alegres… y la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos”.

Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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