31 de mayo de 2013

"Dadles vosotros de comer"

CORPUS CHRISTI- Gn 14, 18-20/1 Cor 11, 23-26/Lc 9, 11-17

 

La Iglesia celebra la eucaristía, lo hemos escuchado en la segunda lectura,  según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecerlos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”. Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.

Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para cada uno de nosotros  pan de vida y bebida de salvación: memoria de obediencia filial y súplica confiada; memoria de la santidad divina arrodillada a los  pies de los discípulos  para lavarlos; memoria del Señor hecho siervo de todos; memoria de una pobreza abrazada para enriquecernos con ella; memoria de una locura, que hizo de la tierra a Dios para hacernos  a nosotros del  cielo.

Ésta es la memoria de una encarnación, de un descenso de Dios al abismo de nuestra morada; memoria de Dios hecho prójimo del hombre, buen samaritano de hombres y mujeres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas. Ésta es la memoria de un nacimiento en humildad y pobreza;  memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; ésta es la memoria de la salvación que se ha hecho cercana a los fieles, de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad; ésta es la memoria de un beso entre la justicia y la paz.

 

Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios hecho hombre, memoria de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Ésta es la memoria del Señor. Y nosotros la mantenemos viva en nuestro corazón y en las acciones de nuestra vida.

 

Para el cristiano, la Eucaristía es, más que una obligación, una necesidad. En ella celebramos la fe, acogemos  el don  que se nos ofrece y no nos reservamos para nosotros solos la Gracia. Con espíritu abierto invitamos a todos a saborear el pan y a vivir la Presencia de Dios entre nosotros, único que sacia el hambre  de verdad y la sed de plenitud que habita en el corazón del hombre.  Ante la actitud de los apóstoles (“Despide a la gente; que vayan a las aldeas a buscar alojamiento y comida”) Jesús responde: “Dadles vosotros de comer”. Ellos hacen cálculos y la cuentas no salen (“No tenemos más que cinco panes y dos peces”). Jesús después de bendecir “lo que tienen” parte, divide y reparte entre todos. Es todo un signo para que aprendamos a realizar el milagro de compartir: “Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”.

 

Jesús comparte su vida, la entrega y esto es lo que nos deja: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y del mismo modo que él nos acompaña, el Sacramento de la Eucaristía nos apremia a mirar  al prójimo con ojos de amor porque una Iglesia eucarística es necesariamente una Iglesia misionera. La Eucaristía nos lleva a que seamos “pan partido” para el servicio de todos, incluso de aquellos que nos han venido al banquete;  la Eucaristía nos recuerda que ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de uno mismo a los demás. No somos peatones  de las nubes; vivimos profundamente la realidad, unidos a Jesús “sacramentado” en el Pan de la Eucaristía y en el corazón de  los hermanos más necesitados.   Que así sea con la Gracia de Dios.

 

19 de mayo de 2013

"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo".

Pentecostés -  Hech 2, 1-11; Rom 8, 8-17;  Jn 14, 15-16.23-26

 

La escena de Pentecostés narrada en  los Hechos de los Apóstoles es muy rica en símbolos con gran significado religioso. Lucas narra la llegada del Espíritu como se explicaban en el Antiguo Testamento las manifestaciones de Dios,  en especial, en los textos en los que Dios hace Alianza con su pueblo en el Sinaí (la fiesta judía de Pentecostés hacía memoria de este acontecimiento), refiriendo fenómenos parecidos: ruidos, vientos recios, estruendos, truenos… Es el momento de la fundación de Israel como pueblo de Dios. Lo mismo acontece en el Nuevo Testamento. Ya reunidos por Jesús, se constituye ahora la comunidad plenamente en Iglesia, en comunidad que ora, predica y convive: sin miedo, con alegría, con paz. Israel recibió en el Sinaí una Ley, tesoro del pueblo y don eminente de Dios. La Iglesia, el día de Pentecostés, recibe también un regalo, el don por antonomasia, la mismísima persona del Espíritu Santo. Es la Nueva Ley, que hace posible la creación de una humanidad y una vida  nueva que es participación anticipada de la vida divina. Una vida de libertad, de paz, de alegría, de perdón y de comunidad.

 

Esa nueva Ley, ese Don,  es el Amor mayúsculo que es Dios. Decía santo Tomás que  no podemos esperar de Dios un regalo mejor que Él mismo. Y así es. Con el Espíritu lo que se nos da es el don del Amor, que no es sino la vida de Dios, Dios mismo. Ese Amor, esa Ley, es lo que nos hace capaces de perdonar, de cerrar las heridas, de vencer el miedo y de construir una sociedad más humana y más justa. Para eso está fundada la Iglesia, esa es su misión. Pablo desglosa admirablemente qué significa el don del amor en su imagen del cuerpo de Cristo. Todos somos incorporados a Cristo por haber bebido de un mismo Espíritu. Igual que el cuerpo posee muchos miembros y sin embargo es uno solo, lo mismo en la Iglesia: hay muchos dones, ministerios y funciones, pero todos destinados a la consecución del bien común. En la creación de una humanidad nueva, de un gran cuerpo del que cada uno de nosotros formamos parte, el Espíritu hace posible la unidad gracias a la diversidad (y no la unidad a pesar de la diversidad): siendo diferentes, teniendo cada uno características personales y gozando de dones distintos, todos tenemos que estar implicados en la construcción de la comunidad humana. Es el Espíritu el que suscita la pluralidad: la variedad y la diferencia son dones  del mismo Dios. No pretendamos uniformar lo que Dios ha hecho diverso. Conjugar la diversidad de lenguas en una gramática universal: el bien común.

 

El regalo ya ha sido hecho. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ahora nos toca ser dóciles a ese Espíritu, escuchar sus mociones, dejarnos aconsejar por la suavidad de su caricia. Su soplo es suave en nuestro rostro, pero es fuego en nuestras entrañas: nos llama a salir, a exponeros al daño que supone amar y dar la vida por la comunión de los hombres y las mujeres de este mundo. A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”. Que así sea con la Gracia de Dios y la Fuerza del Espíritu.

 

2 de mayo de 2013

"Que no tiemble vuestro corazón..."

VI DE PASCUA -C- Hech15,1-2,22-29/Ap 21,10-14.22-23/Jn 14,23-29

           

Es propio del mensaje de Cristo inaugurar un modo nuevo de relación del hombre con Dios. A la idea antigua del Dios lejano, que se presenta con el rayo, el trueno o el fuego, sucede la imagen de un Dios-Padre que ve en el hombre al hijo querido, cuya cercanía busca. Y, de la misma manera que a la persona que amamos la tenemos presente, más aún, dentro de nosotros mismos y la vemos solo con cerrar los ojos, así Dios quiere que le busquemos y recibamos en la intimidad de nuestro ser. Porque es ahí, en el interior, el lugar en el que se libran esas tensiones calladas que nadie más que nosotros conoce; es dentro de nosotros, donde se ganan o se pierden las auténticas batallas de la vida, donde fluyen las intenciones, deseos e impulsos...es ahí donde Dios quiere habitar, el espacio donde él quiere estar presente.

 

No es el cielo o el sagrario su morada principal (no había templo en la visión del Apocalipsis: “Santuario no vi ninguno”); son nuestras personas su lugar más íntimo; nuestro interior se ha convertido, en palabras de Jesús, en la más grande catedral que tiene a Dios mismo como arquitecto...Dios vendrá a morar dentro de nosotros mismos para transformarnos, con la fuerza del Espíritu,  paulatinamente en él, para que podamos entender y guardar las palabras de Jesús y  “enseñarlo” al mundo. El amor se manifiesta cuando aquel a quien amamos vive en el fondo de nuestro corazón y “se manifiesta” en nuestras palabras y en nuestras obras.

Pablo, apóstol de los gentiles, juega un papel importante como describe la lectura de hoy, referida al Concilio de Jerusalén del año 49, primer concilio de la Iglesia, en el que se abordan estos temas. Allí se decide no “imponer más cargas que las indispensables”. Y esto es importante porque, a veces, las cargas, normas, obligaciones, han impedido ver lo esencial. Pablo quiere dejar claro que lo que nos salva, lo que nos pone en paz con Dios, es la fe en Jesucristo, no las obras de la ley. Y, además, deja entrever la necesidad de actualizar el mensaje perenne del evangelio, no para rebajarlo, sino para salir al encuentro de las nuevas culturas y nuevas generaciones. Desde este convencimiento la fe saltó a Asia y se extendió a todos los pueblos del mediterráneo.... es católica, universal.

 

El amor a Dios nos produce paz y alegría, nos hace personas equilibradas y optimistas. No queremos ser ingenuos ni irresponsablemente utópicos, pero no permitimos que nuestro corazón se acobarde ante las innumerables e inevitables dificultades que la vida nos presenta. Una persona en la que mora Dios, que está siempre en comunión con Dios, sabe que lleva encerrada, en el frágil vaso de su cuerpo, la fortaleza de Dios. Evidentemente podrá sentir miedo físico, debilidad psicológica y hasta imperfección espiritual, pero sabrá que la presencia del Dios que mora y vive dentro de él le va a proporcionar la fuerza  necesaria para resistir los achaques del cuerpo y las debilidades de su espíritu.  Jesús vive en nosotros, es paz que debemos contagiar, fuente de reconciliación y de vida, por eso “no tiembla n se acobarda  nuestro corazón”. Que así sea con la Gracia de Dios.