9 de marzo de 2013

"Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos encontrado"

IV Cuaresma -C- Josué 5, 9a.10-12; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32

 

El Evangelio del IV domingo de Cuaresma es una página muy hermosa: la parábola del hijo prodigo. Todo, en esta narración, es sorprendente; nunca había sido descrito Dios a los hombres con estos rasgos.  Empieza con estas palabras: «Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos". Entonces Jesús les dijo esta parábola...». Siguiendo esta indicación, reflexionamos sobre la actitud de Jesús hacia los pecadores: les acoge y esto le procura una oposición dura por parte de los defensores de la ley, que le acusaban de ser «un comedor y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús enuncia: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

 

Jesús no niega que exista el pecado y que existan los pecadores. Sobre este punto es más riguroso que sus adversarios. Si estos condenan el adulterio de hecho, Él condena también el adulterio de deseo; si la ley decía no matar, Él dice que no se debe siquiera odiar o insultar al hermano. A los pecadores que se acercan a Él, les dice: «Vete y no peques más»; no dice: «Vete y sigue como antes».  Lo que Jesús condena es establecer por cuenta propia cuál es la verdadera justicia y despreciar a los demás, negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano. «Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quienes, despectivos, condenaban a los pecadores que hacia los pecadores mismos.

 

Pero el hecho más novedoso e inaudito en la relación entre Jesús y los pecadores no es solo su bondad y misericordia hacia ellos.  Hay un elemento común que une entre sí las tres parábolas narradas una tras otra en el capítulo 15 del evangelio de Lucas: la oveja perdida,  la dracma perdida y del hijo pródigo. Tanto el pastor que ha encontrado la oveja perdida como  la mujer que ha encontrado su dracma dicen « ¡Alegraos conmigo!». Y Jesús como conclusión de cada una de las tres parábolas afirma: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de            conversión».  El punto común de las tres parábolas es por lo tanto la alegría de Dios. En nuestra parábola, la alegría se desborda y se convierte en fiesta. Aquel padre no cabe en sí y no sabe qué inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el ternero cebado, y dice a todos: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado».

 

Quien escuche esta parábola desde fuera no entenderá mucho, seguirá caminando por la vida sin Dios; quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y de agradecimiento; sentirá que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría. En una novela suya (El Idiota), Dostoievski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el porqué de aquel gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón». Tal vez alguno, al oír, decida dar por fin a Dios un poco de esta alegría, brindarle una sonrisa antes de morir...  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

1 de marzo de 2013

"Yo cavaré alrededor..."

III Domingo CUARESMA – C - Ex 3,1-8ª / 1 Cor 10,1-6.10-12 / Lc 13,1-9

Yahvé, es un Dios que se da nombre a sí mismo, no lo ha descubierto el hombre escrito en un templo. Es el que hace venir a la existencia lo que no existe; es quien da libertad a quien no la tiene; es quien libera de la esclavitud; es un Dios que se compromete en la historia, con los hombres y con los pueblos.  Esta es la fuerza de la lectura de este domingo de Cuaresma: Yahvé, se manifiesta como un Dios que no solo salva de las amenazas de los enemigos, sino que también viene en ayuda de las cosas más elementales de la vida: libertad, pan, paz y justicia. “He visto, he oído, me he fijado, voy a bajar”).

El evangelio de hoy va es una invitación a contar con Dios en nuestra vida y una llamada a la conversión. Jesús no ve en los samaritanos sacrificados, ni en los obreros de la torre maldad alguna para ser castigados por ello. No es el anuncio del Dios juez el que aquí aparece. Jesús habla de los “signos” de terror de la vida. Es una lectura realista de lo que ocurre y de lo que siempre ocurrirá, unas veces por la maldad humana y otras porque no podemos dominar la naturaleza. Nos recuerda que debemos  estar siempre  preparados. ¿Para qué? No diremos que para morir (aunque pueda parecer que ese es el sentido del texto), sino para vivir con dignidad, con sabiduría, con fe y esperanza. Y si llega la muerte, no nos ha de encontrar  con las manos vacías.

El evangelio propone también la  parábola sobre la higuera estéril con la intención del evangelista de hacernos  entender que la vida es como un tiempo que Dios permite para que demos buenos frutos. Por eso: ¿Para qué una higuera sin higos? Tiene razón el dueño ¿para qué malgastar tiempo, energía… si no hay fruto?  Contra toda aparente sensatez el viñador, sin embargo, propone hacer todo lo posible por salvarla. Sostenida por el amor, la solicitud y los cuidados  la higuera queda invitada a dar fruto. Algunos piensan que nos estamos instalando en una cultura de la intrascendencia. Confundimos lo valioso con lo útil, lo bueno con lo que apetece, la felicidad con el bienestar.

 

Sin embargo no es fácil vivir  sin creatividad ni compromiso alguno, con la sensación extraña de estancamiento. Vivir de manera estéril significa no entrar en el proceso creador de Dios, no entender lo que es el misterio de la vida, negar en nosotros lo que nos hace más semejantes al Creador: el amor creativo y la entrega generosa. Educar a un hijo, construir una familia, cuidar a los padres ancianos, cultivar una amistad, acompañar a una persona necesitada  no es “desaprovechar” la vida, no es ocupar un terreno estéril,   sino vivirla desde su verdad más plena, que da buenos frutos, que es fecunda… pero, claro, necesita ser cuidada, regada… vivir una experiencia profunda de Dios.

 

Dios no quiere la muerte del pecador, sino “que se convierta y viva”. No cabe el pesimismo sombrío; sino la conversión y la esperanza en un cambio fundamental que permita a la persona y a la comunidad humana realizar su destino. No cabe desmoralizarse si las cosas van mal, inhibirse, sino ponerse manos a la obra para enderezar el rumbo torcido y colocar la vida en su ruta verdadera. Dios sabe esperar. Conoce el corazón del hombre y sabe que convertirse no es fácil. Por eso la parábola de la higuera es de gran consuelo para el hombre débil y no pocas veces estéril en sus esfuerzos de conversión. Dios espera y actúa (“cavaré alrededor...). Recordemos otra vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras que el impío cae y permanece en su caída,  se obstina en su pecado. Tenemos que huir de las falsas seguridades (“El que se cree seguro ¡cuidado!, no caiga”, nos ha recordado san Pablo). Que así sea con la Gracia de Dios.