14 de diciembre de 2011

"HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA"

DOMINGO IV ADV.-B- 2Sm 7,1-5.8-11.17/Rom 16,25-27/Lc 1,26-38

            En la primera lectura de hoy se nos hablaba del arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios y de su Ley en medio del pueblo. Se guardaba en el interior de una tienda, recuerdo del tiempo del Éxodo por el desierto. Durante el reinado del rey David, tiempo de paz y estabilidad, se pensó  en construir un templo, una casa digna de aquel tesoro. El profeta anuncia al rey que de su dinastía saldrá aquel que será rey por siempre y eso se realizará por obra del mismo Dios. Esta dinastía será mucho más importante que todos los templos que David o sus descendientes puedan construir.

            Cuando llegó el tiempo en que el plan de Dios, escondido en el silencio de los siglos, salió a la luz, el ángel Gabriel saludó a María, prometida con un descendiente de David, diciéndole: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Este es el plan de Dios: “...darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús...”.  Esta es la grandeza del Hijo de María. No puede nacer únicamente de la carne y la sangre, sino de Dios mismo. En consecuencia, el ángel añade: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios". Dios elige un templo, no de piedra, sino de carne. María se convierte, por su “sí” a Dios,  en la nueva arca de la Alianza.

            Todas estas maravillas no son únicamente para recordar lo que ocurrió o para contemplar algo externo a nosotros. Dios ha querido hacernos hijos suyos por el bautismo y nos ha dado también su Espíritu. Nosotros también somos templos del Espíritu.  Cada vez que comulgamos, y dentro de unos momentos volveremos a hacerlo, nos sumergimos en este misterio de amor, de presencia, de Emmanuel: Dios-con-nosotros. El Espíritu que vino a María, de modo que nos dio a luz al Salvador, debe llenarnos hoy para que Dios esté ahí en nosotros, como la luz del mundo.

            Fijaos, hasta para hacer lo más importante y comprometedor que Dios puede hacer con una criatura suya: “hacerse carne de su carne”, Dios pide el permiso de esa criatura. Así respeta Dios la libertad del hombre y así la toma en serio. El  hombre es más libre y más responsable, más humano cuando Dios lo posee; su Espíritu  nos llena de luz, de su amor, de su paz, nos hace plenamente libres y responsables. En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los cristianos de Roma, se nos dice que, en Cristo, se nos ha revelado el misterio contenido en Dios, todo lo que Dios es y todo lo que el hombre es y puede llegar a ser, porque el Dios que existe, el Dios que se nos ha revelado en Cristo, es un Dios encarnado.

            Se preguntaba Tony de Mello: “¿De qué vale buscar a Dios en lugares santos si donde lo has perdido es en tu corazón? No se trata, por lo tanto,  de colocar a Dios en un espacio externo, en un lugar grandioso pero frío. Se trata de ofrecer a Dios un espacio íntimo, cálido y palpitante, un lugar secreto del corazón. Dios busca personas que le abran las puertas del alma, que estén siempre dispuestas a la escucha y la acogida, que, en medio de los ajetreos tengan un tiempo, un espacio, para lo esencial. Dios mora en nosotros y nos acompaña en cada instante. Somos el más hermoso templo que se pueda construir cuando permanecemos unidos a Él. Y hoy, vamos también, siguiendo la invitación de Cáritas,  a preocuparnos por todos los templos vivos de Dios, a respetarlos, defenderlos y dignificarlos. Sabemos muy bien que hay demasiados templos deteriorados y profanados en el mundo pero sabemos también que estamos en manos de Dios, que él nos llena con su espíritu y que el  culto que Él quiere, es el culto en espíritu y en verdad,  el culto del amor y de la entrega, el culto del servicio a los pobres y de la  cercanía a los que sufren. “Vivamos sencillamente para que otros, sencillamente, puedan vivir”. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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