21 de octubre de 2010

"EL PUBLICANO BAJÓ A SU CASA JUSTIFICADO..."

DOMINGO XXX - TO -C- Ecl 35, 12-18/2 Tim 4, 6-8.16-18/Lc 18, 9-14

           

            Los destinatarios que Jesús tiene en mente al contar la parábola evangélica de hoy -exclusiva de Lucas- eran "algunos que teniéndose por justos se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás", es decir, los fariseos. Idea que se plasma, por contraste en los dos protagonistas: el fariseo y el publicano. Quizás, más que mostrarnos la importancia de la oración humilde para alcanzar el favor de Dios (lo veíamos el domingo pasado con el relato de la viuda pobre), el mensaje de la escena de hoy es ver la proclamación de la misericordia de Dios. Aquí se encuentra la conclusión de esta parábola, desconcertante sin duda para los oyentes en cuanto que el miserable publicano consigue el favor de Dios y el fariseo sin tacha, que pone la seguridad en sí mismo,  no. Así es Dios y así obra, como está escrito en el salmo 50: "Un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias, Dios mío".

            Lo que últimamente nos salva no son nuestros méritos y obras buenas que, sin duda, todos tenemos; lo que nos salva, como tantas veces repite Pablo es nuestra fe en Jesucristo que es la que da valor a nuestras obras. El que justifica es Dios. Y, sin embargo,  ninguno de nosotros está libre de esa tentación farisea de creernos los mejores, de vernos superiores, de pensar que ya estamos convertidos del todo y que podemos mirar por encima del hombro a los demás, olvidando el camino de la sencillez.

Si caminamos en la verdad, si somos capaces de reconocer la verdad de nuestro yo, cargado siempre de luces y sombras, tenemos que reconocer que nuestra verdadera actitud ante Dios no es la del que ora erguido en el templo, ni la del que desprecia a los demás.

Nuestro sitio está en el fondo del templo, repitiendo la vieja oración del publicano: "Señor ten compasión de este pecador". Jesús mira nuestro interior. NO valen las apariencias, la imagen, la fachada…Por eso, aunque la caridad es la cima de la vida cristiana, la humildad es su principio y fundamento. Mientras que el orgullo y la soberbia provocan envidias, celos y discordias, la humildad es la base de la fraternidad en la familia, la Iglesia y la sociedad. La humildad gana el corazón de Dios, como dice la primera lectura ("escucha las súplicas del oprimido..., los gritos del pobre alcanzan a Dios"). Nuestro apoyo y nuestra fuerza es Dios.

Esa convicción la viven y tienen todos los misioneros-as de la Iglesia. Hoy, día del Domund,  nos recuerda que la Iglesia es misionera en su naturaleza; que la misión, obra y responsabilidad de todos, es signo de vitalidad  y confianza. La reflexión de este año, bajo el lema: "¡Queremos ver a Jesús!",  nos recuerda  que debemos reflejar las actitudes y gestos de Jesús; "hacer ver al Señor" a quienes lo buscan con un corazón sincero. Escribe el papa Benedicto XVI en su Mensaje: "En una sociedad multiétnica que cada vez más  experimenta  formas de soledad y de indiferencia, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza y a convertirse en los hermanos universales cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o inútiles miedos, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos". Misioneros y misioneras de todo el mundo dedican su vida exclusivamente a hacer visible el rostro de Jesús con la esperanza de que el Reino de Dios se manifieste cada vez más plenamente: ésta es su recompensa y su alegría.

Pablo en un texto de hondura personal,  cierra,  al final de su vida, el balance de su trabajo misionero, no para hacer recuento de sus méritos, sino para reconocer que fue la gracia del Señor quien le dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje y nos  invita a ser "humildes y amables"; también nosotros sabemos de quien nos hemos fiado y en qué manos generosas está nuestra recompensa. El Señor premiará a los justos en el día final. Que así sea con la Gracia de Dios.

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