28 de abril de 2013

"Como yo os he amado, amaos también entre vosotros"

V DOMINGO PASCUA -C-   Hch 14,21-27/Ap 21,1-5/Jn 13,31-35

           

“Os doy un mandamiento nuevo” afirma Jesús.  Es verdad que el amor, el afecto, el gozo, el cariño, la pasión, como expresión constante del corazón humano, es tan antiguo como el hombre mismo pero Jesús, sin embargo,  lo denomina,  mandamiento nuevo.  Porque se nos propone el amor mismo de Dios manifestado y comunicado en Cristo como modelo. La novedad cristiana del amor está en la referencia: “Como yo os he amado”,  que manifiesta su perfección y su meta. El amor de Cristo es nuevo porque ama al hombre no desde fuera, sino desde dentro del hombre mismo: lo acepta tal como es; cree en el hombre y en sus posibilidades; se da a sí mismo, se entrega totalmente sin medida y sin condiciones; entra en comunión plena con la humanidad, hasta hacerse hombre, vivir como hombre, morir como hombre; fecunda la existencia humana con su vida divina, hasta eternizarlo en su resurrección y en la vida eterna. Es un modo de amar que no se mueve por simpatías o antipatías; que no se mantiene distante del otro; que no termina nunca de darse a sí mismo haciéndose prójimo con el otro, con todo lo que ello entraña de aceptación, acercamiento, compasión, misericordia, hasta alcanzar una verdadera comunión con él... Un amor así es nuevo, absolutamente desconocido, hasta el amor de Jesucristo y  solo es posible con su Gracia.

 

Desde esa  experiencia de amor podemos afirmar con el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”.  El autor imagina a la Iglesia como una ciudad, la “nueva Jerusalén, la morada de Dios con los hombres”. Una Iglesia siempre joven y llena de vida, franca, sin fronteras, con los brazos abiertos acogiendo a todos. Esta Iglesia, tan hermosa y magnífica en su destino, tiene un reflejo, aunque pálido, en la Iglesia histórica, en las comunidades fundadas por los primeros apóstoles y  en las que se encarna  hoy el amor y la fe de los cristianos. ¿Qué es lo que hace brillar ante los hombres el verdadero rostro de la Iglesia, un rostro bello y atractivo? Indudablemente la caridad. La Iglesia docente es necesaria, insustituible, pero a los ojos de los hombres, no es el rostro más atractivo. La Iglesia que celebra los sacramentos es importantísima, y manifiesta la cercanía a sus hijos en diversas situaciones y circunstancias de la vida, pero tampoco es el rostro que más seduce a los cristianos, menos todavía a los que no lo son. Tampoco el rostro más genuino de la Iglesia nos lo ofrecen sus instituciones, a veces tan criticadas por nuestros contemporáneos. El verdadero rostro de la Iglesia nos lo da la Iglesia-Caridad- Comunión, la Iglesia que realmente ama y se dedica a comunicar amor mediante todos y cada uno de sus hijos. No desligamos jamás la caridad de la fe, del dogma, de la liturgia, de la enseñanza y predicación ni de las instituciones, pero que el rostro más bello, genuino y verdadero, que cada uno de nosotros puede  ofrecer  de la  Iglesia, ha de ser  el rostro de la caridad verdadera y del amor sincero. Recordemos lo que san Pablo dice en el himno a la caridad: aunque lo tenga todo, "si no tengo amor, nada soy".

 

Cuando el cristiano ama “como el Señor nos amó” está engendrando vida nueva, haciendo presente el amor de Dios a los hombres. De modo sencillo, nada espectacular, como es el misterio mismo de la vida. Pero en cada sonrisa devuelta, en aquellas ganas de vivir recuperadas, en quien ha encontrado el sentido de la vida,  ha habido un pálpito del amor de Dios que es amor de vida…Cambian las costumbres, las modas, pero el amor permanece siempre idéntico, es decir, siempre mirando hacia el otro, y, al mismo tiempo, siempre distinto, sorprendido y sorprendente. Siempre nuevo, como nuevo es cada día, aunque parezca igual al anterior... Sólo el amor nos hace pasar de la muerte a la vida. Acabo con san Agustín: “la medida del amor es amar sin medida” y “La Sagrada Escritura lo único que manda es amar”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

12 de abril de 2013

"Es el Señor"

III DOMINGO DE PASCUA -C-   Hch 5,27-32.40-41/Ap 5, 11-14/Jn 21, 1-19

“¿Me amas más que estos?”.  Y Pedro ya no se compara con nadie; su respuesta es sencilla, brota de lo mejor de su corazón: “Tú sabes que te amo...tú sabes que te quiero”. Tú conoces mi negación, mi cobardía, mis sentimientos...Tú sabes que, desde la verdad de mi ser, a pesar de todo, te quiero. Jesús examina a Pedro sobre el amor, porque desde el amor habrá de ejercer la autoridad que le concede. Pedro no es la “piedra” porque tiene autoridad-poder, sino porque ama a Jesús y está dispuesto a seguirlo y a dar testimonio de él incluso con la propia vida.

Desde entonces no hay autoridad en la Iglesia si no nace de este amor humilde. Porque solo el amor convierte la autoridad en servicio.  Sólo desde esta actitud de fe y amor,  Pedro y los otros discípulos,  asumen su misión en la Iglesia y su testimonio en el mundo, que ha de ser universal y abierto a todos (como simbolizan la red y el número de peces, 153). Por la palabra de Jesús la red se llena de peces tras una noche confiando en las solas fuerzas;  por su palabra desafían a los judíos afirmando que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”; por su palabra vuelven contentos después de ser ultrajados. Sólo los testigos hablan al corazón de las personas y entregan la vida por el otro, porque hablan de lo que previamente han escuchado a Dios. De la oración contemplativa brota la palabra de vida.

El diálogo entre Jesús y Pedro hay que trasladarlo a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este pasaje evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús interrogaba también a cada uno de nosotros». La pregunta: «¿Me amas?» se dirige a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas; es algo mucho más íntimo y profundo: es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Muchas veces, durante su vida terrena, había preguntado a las personas: «¿Crees?», pero nunca: «¿Me amas?». Lo hace sólo ahora, después de que, en su pasión y muerte, dio la prueba de cuánto nos ha amado Él. 

 

Ojalá sintamos siempre que, a pesar de todo, el Señor nos sigue mirando con cariño, sigue creyendo en nosotros,  nos anima a seguir adelante, nos rehabilita y confirma en la fe; ojalá podamos seguir diciendo, ante la mirada de amor y comprensión del Maestro: “Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que yo te quiero”; ojalá, de sus labios,  podamos también escuchar: “cuida a mis hermanos” para que encuentren y tengan vida. Sabemos que, en ocasiones, preocupados por nuestra debilidad no nos resulta fácil  reconocer entre nosotros la presencia de Jesús Resucitado que nos habla desde el Evangelio  y nos alimenta en la Eucaristía, pero necesitamos ser testigos de Jesús, creyentes capaces de descubrir su presencia en medio de la vida de cada día, del fracaso y la debilidad.  La resurrección de Jesús cambia la vida y el horizonte de los discípulos… que se sienten animados, apasionados para “anunciar el evangelio”.

 

“Al que poco se le perdona, poco ama”, había dicho Jesús a la mujer pecadora pública. El camino del perdón es el camino para crecer en el amor. En nuestra vida religiosa necesitamos en lo hondo esa confianza básica de sentirnos acogidos, desde la realidad inevitable de nuestra vida hecha de luces y sombras, por alguien que nos quiere, que nos comprende y que sigue creyendo en nosotros y nos amina a seguir adelante. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

5 de abril de 2013

"Señor mío y Dios mío"

II DOMINGO DE PASCUA  -C-  Hch 5,12-16 / Ap 1, 9-11.17-19 / Jn 20, 19-31

 

La fe pascual nace de la Resurrección de Jesucristo y se funda en la experiencia histórica de aquellos  hombres y mujeres que han atestiguado haber visto a Jesús después de la muerte; y que explican esta experiencia remitiendo a la resurrección. Así fundan su fe pascual. Con su testimonio, estos testigos nos dicen que el Resucitado no ha quedado oculto, sino que ha salido al encuentro de unos hombres y esto dentro de unas ciertas coordenadas de espacio y tiempo.  La resurrección es algo que rebasa y trasciende la marcha de este mundo: es el inicio de una nueva creación y de un nuevo mundo que ciertamente nos sobrepasa pero que no es una fantasía porque el Resucitado es el mismo que el crucificado y porque, además, cambia radicalmente nuestra vida y nuestra historia... si no les creemos difícilmente creeremos en Cristo o cambiaremos de vida.

 

¡Cómo nos cuesta aceptar la realidad que no se puede aprehender y comprender, que no se puede fotografiar o filmar!. Y no obstante, la mayoría de los acontecimientos -esos que de verdad marcan nuestra vida y dejan un poso en nuestro ser- tenemos que reconocer que suceden en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra; donde las palabras se nos hacen demasiado pobres y torpes para expresar la grandeza de la vivencia que estamos experimentando. Maravillosamente lo expresaba Pascal cuando escribía: “Fuego, Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de Jesucristo, no el dios de los filósofos o los sabios. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz”..., eran razones del corazón que “la razón no entiende”, pero que lo entiende aquel que lo ha sentido...; también el  zorro al Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el corazón”. Recordemos: Lo esencial de un cirio no es la cera -aunque sea necesaria- sino la luz -sin la cual el cirio no sirve para nada-.

 

Tomás: No es que fuera un caso especial, ni el único apóstol que, con la muerte de Jesús, hubiera perdido la fe. El Evangelio nos dice que prácticamente todos se alejaron  en el momento de la crucifixión de Jesús y estaban llenos de miedo. El error de Tomás, su falta de fe, estaba en no creer a los once; él, Tomás, no creía a la comunidad. Tomás dice: aunque todos hayáis visto, aunque todos hayáis tocado, si yo no veo y si yo no toco, no creo.  De alguna manera, Tomás nos representa;  es el prototipo de aquellos que tendríamos que creer sin ver ni tocar;  que tendríamos que fiarnos del testimonio de la comunidad primera para creer en Cristo, para creer en la resurrección.

 

Es a ese Tomás incrédulo, al de ayer y al de hoy, que sigue anidando en el corazón de cada uno de nosotros, al que Jesús le sigue diciendo hoy: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Dichosas esas generaciones de XXI siglos de cristianismo, dichosos esos millones de hombres y mujeres que han creído y creen en Jesús Resucitado aunque no lo han visto con los ojos ni han metido los dedos en sus llagas... Dichosos aquellos que tienen los ojos limpios, que ven con los ojos iluminados del corazón a Jesús...Dichosos los que han tenido la gracia de descubrir en ese espacio, en el que no han entrado nuestras palabras, al que es la Palabra de Vida, y sienten en su corazón la misma visión de Juan en el último libro del Nuevo Testamento: “No temas. Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos”. Jesús, el viviente, nos hace partícipes de “su resurrección y su vida”.

 

Ojalá le sintamos con “los ojos iluminados del corazón” y le digamos, con el buen Tomás, al que es camino, verdad y vida, la misma espléndida profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”. Desde esa afirmación de fe recibiremos la paz que el Señor nos deja, la alegría del corazón y tendremos la fuerza necesaria para  hacerle presente entre los hombres, en la historia,  con la fuerza del Espíritu, al igual que hicieron, como nos describe hoy los Hechos de los apóstoles,  los primeros cristianos que, en nombre de Jesús, curaban las enfermedades del cuerpo y del espíritu. Que así sea con la Gracia de Dios.