21 de febrero de 2014

"Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo..."

VII DOMINGO TO –A- Lev 19, 1-2.17-18/ 1 Cor 3, 16-23 7 Mt 5, 38-48

No cambia mucho, en las diferentes culturas, la postura básica de los seres humanos ante el “enemigo”, es decir, ante alguien de quien solo se han de esperar daños y peligros. Por ello podemos destacar la importancia revolucionaria que se encierra en el mandato evangélico del amor al enemigo. Cuando Jesús  dice estas palabras no está pensando en un sentimiento de afecto y cariño hacia él, menos aún en una entrega apasionada, sino en una relación radicalmente humana, de interés positivo por su persona. Este es su mandamiento: la persona es humana cuando el amor está en la base de toda actuación. Y ni siquiera la relación con el enemigo ha de ser una excepción. Quien es humano hasta el final descubre y respeta la dignidad humana del enemigo por muy desfigurada que pueda aparecer ante nuestros ojos. Es precisamente este amor universal que alcanza a todos y busca  realmente el bien de todos sin exclusiones la aportación más positiva y humana que puede introducir el cristianismo en la sociedad violenta de nuestros días. Ya sé que, en ciertos contextos, las palabras del evangelio pueden resultar un poco irritantes o ingenuas  y, sin embargo, es necesario recordarlas si queremos vernos libres de la deshumanización que generan el odio y la venganza.

No debemos olvidar que amar al injusto o violento no significa en absoluto dar por buena su actuación injusta o violenta.  Amar a los enemigos no significa tolerar  las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Existe una convicción profunda en Jesús: al mal no se  le puede vencer a  base de odio y de violencia. Al mal se le vence con el bien. La violencia genera una espiral descendente que destruye todo lo que engendra; en vez de disminuir el mal y el dolor lo aumenta. Es una equivocación creer que el mal se puede detener  con el mal y la injusticia con la injusticia.  Por eso hay que buscar caminos que nos lleven hacia la fraternidad  y no hacia el fratricidio. Jesús llama a “hacer violencia a la violencia”; el verdadero enemigo hacia el que tenemos que dirigir nuestra agresividad  no es el otro, sino nuestro propio “yo” egoísta, primario, capaz de destruir a quien  se nos opone. Nada puede cambiar el pasado, pero el perdón puede cambiar el futuro; el perdón es posible y deja espacio a la esperanza en el mundo.

Pablo sabe que vivir  a esta altura del evangelio no va a ser fácil, por ello recuerda que el Espíritu de Jesús está en cada uno y alienta con energía ese cambio de valores que alumbra nuevos modos de vivir. La caridad cristiana induce a la persona a adoptar una actitud cordial, de simpatía, solicitud y afecto superando la indiferencia o el rechazo. Naturalmente nuestro modo de amar viene condicionado  por la sensibilidad, la riqueza afectiva  o la capacidad de comunicación de cada uno, pero el amor cristiano promueve la cordialidad, el afecto sincero, la amistad y preocupación  entre las personas. Amar al prójimo pide hacerle el bien, pero también aceptarlo y valorar lo que hay en él de amable. “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”, “Sed perfectos…” Todos estamos sometidos a nuestra condición de ser humanos, sencilla y simplemente humanos. Como reconocemos en el inicio de la Misa, todos somos pecadores y sin embargo… Jesús nos invita, llama y convoca a ser perfectos en el amor, en la dedicación a los otros y el esfuerzo por ser  mejores personas. Amar igual que Dios,  solo Dios, pero amar  a su estilo, es posible si practicamos la compasión y la misericordia. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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