19 de mayo de 2013

"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo".

Pentecostés -  Hech 2, 1-11; Rom 8, 8-17;  Jn 14, 15-16.23-26

 

La escena de Pentecostés narrada en  los Hechos de los Apóstoles es muy rica en símbolos con gran significado religioso. Lucas narra la llegada del Espíritu como se explicaban en el Antiguo Testamento las manifestaciones de Dios,  en especial, en los textos en los que Dios hace Alianza con su pueblo en el Sinaí (la fiesta judía de Pentecostés hacía memoria de este acontecimiento), refiriendo fenómenos parecidos: ruidos, vientos recios, estruendos, truenos… Es el momento de la fundación de Israel como pueblo de Dios. Lo mismo acontece en el Nuevo Testamento. Ya reunidos por Jesús, se constituye ahora la comunidad plenamente en Iglesia, en comunidad que ora, predica y convive: sin miedo, con alegría, con paz. Israel recibió en el Sinaí una Ley, tesoro del pueblo y don eminente de Dios. La Iglesia, el día de Pentecostés, recibe también un regalo, el don por antonomasia, la mismísima persona del Espíritu Santo. Es la Nueva Ley, que hace posible la creación de una humanidad y una vida  nueva que es participación anticipada de la vida divina. Una vida de libertad, de paz, de alegría, de perdón y de comunidad.

 

Esa nueva Ley, ese Don,  es el Amor mayúsculo que es Dios. Decía santo Tomás que  no podemos esperar de Dios un regalo mejor que Él mismo. Y así es. Con el Espíritu lo que se nos da es el don del Amor, que no es sino la vida de Dios, Dios mismo. Ese Amor, esa Ley, es lo que nos hace capaces de perdonar, de cerrar las heridas, de vencer el miedo y de construir una sociedad más humana y más justa. Para eso está fundada la Iglesia, esa es su misión. Pablo desglosa admirablemente qué significa el don del amor en su imagen del cuerpo de Cristo. Todos somos incorporados a Cristo por haber bebido de un mismo Espíritu. Igual que el cuerpo posee muchos miembros y sin embargo es uno solo, lo mismo en la Iglesia: hay muchos dones, ministerios y funciones, pero todos destinados a la consecución del bien común. En la creación de una humanidad nueva, de un gran cuerpo del que cada uno de nosotros formamos parte, el Espíritu hace posible la unidad gracias a la diversidad (y no la unidad a pesar de la diversidad): siendo diferentes, teniendo cada uno características personales y gozando de dones distintos, todos tenemos que estar implicados en la construcción de la comunidad humana. Es el Espíritu el que suscita la pluralidad: la variedad y la diferencia son dones  del mismo Dios. No pretendamos uniformar lo que Dios ha hecho diverso. Conjugar la diversidad de lenguas en una gramática universal: el bien común.

 

El regalo ya ha sido hecho. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ahora nos toca ser dóciles a ese Espíritu, escuchar sus mociones, dejarnos aconsejar por la suavidad de su caricia. Su soplo es suave en nuestro rostro, pero es fuego en nuestras entrañas: nos llama a salir, a exponeros al daño que supone amar y dar la vida por la comunión de los hombres y las mujeres de este mundo. A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”. Que así sea con la Gracia de Dios y la Fuerza del Espíritu.

 

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