25 de junio de 2010

"PARA VIVIR EN LIBERTAD, CRISTO NOS HA LIBERADO"

XIII TO –C- 1 Re 19, 16b.19-21 / Gal 5, 1.13-18 / Lc 9, 51-62

 

Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo nos invitan a meditar en un tema siempre fascinante: libertad y seguimiento de Cristo. El evangelista Lucas narra que «cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén». En la expresión «decididamente» podemos entrever la libertad de Cristo. Él sabe que en Jerusalén le espera la muerte en la cruz, pero obedeciendo a la voluntad del Padre se ofrece por amor. En esta obediencia al Padre Jesús realiza su propia libertad, opción motivada conscientemente por el amor. Él vivió la libertad como servicio.  Al igual que la vida del hombre, la libertad encuentra su sentido en el amor.

            El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Galacia, dice: "Hermanos: para vivir la libertad, Cristo nos ha liberado". Nos puede parecer a veces que el cristianismo coarta nuestra libertad, nos limita el deseo de ser libres que todos llevamos en nuestro corazón. Vemos la ley de Dios como un yugo que nos ata, que nos obliga a una serie de cosas que nos molestan, o que impiden nuestros planes. Y sin embargo, Cristo nos ha liberado y quiere que vivamos como seres libres. La libertad es sin duda algo bueno, es un derecho inalienable del hombre, tan esencial y necesario a la naturaleza humana, que el mismo Dios lo respeta hasta lo sumo. Si, por una hipótesis absurda, el Señor fuera contra la libertad del hombre, podríamos decir que iba contra sí mismo, ya que la libertad la quiso el Creador para su criatura humana desde el inicio y esto a pesar del riesgo evidente: "vuestra vocación es la libertad".

            "... no una libertad para que se aproveche el egoísmo, al contrario vivid según el Espíritu...". La libertad es buena como es bueno que el hombre actúe con autonomía, pero está claro que el ejercicio de esa libertad puede ser incorrecto, es decir, que lo que es bueno de por sí se use para lo que no lo es. Precisamente porque el hombre es libre, es también responsable de sus actos. Y si éstos son buenos, ese hombre merece el elogio y el premio, pero si sus actos son malos merece la recriminación y el castigo. De ahí que la perfecta libertad sea la que se ejercita para el bien y no para el mal. Por esto es necesario que existan unos principios o normas que hagan posible un correcto ejercicio de la libertad. No para anularla, sino para que esa libertad conduzca al hombre a su salvación y no a su condena.

Es absurdo admitir que las normas justas limitan la libertad. Pensemos, por ejemplo, qué enorme caos sería el tráfico sin señales que lo regularan. Pues lo mismo ocurre en la vida cotidiana de los hombres. La ley es necesaria para que la libertad de cada uno se realice perfectamente. Por eso Dios nos da unos Mandamientos que nos sirven de cauce por donde discurra nuestra libertad. El Señor quiere que seamos felices, que hagamos de este mundo algo justo y bueno para todos. Y así cuanto nos manda se puede reducir a que nos amemos mutuamente por amor a él, pues sólo quien actúa por amor, hace libremente lo que ha de hacer.

La libertad cristiana es seguimiento de Cristo en el don de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió la cumbre de su libertad en la cruz.  Cuando en el Calvario le gritaban: «Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!», él demostró su libertad de Hijo quedándose  en ese patíbulo para cumplir hasta el final con la voluntad misericordiosa del Padre. Esta experiencia la han compartido otros muchos testigos de la verdad: hombres y mujeres que han demostrado ser libres incluso en la celda de una cárcel o bajo las amenazas de la tortura. Jesús dijo: «La verdad os hará libres» para enseñarnos que quien pertenece a la verdad nunca será esclavo de ningún poder, sino que sabrá vivir en la libertad del Espíritu que guía a la entrega amorosa  por los hermanos "sin mirar atrás". Que así sea con la Gracia de Dios.

NB. Dicen en mi tierra que "en tiempo de melones, no hay sermones". Les saludo deseándoles un feliz verano, con la esperanza de reencontrarnos, si Dios así lo  quiere, a inicios de septiembre. Que el buen Dios les bendiga.

17 de junio de 2010

"Y VOSOTROS, ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?"

DOMINGO XII TO -C- : Zac 12, 10-11;  Gál 3, 26-29; Lc 9, 18-24

 

Pocas veces nos detenemos los cristianos a responder a esa pregunta decisiva que Jesús dirigió a sus discípulos y, hoy, a cada uno de nosotros:  «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» La respuesta a la misma ha de ser personal;  nadie puede hablar en mi nombre,  no puede haber una fe por procurador. Soy yo quien tengo que responder a una cuestión que no se refiere a lo que  pienso acerca de la doctrina moral que Jesús predicó, que no es acerca de los ideales que proclamó o los gestos admirables que realizó en su vida. La pregunta es más honda: ¿Quién es Jesucristo para mí?, es decir: ¿qué lugar ocupa en mi experiencia de la vida? ¿Qué relación mantengo con él? ¿Cómo me siento ante su persona? ¿Qué fuerza tiene en mi conducta diaria? ¿Qué espero de él?.  No puedo contestar responsablemente a la pregunta que Jesús me dirige sin descubrirme a mí mismo quién soy yo y cómo vivo mi fe en él. Precisamente, en eso consiste la responsabilidad: en ser capaz de responder por mí mismo.

            Con frecuencia, puede ocurrirnos a todos, no somos conscientes hasta qué punto vivimos nuestra fe por inercia, siguiendo actitudes y esquemas preestablecidos, sin  tener un crecimiento interior y  sin llegar del todo a una decisión personal y adulta ante Dios. De poco sirve hoy seguir confesando rutinariamente las diversas creencias cristianas si uno no conoce por experiencia qué es encontrarse personalmente con ese Dios revelado y encarnado en Jesucristo. Nuestra fe cristiana crece y se robustece en la medida en que vamos descubriendo, por experiencia personal,  que sólo Jesucristo puede responder de manera plena a las preguntas más vitales, los anhelos más hondos, las necesidades últimas que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos. De alguna manera todo cristiano debería poder decir como san Pablo: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1, 12). Sin duda esta convicción puede sólo nacer de la confesión de fe que, en palabras de Pedro, es el reconocimiento de que Jesús "es el Mesías de Dios".

 La respuesta de Jesús, dirigida a todos, es una inequívoca invitación a seguirle, pero  por su mismo camino: "El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo".  No se trata de una expresión meramente  ascética en un sentido negativo de la palabra. Negarse es no ponerse en el centro, dejar a los demás ocupar el lugar preferente de nuestra vida, darse, amar. Quien  quiera seguir de este modo  al maestro, deberá asumir la cruz que cada día surge cuando hay que aprender aceptar la propia realidad y, desde ella, se quiere encarnar el amor en la historia; quien honestamente entrega su vida paga siempre unos costes, porque a quien se entrega, a quien quiere vivir en la luz y en la honestidad se le ponen las cosas difíciles  en este mundo;  a quien quiere dejar de pensar en sí mismo para pensar en los demás, la vida se le complica.  Sin embargo, Jesús insiste en la "ley" que resume todo el evangelio: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará". Paradójicamente quien intenta asegurarse, amurallarse, defenderse, para vivir mejor, para salvarse, quien busca eludir el sufrimiento, la muerte, éste es quien no solo no salvará su vida sino que ésta  quedará estéril, infecunda. Pero quien es generoso y entregado, quien acepta desvivirse por amor y va dejando su vida a jirones incluso hasta la muerte, ése ha salvado su persona. Esta es la paradoja de Jesús y la que aguarda a sus seguidores.  Una paradoja que el mundo no puede entender. Jesús, "el Mesías de Dios",  es lo más grande que tenemos los cristianos;  el que puede infundir un sentido y un horizonte luminoso  a nuestra vida;  el que puede contagiarnos una lucidez y generosidad, una energía nueva y gozosa;  el que puede comunicarnos otro amor, otra libertad y otro ser. Que así sea con la Gracia de Dios.

10 de junio de 2010

"TU FE TE HA SALVADO, VETE EN PAZ"

XI-TO- C- Sam 12, 7-10.13/Gal 2, 16.19-21/Lc 7, 36-8, 3             

 

Los textos de este domingo son particularmente significativos en la enseñanza del perdón: David lo tiene todo y, sin embargo, es caprichoso. Ha interpretado que ser el rey de Israel le permite ser el dueño de personas y de haciendas. Hace que muera uno de sus generales para quedarse con su mujer olvidando que ser rey de Israel no es sinónimo de  impunidad. Natán le denuncia y David se arrepiente, llora su pecado, hace penitencia y  recibe el perdón cuando él mismo   ha sentenciado que la barbaridad que ha hecho merece la muerte. Los salmos más bellos y profundos del rey David nacieron de su corazón arrepentido

            La pecadora del evangelio  muestra su amor por Jesús y su arrepentimiento a través de las lágrimas. Su gesto constituye una especie de sacramento de reconciliación, que purifica totalmente su vida y la salva. Jesús confirma ese perdón y  declara que es la fe que la ha salvado. Es la fe como adhesión amorosa a la persona de Jesús la que ha hecho que esa persona reconstruya su vida; sus gestos brotan del amor que  purifica y salva. Se le han perdonado sus muchos pecados porque mucho ha amado. El texto contrapone la actitud de la mujer a la de los fariseos para indicarnos que lo que está en juego es cómo nos situamos ante Dios y su misericordia. Jesús alaba a la mujer porque ha sido capaz de   parar,  mirar a lo más profundo de su corazón y llorar su pecado. La pecadora actuó por amor; el amor produjo perdón; el perdón engendró más amor. Así suele ocurrir habitualmente en nuestra vida diaria.  El fariseo, sin embargo, no se siente deudor de nadie ni tiene que agradecer nada a nadie. No ha experimentado el perdón, ni la salvación  porque cree que no lo necesita.

La salvación se juega en el encuentro personal, en el  interior de la persona, no en lo exterior. San Pablo lo dice con rotundidad: la salvación es un don de Dios que se nos ha dado en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. No es pues una cuestión de mínimos, o de cumplimiento de unas normas externas, frías. Pablo vive de la fe en el Hijo de Dios, porque sabe que Dios le amó hasta entregarse por él. Es el convencimiento de que Dios le ha amado el que le anima a vivir por Él, con Él y para Él, hasta el punto que se atreve a decir que ya no vive él, sino que es Cristo quien vive en él. Al sentirse amado y perdonado por Dios, él se siente en la gozosa obligación de amar y perdonar a todos los demás. Pablo confiesa: estoy tan unido a Cristo que se que su salvación es por mí y para mí: "me amó y se entregó por mí". Para Pablo y para todos los creyentes no es una cuestión secundaria sino principal: el pecado mayor consiste en el creer que pueda existir un pecado  más grande que la misericordia del Padre. Dios nos libre de este pecado que, a fin de cuentas, es el único pecado que  no puede perdonar  porque  le rechazamos.

El perdón y el amor son como las dos caras de una misma moneda. Si amamos de verdad al que nos ha ofendido, el perdón se ofrece generoso. Y si amamos de verdad al que hemos ofendido, la palabra "perdón" brotará con humildad y prontitud de nuestros labios. Cuando perdonamos y acogemos dignificamos a la persona que nos ofendió y cuando somos perdonados nos sentimos acogidos y dignificados por la misma persona a la que ofendimos y, al sentirnos perdonados por la persona a la que amamos, se nos ensancha el alma y entra de nuevo la luz de la confianza en nuestro corazón. Dios nos ha perdonado generosamente y, cuando somos conscientes de la grandeza y gratuidad de este perdón, se agranda nuestro reconocimiento y nuestro amor a Dios,  nos sentimos más animados a perdonar también nosotros a los demás. La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso: es el descubrimiento del tesoro escondido y de la perla preciosa. Que así sea con la Gracia de Dios.

3 de junio de 2010

"...DADLES VOSOTROS DE COMER"

CORPUS CHRISTI- Gn 14, 18-20/1 Cor 11, 23-26/Lc 9, 11-17

 

            La Iglesia celebra la eucaristía, lo hemos escuchado en la segunda lectura,  según "una tradición que procede del Señor" y que sabemos inseparablemente unida a "la noche" en que lo "iban a entregar". Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecerlos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias y una copa de vino compartida del mismo modo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre". Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: "Haced esto en memoria mía".

            Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para cada uno de nosotros  pan de vida y bebida de salvación: memoria de obediencia filial y súplica confiada; memoria de la santidad divina arrodillada a los  pies de los discípulos  para lavarlos; memoria del Señor hecho siervo de todos; memoria de una pobreza abrazada para enriquecernos con ella; memoria de una locura, que hizo de la tierra a Dios para hacernos  a nosotros del  cielo.

            Ésta es la memoria de una encarnación, de un descenso de Dios al abismo de nuestra morada; memoria de Dios hecho prójimo del hombre, buen samaritano de hombres y mujeres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas. Ésta es la memoria de un nacimiento en humildad y pobreza;  memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; ésta es la memoria de la salvación que se ha hecho cercana a los fieles, de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad; ésta es la memoria de un beso entre la justicia y la paz.

Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios hecho hombre, memoria de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Ésta es la memoria del Señor. Y nosotros la mantenemos viva en nuestro corazón y en las acciones de nuestra vida.

Para el cristiano, la Eucaristía es, más que una obligación, una necesidad. En ella celebramos la fe, acogemos  el don  que se nos ofrece y no nos reservamos para nosotros solos la Gracia. Con espíritu abierto invitamos a todos a saborear el pan y a vivir la Presencia de Dios entre nosotros, único que sacia el hambre  de verdad y la sed de plenitud que habita en el corazón del hombre.  Ante la actitud de los apóstoles ("Despide a la gente; que vayan a las aldeas a buscar alojamiento y comida") Jesús responde: "Dadles vosotros de comer". Ellos hacen cálculos y la cuentas no salen ("No tenemos más que cinco panes y dos peces"). Jesús después de bendecir "lo que tienen" parte, divide y reparte entre todos. Es todo un signo para que aprendamos a realizar el milagro de compartir: "Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras".

Jesús comparte su vida, la entrega y esto es lo que nos deja: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Y del mismo modo que él nos acompaña, el Sacramento de la Eucaristía nos apremia a mirar  al prójimo con ojos de amor porque una Iglesia eucarística es necesariamente una Iglesia misionera. La Eucaristía nos lleva a que seamos "pan partido" para el servicio de todos, incluso de aquellos que nos han venido al banquete;  la Eucaristía nos recuerda que ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de uno mismo a los demás. No somos peatones  de las nubes; vivimos profundamente la realidad, unidos a Jesús "sacramentado" en el Pan de la Eucaristía y en el corazón de  los hermanos más necesitados.   Que así sea con la Gracia de Dios.