17 de junio de 2010

"Y VOSOTROS, ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?"

DOMINGO XII TO -C- : Zac 12, 10-11;  Gál 3, 26-29; Lc 9, 18-24

 

Pocas veces nos detenemos los cristianos a responder a esa pregunta decisiva que Jesús dirigió a sus discípulos y, hoy, a cada uno de nosotros:  «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» La respuesta a la misma ha de ser personal;  nadie puede hablar en mi nombre,  no puede haber una fe por procurador. Soy yo quien tengo que responder a una cuestión que no se refiere a lo que  pienso acerca de la doctrina moral que Jesús predicó, que no es acerca de los ideales que proclamó o los gestos admirables que realizó en su vida. La pregunta es más honda: ¿Quién es Jesucristo para mí?, es decir: ¿qué lugar ocupa en mi experiencia de la vida? ¿Qué relación mantengo con él? ¿Cómo me siento ante su persona? ¿Qué fuerza tiene en mi conducta diaria? ¿Qué espero de él?.  No puedo contestar responsablemente a la pregunta que Jesús me dirige sin descubrirme a mí mismo quién soy yo y cómo vivo mi fe en él. Precisamente, en eso consiste la responsabilidad: en ser capaz de responder por mí mismo.

            Con frecuencia, puede ocurrirnos a todos, no somos conscientes hasta qué punto vivimos nuestra fe por inercia, siguiendo actitudes y esquemas preestablecidos, sin  tener un crecimiento interior y  sin llegar del todo a una decisión personal y adulta ante Dios. De poco sirve hoy seguir confesando rutinariamente las diversas creencias cristianas si uno no conoce por experiencia qué es encontrarse personalmente con ese Dios revelado y encarnado en Jesucristo. Nuestra fe cristiana crece y se robustece en la medida en que vamos descubriendo, por experiencia personal,  que sólo Jesucristo puede responder de manera plena a las preguntas más vitales, los anhelos más hondos, las necesidades últimas que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos. De alguna manera todo cristiano debería poder decir como san Pablo: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1, 12). Sin duda esta convicción puede sólo nacer de la confesión de fe que, en palabras de Pedro, es el reconocimiento de que Jesús "es el Mesías de Dios".

 La respuesta de Jesús, dirigida a todos, es una inequívoca invitación a seguirle, pero  por su mismo camino: "El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo".  No se trata de una expresión meramente  ascética en un sentido negativo de la palabra. Negarse es no ponerse en el centro, dejar a los demás ocupar el lugar preferente de nuestra vida, darse, amar. Quien  quiera seguir de este modo  al maestro, deberá asumir la cruz que cada día surge cuando hay que aprender aceptar la propia realidad y, desde ella, se quiere encarnar el amor en la historia; quien honestamente entrega su vida paga siempre unos costes, porque a quien se entrega, a quien quiere vivir en la luz y en la honestidad se le ponen las cosas difíciles  en este mundo;  a quien quiere dejar de pensar en sí mismo para pensar en los demás, la vida se le complica.  Sin embargo, Jesús insiste en la "ley" que resume todo el evangelio: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará". Paradójicamente quien intenta asegurarse, amurallarse, defenderse, para vivir mejor, para salvarse, quien busca eludir el sufrimiento, la muerte, éste es quien no solo no salvará su vida sino que ésta  quedará estéril, infecunda. Pero quien es generoso y entregado, quien acepta desvivirse por amor y va dejando su vida a jirones incluso hasta la muerte, ése ha salvado su persona. Esta es la paradoja de Jesús y la que aguarda a sus seguidores.  Una paradoja que el mundo no puede entender. Jesús, "el Mesías de Dios",  es lo más grande que tenemos los cristianos;  el que puede infundir un sentido y un horizonte luminoso  a nuestra vida;  el que puede contagiarnos una lucidez y generosidad, una energía nueva y gozosa;  el que puede comunicarnos otro amor, otra libertad y otro ser. Que así sea con la Gracia de Dios.

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