8 de marzo de 2015

"...y en tres días lo levantaré"

DOMINGO  III DE CUARESMA  -B-  Ex 20,1-17/Co 1,22-25/Jn 2,13-25

Siguiendo el relato de la historia de la salvación (Noé, Abraham) la liturgia nos presenta las palabras que en Señor entrega a Moisés, en el marco de la Alianza del Sinaí. Se resumen en el Decálogo, un camino de libertad para el hombre. Las tablas de la Ley:

.  No son una imposición arbitraria de Dios; son una ley moral y universal escrita, antes que en piedra,  en el corazón de los hombres y válidas para todo tiempo o lugar;

. Las diez palabras ofrecen  una base auténtica para la convivencia de hombres, pueblos, naciones; salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, el odio o la mentira;

. Liberan de los falsos dioses que esclavizan y excluyen a Dios: el poder, el egoísmo, el placer… cuando degradan nuestra dignidad y la del prójimo.

La Ley es un don de Dios para nuestra realización, no para nuestra humillación; deben fomentar nuestra respuesta de amor a un Dios que nos ha amado y nos ama, expresar la fidelidad a la alianza; garantizar el respeto a la vida humana y la primacía de Dios sobre los ídolos. Por eso no debemos reducirla a un mero cumplimiento externo o destacar solo, como los judíos,  su aspecto jurídico.

 

Los cuatro evangelistas se hacen eco del gesto provocativo de Jesús expulsando del templo a «vendedores» de animales y «cambistas» de dinero. No puede soportar ver la casa de su Padre llena de gentes que viven del culto. Pero Juan, el último evangelista, añade un diálogo con los judíos en el que Jesús afirma de manera solemne que, tras la destrucción del templo, él «lo levantará en tres días». Nadie puede entender lo que dice. Por eso, el evangelista añade: «Jesús hablaba del templo de su cuerpo». Juan está escribiendo su evangelio cuando el templo de Jerusalén lleva veinte o treinta años destruido. Muchos judíos se sienten huérfanos. El templo era el corazón de su religión. 

 

El evangelista recuerda a los seguidores de Jesús que ellos no han de sentir nostalgia del viejo templo. Jesús, «destruido» por las autoridades religiosas, pero «resucitado» por el Padre, es el «nuevo templo». No es una metáfora atrevida. Es una realidad que ha de marcar para siempre la relación de los cristianos con Dios. Para quienes ven en Jesús el nuevo templo donde habita Dios, todo es diferente. Para encontrarse con Dios, no basta entrar en una iglesia. Es necesario acercarse a Jesús, entrar en su proyecto, seguir sus pasos, vivir con su espíritu. En este nuevo templo que es Jesús, para adorar a Dios no bastan el incienso, las aclamaciones ni las liturgias solemnes, ni los sacrificios.

 

Los verdaderos adoradores son aquellos que viven ante Dios «en espíritu y en verdad». La verdadera adoración consiste en vivir con el «Espíritu» de Jesús en la «Verdad» del Evangelio. Sin esto, el culto es «adoración vacía». Las puertas de este nuevo templo que es Jesús están abiertas a todos. Nadie está excluido. Pueden entrar en él los pecadores, los impuros e, incluso, los paganos. El Dios que habita en Jesús es de todos y para todos. En este templo no se hace discriminación alguna. No hay espacios diferentes para hombres y para mujeres.

 

En Cristo ya «no hay varón y mujer», lo subrayo en el día de la Mujer Trabajadora, recordando las palabras de San Juan Pablo II en su carta a las mujeres:“ Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y técnicas y también, desde este punto de vista, no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las  personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al  genio de la mujer”. Y el papa Francisco dice: “Una Iglesia sin mujeres es como el colegio apostólico sin la Virgen María. El papel de la mujer en la Iglesia no es solamente la maternidad, la mamá de la familia, sino que es más fuerte; es precisamente el icono de la Virgen, de María, la que ayuda a crecer a la Iglesia. Pero tenemos que darnos cuenta de que la Virgen es más importante que los apóstoles. Es más importante. La Iglesia es femenina: es Iglesia, es esposa, es madre. Pero el papel de la mujer en la Iglesia no se puede limitar al de mamá o al de la trabajadora…¡No!”. Y añade: “En los lugares donde se toman decisiones importantes es necesario el genio femenino”.

 

No hay razas elegidas ni pueblos excluidos. Los únicos preferidos son los necesitados de amor y de vida.  San Pablo nos recuerda que  la cruz de Jesús mostró que hay una sabiduría de Dios más sabia que la de este mundo y una debilidad de Dios que es más fuerte que el poder de los hombres de este mundo. Dios siempre nos sorprende, sobre todo en la debilidad del amor crucificado. No olvidamos los Diez mandamientos ni la vida moral, claro que no, pero miramos la Cruz que es, también para nosotros,  “fuerza y sabiduría de Dios”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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