6 de octubre de 2013

"El justo vivirá por su fe"

DOMINGO XXVII TO -C- Habacuc 1,2-3,2,2-4/2 Tim 1,6-8.13-14/Lc 17,5-10

 

La fe es un don de Dios que nos permite descubrir su presencia en el vivir de cada día, en nuestra historia. Es la respuesta libre a la iniciativa de Dios que se revela y manifiesta. No nos hemos dado la fe a nosotros mismos, como no nos hemos dado la vida. Es un  don que hemos recibido de otro y que tenemos la responsabilidad de transmitir a otros. Es un acto personal ciertamente pero no es un acto aislado. Debemos vivirla con los demás. Por ello, pedir hoy el don de la fe es pedirle a Dios que nos ayude a reconocerlo en nuestras vidas, en nuestra historia y poder así vivir su presencia y su palabra con mayor plenitud; que nos ayude para poder entender los acontecimientos de  nuestra vida, del mundo,  para que podamos orar con esperanza por la paz y la justicia, para que no cesemos de hacer presente su amor y su perdón con nuestro testimonio.

 

“Ser cristianos consiste en una relación viva con la persona de Jesús, en revestirse de Él…; desnudarnos de los ídolos y falsas seguridades, que nos dejemos plasmar por Él” (Francisco). La fe no nos da  necesariamente  un camino privilegiado y cómodo.  Nos da un compañero que nos enseña desde el comienzo cuál y cómo va a ser el camino.  Un compañero que se define a Sí mismo como Pastor que camina delante por senderos  llanos o de  montaña, Pastor cuya mano fuerte está siempre al alcance de la nuestra por si resbalamos en el camino o nos perdemos, que conoce bien la meta, aunque a nosotros no nos lo parezca…. La Fe da sentido al camino porque el Señor va delante y sabe a dónde va...  La Fe nos da la alegría de caminar hombro con hombro con el Señor, de “abandonarnos” en el Misterio de su Ser.

 

Fe y vida o se sostienen juntas o juntas se derrumban. Una fe basada en una humildad profunda (reconocimiento de la propia pequeñez frente a Dios: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”); en una fe esperanzada en la intervención de Dios que no disminuye frente a las tribulaciones y sufrimientos; que actúa  con justicia  y para bien de los que ama y una fe testimoniada porque es don pero también  tarea y responsabilidad. La fe hace milagros: pequeños si es poca la fe; grandes si el creyente se hace tan pequeño y confiado que manifiesta la gloria y la fuerza de Dios. Que Dios siga haciendo en nosotros el “milagro de la fe” (perdón, servicio, entrega...). Sólo así viviremos la serenidad y la paz interior que nacen de la confianza plena.

 

Dios requiere de los suyos, en palabras de San Pablo,  “la obediencia de la fe” (Rm 1,5), no entendida como sumisión (Jesús jamás nos pide actitudes serviles) sino como adhesión libre y agradecida a su propuesta de salvación. Por eso el  creyente acoge su misión como una verdadera bendición de Dios.  Sólo le queda implorar cada mañana: “Señor, aumenta mi fe”: enséñame a creer en Ti, a abrirme a tu Espíritu, dejarme alcanzar por tu Palabra, a aprender a vivir con tu estilo de vida y seguir tus pasos; a vivir centrado en  lo esencial del Evangelio, a colaborar con realismo y convicción  en hacer la vida más humana.  Yo le pido al Señor que aumente mi fe. Que haga volver mi corazón una y otra vez a Él, que me convierta, “que me haga sentir y gustar las cosas internamente” (San Ignacio). Que pueda apoyar mi vida en su poder misericordioso, que construya mi casa sobre roca. Lo pido para mí y para todos. ¡Una gota, sólo una gota! Una gota de fe cambiaría el mundo. Que así sea con la Gracia de Dios.