18 de noviembre de 2011

"Cada vez que lo hicísteis con uno de estos mis humildes hermanos..."

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY - Ez 34,11-12.15-17 - 1 Cor 15, 20-26a.28- Mt 25, 31-46

. Vivimos en una época en la que, por un lado,  se agudiza la tensión entre la diversidad y las desigualdades de pueblos, naciones y culturas y, por otro,  crece la conciencia de formar parte de un mundo único, casa común en la que los problemas de unos nos afectan a todos y repercuten, además, en las generaciones futuras. El sistema económico,  la técnica, las comunicaciones han roto las fronteras de tiempo y del espacio pero sigue siendo urgente y necesario globalizar la justicia para todos, la solidaridad y la esperanza.

. La fiesta de hoy habla de unidad y diversidad. La parábola nos sitúa al final de la historia “cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles”. Hay una llamada a todos para que se reúnan ante quien es “Señor de la historia”. Pero, curiosamente, el acento no está puesto tanto  en el futuro como  en  acciones muy concretas referidas al presente real (comida, ropa, algo de beber, un techo, hospedar, visitar…). Cristo que aparecerá en gloria y majestad se identifica sin embargo con los colectivos más pobres y necesitados, los que viven a nuestro lado, nosotros mismos, quienes pasean por nuestras calles.

. Esta fiesta nos es -la Palabra bien nos lo recuerda-,  la consagración de los poderes de este mundo, ni del modo que tienen de ejercerse. Es más bien un recordatorio, en primer lugar para  la Iglesia, de dónde hemos de poner nuestras fidelidades, de a quién debemos servir, de cuáles deben ser nuestras prioridades. No en los que cuentan a los ojos del mundo, sino en aquellos que cuentan, aparentemente, muy  poco. Es, por ello, una respuesta a la más universal de las esperanzas humanas:  nos asegura que la injusticia y el mal no tendrán la última palabra, y al mismo tiempo nos exhorta a vivir de forma que el juicio no sea para nosotros de condena sino de salvación.

. Se trata, en el fondo, de asumir y vivir la actitud del Dios-pastor del que nos habla el profeta Ezequiel: cuidado a atención a cada una de las ovejas, especialmente las heridas, las enfermas; no aprovecharse  de las ovejas ni  oprimirlas e como hacen los que ejercen su autoridad buscando solo el poder y la gloria. Ser buenos pastores, acompañantes, compañeros de camino… es la grandeza de nuestra vocación como pastores en la vida sacerdotal, religiosa y matrimonial. Es nuestra actitud ante el ser humano lo que se juzga;  un juicio, más práctico que teórico,  sobre el amor y la misericordia: ¿cómo amé?.¿Cómo me entregué a mi mujer-marido-hijos...?.

. ¡Lo que va a valer, al final de todo,  una obra buena!.  Así de sencillo y así de complicado: la prueba final de toda búsqueda de la salvación será el amor. La familia a de  enseñarnos y de ayudarnos a vivir lo decisivo: compasión y la ayuda a quien nos necesita.  “Al final de la vida se nos examinará del amor”, escribe san Juan de la Cruz, el amor hecho obras concretas.  Con la gracia de Dios y nuestra disponibilidad a colaborar con ella, aprobaremos un examen, del que sabemos las preguntas y escucharemos, Dios lo quiera : “Venid, vosotros, benditos de mi Padre”. Que Jesús, “primicia” de una nueva humanidad, de una nueva creación,   reine en nuestros corazones y en nuestras familias y comunidades. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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